Tomarse en serio las palabras

Wilfredo Mañá Serra
El Circulo
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4 min readSep 3, 2024

Supongamos que alguien tiene un amigo al que considera “su mejor amigo”. La relación es normal y se mantiene activa, con barbacoas regulares, salidas en familia y partidos de tenis. Nunca le ha hecho falta hacer distinciones conceptuales entre esa relación y la que tiene con otros amigos, ni ha tenido que reflexionar, por ejemplo, sobre las diferencias que hay entre amistad y parentesco desde el punto de vista afectivo y ético. Pero si un buen día el amigo le falla, porque no hace lo que se espera de un amigo, puede ser que se produzcan reflexiones que podríamos ver de algún modo como girando en torno a una “teoría de la amistad”. Si la reflexión es seria, pueden entrar en juego nociones como “deber”, “interés”, “justicia”, “afecto”, junto con algunos axiomas o premisas morales más o menos arbitrarios que las conjuguen. Este individuo habrá empezado a filosofar.

Filosofar es tomarse en serio las palabras. Cuando los diccionarios intentan ofrecer el significado de un término lo que hacen es recoger las connotaciones típicas en el uso que se hace de ellos, es decir, las notas, rasgos o características que permiten identificar la categoría de los objetos a los que alude la palabra. Cuando oímos o leemos, por ejemplo, un sustantivo que conocemos, lo asociamos a las notas correspondientes y tal vez lo ilustramos con una imagen de nuestra memoria. Leemos “mesa” y pensamos en una tabla cuadrada con cuatro patas, o pensamos en la mesa de nuestro comedor. Cuando buscamos en el diccionario el significado de una palabra que no conocemos, a la inversa, construimos el objeto con la descripción que se nos da (o bien identificamos la palabra con un objeto que conocíamos sin saber su nombre).

Ahora bien, si la palabra es parte del vocabulario de algún campo de estudio formal, entonces tendremos normalmente una definición, en sentido estricto, es decir, una lista de características invariable que no puede asociarse a ninguna otra clase de objetos. Tomando el ejemplo de Carnap, diríamos que la definición de artrópodo como “animal con cuerpo segmentado, extremidades articuladas y cubierta de quitina” quiere decir que un objeto es un artrópodo si y solo si tiene esas características: si faltara alguna, recibiría otro nombre; si tuviera otro nombre, sería otra cosa. Esto sirve, precisamente, para evitar “equívocos”, o sea, para no cometer el error de aplicar la misma voz a distintas cosas. No es necesario advertir que “equivocarse” en ciertas disciplinas, como el derecho o la medicina, puede tener consecuencias catastróficas. El otro inconveniente sería usar distintas palabras para referirnos a lo mismo (usar sinónimos); no sería tan grave como lo anterior, pero sería una proliferación inútil y poco práctica del léxico.

El lenguaje riguroso de las disciplinas formales nos sirve de contraste para evaluar el lenguaje cotidiano. A diferencia del anterior, el lenguaje cotidiano es impreciso y fluctuante. ¿Es esto algo malo? En principio, no. La vida real requiere flexibilidad y adaptabilidad expresivas, y no sería práctico intentar definiciones exactas de cada palabra antes de empezar a hablar o actuar. Si el enamorado se decide a dar el paso y dice “te quiero” a su amada, habrá apelado a una palabra estándar para este tipo de situaciones sin intención de aludir a una connotación cerrada y perfectamente “decodificable”. De hecho, ha elegido una de las palabras menos unívocas del idioma (en otros idiomas, por cierto, hay que aclarar CÓMO se quiere, a riesgo de resultar atrevido u ofensivo: en italiano “ti voglio bene” es muy distinto a “ti voglio”). En la vida diaria los significados no dependen solo del lenguaje verbal, sino que se apoyan en el contexto de experiencia interpersonal que nos ahorra tener que hablar demasiado o dar explicaciones.

Sin embargo, es obvio que no todos los contextos son iguales ni todos los temas pueden tratarse con la misma economía verbal. El lenguaje cotidiano es suficiente cuando se limita a cumplir una función práctica en una situación estable. Wittgenstein tenía el ejemplo del albañil diciéndole al ayudante: “ladrillo”; en un caso así no hace falta más, incluso bastaría un gesto. Pero si la situación se complica, la comunicación tiene que volver al lenguaje explícito, y con frecuencia las complicaciones van a exigir un nivel de articulación y precisión bastante alejado de los sobreentendidos que nos orientan en la comunicación del día a día. La filosofía no es tanto una especialidad intelectual a cargo de unos pocos profesionales, sino una facultad que todos los seres humanos ejercemos cada vez que tenemos que aclarar esa construcción lingüística compartida que es nuestro mundo.

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Wilfredo Mañá Serra
El Circulo

Profesor de Filosofía, antes y ahora. Un aficionado, en esencia (pues, como dijo Wilde, la verdad raramente es pura, y nunca es simple).