Un mundo sin abrazos

Puede que la irrealidad fuera vivir en calma perpetuamente.

Francisco Martos
El Circulo
6 min readApr 16, 2020

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De golpe y porrazo, moviéndose la vida a un ritmo que parecía imposible de detener, se aminora el ritmo, la vida se pone en pausa — aunque el tiempo ahí afuera, a su bola, parezca avanzar a otra velocidad — , y se desvían las trayectorias que llevaban nuestra rutina, nuestras expectativas y nuestras ambiciones. Nuestra sociedad saca a relucir vulnerabilidades que todos nos habíamos hecho cargo de disimular: antes de esto, el mundo no debía palidecer.

Por su parte, este gran globo azul, eso sí, sigue tardando 23 horas, 56 minutos y unos 4 segundos, aprox., en girar sobre sí mismo con una inclinación que no ha variado un ápice de los 23,5º, lo cual me lleva a observar la fragilidad, esta vez, exclusiva de la raza humana y la concepción del tiempo como un constructo salvavidas para darle un poco de sentido a nuestro divagar. Tic, tac, tic, tac. Los ciervos invaden la ciudad de Nara, los delfines visitan los canales de Venecia, aunque no ven a los gondoleros de las postales, y los halcones sobrevuelan el cielo de Madrid. Observo todo como el que tiene una bola de nieve entre las manos y agita para ver el proceder de los copos de nieve artificial flotando en la glicerina.

Mientras tanto, se resquebrajan los pilares de ideas y elementos, cuya solidez nos habríamos atrevido residualmente a poner en entredicho, no al menos sin poder evitar un dedo índice inculpador de poner en entredicho según qué cosas. Se tambalea el concepto de globalización, a pesar de su cada vez mayor alcance, tal y como lo conocemos hoy en día; se tambalean los dogmas de un capitalismo liberal que ahora encierra a buena parte de la población en pisos de menos de 100 metros cuadrados, sin terraza, así como a algunos directivos de empresas que cada vez escriben menos mensajes motivacionales en LinkedIn — qué querrán decirnos con este no dejarse ver — ; se tambalea hasta la forma de movernos, de trabajar, de relacionarnos los unos con los otros.

Dadas las circunstancias, todo lo que pensábamos que estaba en equilibrio, igual no lo estaba, y aquello que funcionaba, igual no lo hacía hasta el punto que creíamos. Esto era, claro está, así más o menos según el ojo del que mirase y las carnes del que padeciese. La armonía o su falta es pura cuestión de perspectiva.

La novedad que supone esta situación es ser la primera vez que nuestra generación se enfrenta a un parón universal, a unas circunstancias propias de una contienda (lo cual explica el lenguaje que se utiliza en los medios de comunicación al respecto); nunca antes se nos había sacado así, a rastras, de nuestra zona de confort y se nos había llevado a casa, que ahora se convierte en un particular rincón de pensar, de esos que había en las aulas de primaria. Sin que haya un conflicto bélico real, no obstante, hoy vemos como el mundo se debate entre las dudas en lo que concierne, por ejemplo, a cadenas de suministro, cada vez más extensas, y su interdependencia ante el desabastecimiento interior de los países, así como un recelo a tender lazos que antes, en tiempos de bonanza, se tendían, como en la Unión por-el-interés-te-quiero-Andrés Europea.

«Qué situación más irreal», nos decimos entre nosotros como una muletilla recurrente desde que saltó la alarma. Puede que la irrealidad fuera vivir en calma perpetuamente. Tampoco, por fortuna, hemos conocido otra cosa; mucho mejor esa burbuja utópica anterior.

En este contexto de una política que a todos se nos antoja débil, exánime, escasa cuando menos debiera parecerlo; una economía que languidece y padece sus propias lagunas o, más que lagunas, su propio fango; así como un sistema sanitario que, por mucha que fuera su robustez, se atora, todo se me vuelve pequeño cuando pienso en la lentitud con la que se aplana una curva que ahoga a España y otros tantos países, pues da igual la aparente rapidez con que lo haga cuando el conteo trata tras de sí con vidas humanas. También pienso en quienes no sólo mueren, sino que se llevan consigo la extrema unción de la soledad: camas que callan, mientras su ventana al mundo es una pantalla — bendita sea — que se ilumina para traer un poquito de esperanza hasta el último momento; muros o paredes de pladur que se llevan tantos últimos suspiros; funerales sin coronas de flores ni llanto, en un momento en que apreciamos las coronas de flores, el llanto y las distancias cortas que tales escenarios siempre han vuelto imprescindibles.

A pesar de los avances y de una sociedad que puede adaptarse, limitaciones mediante, al teletrabajo, la compra online o incluso al ocio — desde conciertos a visitas museísticas, pasando por un riguroso telebotellón, cada cual tenga sus preferencias — , todavía no hay herramienta lo suficientemente desarrollada, ágil o potente que sustituya el contacto físico, la oxitocina que libera un abrazo apretado, el amor que guarda en sí una caricia. No estábamos preparados ni compramos, antes del estado de alarma, un kit de supervivencia para un mundo sin abrazos. En Amazon aún no lo venden.

«No puede ser que estemos aquí para no poder ser», escribiría Julio Cortázar en Rayuela; «tenemos que obligar a la realidad a que responda a nuestros sueños, hay que seguir soñando hasta abolir la falsa frontera entre lo ilusorio y lo tangible, hasta realizarnos y descubrir que el paraíso perdido está ahí, a la vuelta de la esquina».

Nos hemos dado cuenta de que la vida iba en serio y nos la teníamos que tomar como tal.

En este punto, nada es certero en lo que respecta a los fundamentos de nuestro sistema económico actual , las relaciones entre países y el desarrollo de la globalización, o no, en el futuro. ¿Qué será la normalidad a partir de ahora? ¿Cuáles los ritmos del día a día que nos sostiene y nos arrastra? En un marco de incertidumbres que rodea todos y cada uno de los escenarios que se plantean, lo único que podemos sacar en claro es que el humano nunca se sintió tanto como tal como cuando se le privó de su libertad de movimiento, de recibir y entregar el cariño de o al prójimo, ya fuera familia, vecino o transeúnte que te sonríe al sujetar la puerta de la boca de metro, o se le planteó tener que guardar distancias como un acto de amor definitivo.

Tras esa paleta de grises — y las pataletas de los grises — con la que engalanan las perspectivas desde los medios, hay escondido, como Wally en sus libros, un verde esperanza. Un verde que, paradójicamente, mantiene su lumbre con la falta de novedades en casa: esta es la mejor de las noticias ahora mismo, el tedio de los días iguales es ahora un sitio cómodo donde quedarse a vivir. «¿Todo igual que ayer? Esa es la buena noticia, mamá».

Las ganas que dejamos en modo de espera echarán a andar de nuevo, querremos ver el sol desde abajo y no a través del umbral de una ventana y los abuelos en sus residencias, al menos eso espero, recibirán la visita de sus nietos. Valdrá la pena la soledad y escribir estas líneas desde Madrid y no en casa, a una calle de la de mis abuelos, para luego volver con más apetito: a los brazos de la familia, al pueblo, a los días sencillos.

Quiero creer y creo que las cosas si no bien, no serán tan grises como parece, que la libertad volverá a llenar las calles de jolgorio, susurros y vocativos emocionados, y que habrá primaveras que florecerán fuera de estas cuatro paredes. Sobreviviremos a un mundo sin abrazos para volver a él y abrazarnos no con el mismo, sino mayor ímpetu que antes.

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