21 y contando. Textos seleccionados. Día 14.

MURAKA
El club. DLC
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8 min readAug 26, 2020

Día 14: BINOMIO FANTÁSTICO

Basada en el concepto de Gianni Rodari, pero un poco más lúdica:

1. Escribe los primeros 10 sustantivos que se te vengan a la cabeza.

2. Recorta cada sustantivo y mete los diez en una bolsita.

3. Saca dos papelitos.

4. Relaciona ambos sustantivos por medios de preposiciones y los artículos correspondientes, ejemplo: gato / lluvia (el gato con la lluvia, la lluvia sobre el gato, el gato de lluvia, lluvia de gatos, etc.)

5. Escoge la consigna que más te llame la atención y escribe un relato.

En esta ocasión, y quizá por la naturaleza de la premisa, recibimos relatos e historias fuera de lo común. Algunas oníricas, otras fantásticas y otras bastante extrañas. Gracias por ser constantes con este reto ¡ya estamos en el último nivel!

Aquí está nuestra selección del día:

Sebastián Bernal

Fotografías en el mar

Mar adentro, el espectador suele experimentar la sensación de unidad, sobre todo en aquellas regiones y estaciones donde resulta indivisible la línea que separa las aguas del cielo, como si fuera un retrato del primer día bíblico, con la luz a cuestas de quien sabe cuántas virutas de un sol difuminado, y con los brazos de la galaxia en la noche.

Sobre el año dos mil trece viajaba yo con un equipo intrépido, como si fuéramos niños, buscábamos dar con sirenas o con el fin del mundo como mínimo. Naturalmente, encaminamos nuestras últimas expediciones cerca de Indonesia, donde aún quedan rezagos de eso que llamamos mito. Tras una temporada infructuosa, nos hallábamos cerca de las últimas costas turísticas, donde los pobladores son más genuinos en sus creencias y no se ven tan viciados por esa globalidad normalizante. Una noche, en una de esas chozas, me hice de una botella de cebada local, lo que encendió mis sentidos y me hizo más hablador que antes, fue esa noche cuando di con un abalorio imposible de ignorar.

El posadero mantenía, entre sus altares y botellas vacías, una vieja fotografía, gastada por los cirios rudimentarios a los que estuvo expuesta por veinte años, aunque aún podía distinguirse la imagen, o más bien la ilusión, de un azul de cielo y mar completamente combinado, como si dicha percepción fuera arrancada del mundo de los sueños y puesta en una película.

Al preguntar a nuestro mecenas por aquel recordatorio, nos contó que en su juventud se hizo a la mar con las compañías pesqueras, y más allá del punto Nemo, en el extremo sur del mundo, dio con lo que más tarde se conoció a nivel local como “el mar laminado”; una modesta extensión de fotografías en papel de al menos ciento veinte kilómetros cada una, por lo que nos dijo, era de este estilo, y aun así completamente diferente, como si el ánimo de quien hubiera tomado esas cientos de fotografías hubiera determinado el contenido y carácter que el agua y cielo expresara en cada una de ellas.

Ante tan extraña anécdota quedé anclado, no era posible que dichas fotografías quedarán allí por casualidad, incluso por el argumento de la contaminación y el descargue de desechos, del cual era ya tristemente famoso el punto Nemo. No podrían concurrir tan extrañas “obras” en un sitio como ese. Sobre alguna explicación, el viejo posadero concluyó que se trataban de reliquias, un mensaje de otros tiempos y por qué no, de otro seres, seres que sabían usar viejas cámaras, quizá, y que por esa razón decidió quedarse con una pieza de tan estrafalaria colección.

Al final, la estación de las tormentas, y dado que nuestro siguiente destino en el lejano oriente estaba todavía indefinido, decidimos viajar hasta el famoso punto Nemo, de donde se habla de Cthulu, portales y agujeros de gusano… pero que hoy en día no es más que un tiradero inconmensurable de desechos, un continente perdido de lo perdidos que estamos. Tras cuatro semanas, comenzamos a divisar tierra, o, más bien, desechos, hasta donde llegaba la vista. Para no condenarnos a un naufragio innecesario, decidimos bordear aquellas insanas costas y descender por la latitud un par de días más. Con el punto Nemo en nuestro norte, teníamos el verdadero mar abierto hasta el antártico, el verdadero silencio sobre todas las cosas estaba justo delante de nosotros.

No recuerdo bien como llegó a mí esta remembranza, acaso porque lo he olvidado todo con del paso de los años, o siquiera porque una parte de mí es una huida permanente que intenta distinguir los hechos de mis construcciones.

Ha sido un largo periodo desde mi hallazgo en una balsa de rescate, el cuerpo entumecido y los ojos vidriosos. Con el paso de los meses en rehabilitación, se concluyó que alguna tormenta debió sorprendernos, dado que no quedó rastro de la embarcación ni de mis amigos. Lo cierto es que sí existió algo en esa infinidad que trato de evitar, sea que cierre los ojos para deducir las últimas horas de mi cordura o sea que revise de nuevo la fotografía que guardo con recelo y que tenía en mi mano al ser encontrado, un azul infinito del que fuimos testigos. Ahora en esa película, es el único relato cierto del que puedo valerme cuando las noches y el silencio son desesperantes.

Julieta Ballesteros

El guayabo de bicicletas

Las pesadillas ultrajaban las noches de una niña de porcelana. Las hermanas disfrazadas de brujas habitaban en el mismo cuarto, dormían en la misma cama y compartían la misma almohada. Rozaban, con sus dedos artríticos, la piel húmeda por la fiebre de la niña. Aunque quisiera correr, sabía que, durante el insomnio, las alucinaciones cobran vida, que sus sueños son palpables y no hay una puerta de salida.

Todos dormían y ella se protegía con las cobijas de tigre, temblaba con la brisa nocturna que entraba desde la ventana abierta. Le faltaba el aire. Respiraba profundo. Trataba de llenar sus pulmones, pero era una tarea absurda, y más cuando la señal del televisor se perdía y su lluvia ambientaba la fatiga. Un respiro, o la seguridad que le brindaba su cama. Temía que, al tocar la alfombra con los dedos de sus pies, inmediatamente sus pesadillas se levantaran con ella.

Caminaba sobre las puntas para no hacer ruido, y se sentaba junto a la ventana de rejas negras y ondulantes formas de flores. Se aferraba a ellas con una mano y, con la otra, corría la cortina geométrica, cuyas sombra se desplegaba como triángulos. Alucinaba. Se consumía haciendo todo cuanto le era posible, para volver en sí. Nunca lo lograba. Su pediatra le había dicho en una ocasión, cuando tenía un episodio similar, que debía respirar lento y profundo, y fijarse en un punto; todo para concentrarse. Desde allí trataba de acudir a ese consejo, sin embargo, venía en compañía de la imagen de un castillo gótico, propio de un vampiro.

El vampiro era su pediatra. Su comedor enorme con copas de vino, era su escritorio; y sus colmillos, eran las agujas que la torturaban. Un mal recuerdo del que nunca se liberó. Concentrarse era imposible en la jaula de su cabeza, sus ojos eran una trampa aunque los mantuviera abiertos con pinzas o cerrados con llave.

Así que, en sus noches de ahogo, optaba por sentarse junto a la ventana para respirar el aire frío, en lugar de depender de un inhalador. Se concentraba en lo único que sabía que su imaginación no alteraba: un guayabo. Toda la vida había existido el árbol en el jardín de su vecina. En junio caían las guayabas sobre el césped pintándolo de amarillo y así permanecía hasta principios de agosto. Quedaba casi al borde del andén, y al menos cuatro veces, durante sus desvelos, varios ciclistas se habían accidentado con el árbol invisible. Los faroles de su calle fallaban hace dos años. Ni un rasguño en su corteza. Sin embargo, las bicicletas se convertían en restos.

Quería ser tan fuerte y de raíces profundas como el guayabo. Quería que en su cuerpo habitaran pájaros y no fantasmas. Quería ser inmensa, y no tan frágil. Quería ramas frondosas y hojas de un verde intenso, y no carecer de cabello. Quería ser un árbol, y no un humano enfermo. Lo único que no quería del guayabo, eran sus ruedas. Colgaban de las ramas como pendientes en las orejas, en memoria de los viajantes que yacen bajo la tierra. Ella no quería llevarse a nadie consigo y, a veces, observando el guayabo, prefería dar su vida antes que matar con ella.

Laura Aguirre

Mi hermano el árbol

Alan nunca habló demasiado. Cuando yo llegué, él ya estaba desde hacía cinco años en este mundo. Lo recuerdo desde niño con alma de viejo, escuálido, pálido, casi siempre solo en su cuarto, con la vista fija en la ventana. Su actividad favorita era observar, maravillado, los pájaros que cantaban desde los árboles fuera de la unidad. La única vez que recuerdo haberlo visto sonriente, radiante, fue el día que nos mudamos a la casa en las afueras. Teníamos un jardín enorme, nuestros propios árboles, incluso llegamos a tener un pequeño huerto. En algunas ocasiones me invitó a “jugar”, solo que cuando yo llegaba dispuesta a jugar a la pelota o a hacer carreras, él me recibía con una idea completamente diferente. Su diversión consistía en observar los árboles y adivinar su edad. Yo lo intentaba, una y otra vez, hasta que me cansaba y prefería volver con mis libros y muñecas.

Una noche de año nuevo, cuando todos nos abrazábamos en medio de la cuenta regresiva, sorprendí a Alan abrazando a quien llamaba su “árbol favorito”. Para ese entonces yo ya tenía diez años, él quince, y la verdad es que me inquietaba que no invitara nunca a sus amigos y mucho menos a una pareja. Los intentos de mis padres por hacerle un niño “normal”, habían pasado de regalarle autos, balones, pistas de carrera y todo tipo de juguetes, hasta presentarle hijas e hijos de amigos de la familia de la misma edad, sin importar sus gustos o preferencias. Naturalmente, de los pocos que accedían a ir a casa, ninguno regresaba, pues Alan no les dirigía más de dos palabras. Ni siquiera los invitaba a entrar, se quedaba de pie en el jardín observando los olivos, los álamos y el par de pinos, como si quisiese aprender cada detalle de memoria.

Pronto olvidaba que tenía compañía y, una vez más, quedaba solo.

Cierto día, Alan llevó una joven a casa, se llamaba Magnolia y, según dijo, era la estudiante nueva de su clase. Magnolia, extrovertida y cálida, nos contó que quería ser bióloga y que había quedado sorprendida con el conocimiento sobre árboles que mostró Alan en una presentación. Mi hermano mayor parecía nervioso, como si le faltase el aire al estar envuelto en esa situación. Pasados algunos minutos no resistió más y salió al jardín, Magnolia lo siguió.

Pasados cuarenta minutos, la joven entró con una expresión de pánico a la sala, y me pidió que le acompañara al jardín. “Está muy quieto desde hace mucho”, me dijo. “Déjale, ya se le pasará, él es así. Háblale un poco”, contesté. Magnolia asintió, confundida. Al cabo de otra media hora regresó y repitió la queja. La seguí y constaté su versión. Tragué saliva muy fuerte.

Alan, sumido en un estado catatónico, estaba muy firme, quieto, mirando hacia los pinos. Su parpadeo era lo único perceptible. “Alan”, lo llamé muchas veces, le toqué y luego le empujé. No respondía. Aún así, lucía en una extraña calma. Magnolia no soportó mucho más y se marchó. Yo le avisé a mis padres y solo atinaron a llamar a emergencias, quienes tampoco pudieron ayudar.

Así pasó la noche. A la mañana siguiente, Alan no parpadeaba y tanto su cuerpo como su ropa, habían adquirido una tonalidad marrón. Seguía impávido, inmóvil. Pasaron las semanas y de sus pies comenzaron brotar raíces, de su cabello ramas. Nadie intentó moverlo más, era imposible manualmente y de forzarlo por otros medios, probablemente habría sido muy doloroso para él.

Lo dejamos ser y crecer. Le compramos abono, lo regamos a diario. Mi mamá cada mes recorta sus ramas. Pronto adquirió forma y me bastó una búsqueda en internet, para confirmar que, de Alan, había pasado a ser un Álamo.

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MURAKA
El club. DLC

Alexander Giraldo. Escribo, estudio música, hago fotografía. Comunicador Social - Periodista IG:www.instagram.com/ojosdperroazul