21 y contando. Textos seleccionados. Día 20.

Manderine
El club. DLC
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10 min readSep 4, 2020

Día 20. ANÉCDOTA EXTRAORDINARIA.

Imagina que estás aplicando para trabajar en una famosa sala de chats eróticos, y debes contar una experiencia sexual real y extraordinaria -con todo lo que pueda significar esa palabra-, sin ser explícito. La mejor anécdota conseguirá el puesto.

Contar una historia que nos mantenga en vilo de principio a fin, no es una tarea sencilla, así como tampoco lo ha sido nunca narrar un pasaje erótico. Hay una línea muy fina entre lo erótico y lo vulgar, y la mayoría supo cómo superar esta diferencia con ingenio. Otros permanecieron en los lugares comunes del erotismo, que a estas alturas y después de leer tanto, ya nos aburren un poco.

Escogimos tres relatos que trascienden esos lugares comunes y nos cuentan tres historias para saborear de comienzo a fin:

Manuela Leyton

Esta historia comienza con él, y aunque podría escribirle páginas enteras, desafortunadamente me pertenece a mí. Lo conocía de varios años atrás, siempre cruzando caminos, pero nunca tomando la misma ruta. Era muy buen amigo de mi novio en aquel entonces y lo saludaba de manera amigable siempre que lo encontraba en algún bar de la cuidad o en alguna de las tantas fiestas a las que asistíamos. En esos pocos encuentros mis ojos siempre se dedicaban a reparar su cuerpo atlético de arriba abajo, imaginando escenas peligrosas y atrevidas. Aunque era una mujer muy tímida y reservada, pensaba en él como un placer culposo que guardaba en secreto en mi cabeza y que no tenía la oportunidad de salir.

La vida nos separó por mucho tiempo, después de terminar mi relación. La distancia hizo de las suyas cuando supe que estaba viviendo en Europa y yo me había instalado en la capital. Nos reencontramos después de cinco años cuando por casualidad los dos regresamos a la ciudad en el mismo tiempo. Le escribí con un saludo cordial, pero muy animado, y nos citamos para tomar un par de cervezas y recordar viejos tiempos. Cuando nos vimos, hablamos toda la noche como si nunca nos hubiéramos conocido y desde ese día todo nos brotó de la piel. Cuando sus manos grandes y ásperas tocaron mi cuerpo pequeño y frágil por primera vez, sentí como se apretaban contra mí ejerciendo una fuerza controlada y al mismo tiempo llena de poder. Su mirada era penetrante y su voz me repetía lo encantado que estaba por tenerme desnuda en su cama. Ni en mis pensamientos más locos pude imaginar la realidad que sería tenerlo sudando frente a mí. No dejamos de vernos, éramos como un par de piezas de dos rompecabezas distintos que encajaban a la perfección. Descubrí más de mí en su cama que lo que había experimentado por fuera de la mía durante toda mi vida, como si mi sexualidad fuera una lista de posibilidades infinitas esperando a ser tachadas Me encantaba todo lo que hacía en mí, construíamos fantasías y las derribábamos para volver a construirlas.

Una tarde estaba sudando debajo de su pecho, esperando como un milagro el placer absoluto del sexo. Cerré los ojos para buscar mi momento de gloria y de repente estaba allí, en el baño del colegio católico donde había estudiado todo mi bachillerato. Mi mirada estaba fija en el espejo percibiendo todo lo que había a mi alrededor. Podía contar el número exacto de cubículos y la cantidad de lavamanos, escuchar el sonido de las gotas cayendo a través de ellos y observar el verde manzana intenso que dominaba las paredes. Llevaba puesto la jardinera de cuadros color beige y los zapatos cafés del uniforme. No había estudiantes, monjas y profesores en ese momento, hasta que apareció él. (Ese él es otro, uno que aún sigo buscando) Se acercó y se paró justo detrás de mi reflejo, besó mi cuello y metió su mano debajo de mi falda. -”Nadie se va dar cuenta”- susurró. Me agarró a la fuerza y me encerró en uno de los cubículos, desgarró mi jardinera con una de sus manos mientras apretaba mi cabello con la otra. Para ese momento yo era agua, agua que hervía y quemaba. -”Nadie se va a dar cuenta”-. Seguía susurrando. Sentía que estaba siendo atravesada por un puñal frío, nadie había estado allí antes, él era el primero y sólo él tenía el privilegio y el poder de serlo -”No nos van a descubrir”- me decía agitado mientras su mirada proyectaba rabia y desespero por conseguirlo.

Abrí los ojos cuando todo había acabado. Él (el real) estaba allí, observando con una sonrisa mi cuerpo palpitar sobre sus sabanas. Me paré y sentí un mareo intenso, tomé un cigarrillo y recosté mi cuerpo desnudo sobre la ventana mientras perdía mi mirada en el horizonte. Después de guardar silencio y tomar un par de bocanadas, me toqué por dentro para sentir la humedad entre los dedos, mientras mis lágrimas empezaban a caer. El cigarrillo parecía eterno, el sexo un acto desagradable y la memoria una circunstancia cruel. Lo había enterrado en el olvido y ahora interrumpía mi cabeza, mi cama y mi cuerpo, invadiéndome de forma violenta, atravesándome con su puñal frío, como aquella tarde en el colegio. Pero esta vez no era él, sino el otro (el real) quien había prestado su arma para acabar conmigo desde adentro y obtener lo que él (el otro) nunca había podido conseguir.

Ana María Reyes

Pico de botella

En una ocasión, inolvidable, por cierto, salí a acampar con un grupo de amigos. Éramos unos diez, entre hombres y mujeres. Comimos, cantamos, bebimos. La lluvia nos obligó a entrar a la carpa. Era una noche húmeda y cálida.

Nos sentamos en círculo. El juego era sencillo: poner a girar una botella vacía sobre el piso. Al detenerse la botella, la persona a quien apuntara su pico, debía beber un trago de ron y deshacerse de una prenda de vestir. Afuera, la luna brillaba, dentro de la carpa, nos alumbraba una lámpara de pilas que, colgada del techo, hacía bailar nuestras sombras. Hice girar la botella. Silencio. Se detuvo frente a mí. Me puse de pie y al son de una música inexistente, bebí el primer trago y me quité la camiseta. Aplausos, una venia, me senté en el piso. La botella siguió girando hasta quedar todos desnudos y felizmente embriagados. La lámpara y la luna se confabularon: a la primera se le agotaron las pilas y la segunda se escondió tras espesas nubes de lluvia.

Un nuevo juego, dijo el bello y atrevido Juan, juguemos a adivinar quién es quién solo por el tacto, prohibido hablar. Risas nerviosas, nadie dijo que no. La lluvia empezó a caer sobre la carpa y los cuerpos, bajo la complicidad de la noche, empezaron a tocarse en silencio. Mi piel se llenó de pequeños puntos de agua que salían de cada uno de mis poros. Casi podía escuchar sus corazones, acelerados de deseo y de miedo como el mío.

El aire se llenó de aroma a sexo y sudor; no supe cuántas manos me tocaron, manos sutiles que dibujaban formas en mi abdomen, manos fuertes, que se enterraban con experticia en mi espalda , manos curiosas que buscaban y encontraban caminos; tampoco pude contar las bocas que, con mordiscos, succiones y besos, hicieron que me perdiera entre espasmos incontrolables. Me dejé caer sobre el piso, dejé de ser yo, me perdí en ellos, en ellas, toqué, amasé, mordí, lamí, estrujé, exploré; el silencio se rompió entre suspiros, jadeos, gritos, carcajadas, quejidos, truenos, relámpagos. Llovía afuera a cántaros, afuera de la carpa, y adentro llovían también nuestros cuerpos.

Felipe Jaramillo

EN EL MAR

Todos nos fuimos a caminar después de cenar. Poco a poco, algunos fueron regresando al hotel hasta que el grupo quedó muy reducido, y nos detuvimos en una playa para disfrutar del mar de Providencia. Mauricio y Carmen decidieron continuar y me invitaron a que los acompañara. No sé por qué me invitaron y mucho menos por qué acepté.

Llegamos a otra playa solitaria donde encontré unas rocas no muy altas que subí rápidamente. Me senté a mirar en el horizonte la luna llena que moría cobijada entre nubes rosadas, mientras que Mauricio y Carmen conversaban en la playa. El día ya era otro cuando se quitaron la ropa y, con la desnudez cubierta por la luz de la luna, me invitaron a que los acompañara a entrar al mar. Mientras Carmen caminaba, las curvas de su cuerpo formaban contrastes de sombras en su piel blanca, sus nalgas temblaban con cada paso. Llegó a la orilla del mar, se giró y me llamó con insistencia. La luna, que estaba detrás suyo, hacía de su cuerpo una sola silueta de contornos resplandecientes.

Bajé de la roca, me desnudé y caminé hacia el mar para acompañarlos. Tenía una confusa sensación entre timidez y emoción. Entré al mar un poco alejado de ellos, pero no tardaron en llamarme y me acerqué. El agua dejaba mi pecho al descubierto, a Mauricio le llegaba un poco más arriba y a Carmen debajo del cuello. Flexioné ligeramente mis piernas para quedar al mismo nivel de Mauricio, y así empezamos a conversar.

El oleaje del mar era suave y suficiente para dejar ver la parte superior de los senos de Carmen cada cierto tiempo, la luna iluminaba algo más de su cuerpo en el mar transparente. Yo no podía impedir que mi mirada estuviera mucho más tiempo en ella, a Mauricio poco le importaba, de pronto lo disfrutaba. Hablamos de la naturaleza, del amor, de las sensaciones del mar, del oleaje, de la brisa de la madrugada.

Teníamos frío por estar tanto tiempo en el agua, por lo que era necesario nadar un poco. Cuando Carmen nadaba, su cuerpo sobresalía del agua y en su espalda se reflejaban destellos de luz. Nos turnábamos la ida a nadar, pero cada vez que alguno regresaba, se cerraba más el círculo. La marea bajó un poco y los senos de Carmen quedaron al descubierto. Estaba más oscuro, pero, a la vez, estábamos mucho más cerca.

Esa proximidad me producía ganas de tocarla, estaba prácticamente a mi alcance. No pude soportarlo y deslicé un pie por la arena hasta alcanzar el suyo. Hace un rato estábamos muy cerca y pensé que podía parecer accidental, pues solo fue un leve toque. Retiré mi pie y la miré. Ella no se inmutó. Mauricio continuaba un monólogo de no sé qué tema, yo estaba en otra parte. Necesitaba una respuesta. Volví a rozarla, pero esta vez con la absoluta intención. Ella sonrió casi imperceptiblemente y me miró de soslayo mientras su esposo continuaba hablando. Su sonrisa fue la firma de la complicidad. Supeque todo lo que yo sentía ella también lo sentía, y que los dos estábamos conscientes de lo que estaba empezando a suceder.

No hablaba mucho, de vez en cuando me reía para desahogar la ansiedad. Ahora la situación era más crítica. No me atreví a mover mis manos más allá de donde estaban. Rocé nuevamente sus pies y ella me correspondió con los suyos. Iniciamos una apasionada serie de caricias con los pies debajo del agua mientras seguíamos conversando. Las caricias fueron indudablemente correspondidas y comenzamos a explorarnos. Mis pies subieron por sus suaves pantorrillas. Ahí estuvieron otro rato descubriendo cada pliegue de su piel. La dibujaba con el pensamiento. Sus pies también realizaban un mapa de mis piernas.

La madrugada todavía se demoraba en llegar y había tiempo para nosotros. Mauricio sintió frío y salió a nadar un poco. Pensé que nos íbamos a decir mil cosas aprovechando que no estaba su esposo, pero nuestro lenguaje no dejó de ser corporal. Solo una sonrisa se nos escapó simultáneamente y nuestras miradas se perdieron en los ojos del otro. Cuando hablamos, solo pronunciamos palabras tímidas e intrascendentes, superfluas, que no tenían nada que ver con lo que pasaba debajo del agua. Mauricio regresó, pero en ese momento él ya no existía para nosotros.

Mis pies continuaron aproximándose a la superficie, buscando nuevas texturas, nuevas experiencias y sensaciones. Sus pies subían al mismo ritmo de los míos, los dos teníamos la misma iniciativa, el mismo sentimiento, la misma excitación. Llegamos a los muslos, donde las caricias fueron más profundas, en algunos momentos podría decir que bruscas. Sus fuertes piernas necesitaban sensaciones intensas. Empezamos por la parte exterior de los muslos, ya no necesitábamos mirarnos, ni sonreírnos, era una danza de una pareja que parecía que siempre hubiera bailado junta.

El frío era intenso, pero no nos dábamos cuenta, no volvimos a salir a nadar. Nos acercamos un poco más. Mi pie comenzó a girar hacia la parte interna de sus muslos, ella se cogió el cabello y se estremeció. Para disimular dijo que tenía un poco de frío. Yo dije lo mismo, pero no nos movimos del sitio. Mi pie subió un poco más hasta tocar sus delicados vellos. Ella me correspondió con caricias en el mismo sitio.

Dibujamos círculos, presiones, roces, pellizcos. La conversación seguía. Teníamos que seguir conversando a pesar de lo que pasaba debajo del agua. La situación se estaba tornando insoportable, insoportablemente excitante, insoportablemente impotente, insoportablemente emocionante.

Como todo deseo, cada vez se necesita más y más. Continuamos acariciándonos desde la punta de los pies hasta el ombligo, algunas veces con ternura, otras con pasión, pero siempre de acuerdo. Conocí cada rincón de sus piernas, conté todos sus vellos que estaban debajo del agua, palpé el largo de sus uñas, las cicatrices infantiles de sus rodillas, las imperfecciones de sus nalgas, el calor de pequeñas partes, la humedad de su deseo que se diferenciaba del agua del mar.

Con el tiempo los roces se apaciguaron y fueron más intensos, como los amores otoñales. Las sensaciones pasaron de la piel al alma. El deseo había dejado lugar al éxtasis contemplativo de la paz. Ya ni siquiera el mar existía para nosotros, si hubiera existido nos hubiéramos congelado. Sentía la paz del orgasmo, el amor del anciano.

En Providencia la primera luz es muy temprana. El amanecer se convertía en el ocaso de nuestra pasión. Una alborada nos alcanzó para conocernos a través de nuestras caricias. En mis pies quedó dibujado su cuerpo y su alma. La sensualidad superó al amor o se transformó en él, porque puedo asegurar que la amé intensamente. La sentí como parte de mí. En mi corazón conservo su recuerdo imborrable.

Nunca le di un beso, nunca le estreché una mano, nunca la abracé, nunca le dije una palabra de amor, solo la amé, la amé esa vez, debajo del agua.

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