21 y contando. Textos Seleccionados. Día 21.

Manderine
El club. DLC
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12 min readSep 9, 2020

DÍA 21. LA MUERTE

¿Qué es la muerte? ¿En qué momento morimos? ¿Cuántas veces puede uno morirse en vida o cuántas muertes dolorosas puede uno soportar? Describe cinco momentos en los que la muerte -real o simbólicamente- ha hecho parte de tu vida.

Sabíamos que esta, nuestra última consigna, sería la más poderosa, la más íntima, la más compleja. Lo sabíamos porque no es un secreto que la muerte es uno de los grandes temas existenciales y, de todos, probablemente el más oculto y lleno de tabúes. Esta vez escogimos cuatro textos que realmente nos metieron en la piel de los autores y nos acercaron a la muerte de distintas formas. Aquí está la selección:

Marco Aurelio Suárez

RELATOS: LA IMPOSIBILIDAD DE SIMBOLIZAR LA MUERTE CUANDO HA SIDO PARTE DE TU VIDA

Sin tristeza.

―Primo, no sé qué hacer. ¿Se supone que debo llorar porque a mi papá lo mataron? ―Dijo mi prima en el patio que daba a la calle. Afuera, la lluvia parecía que no quería caer, solo se percibían algunas gotas muy delgadas, con las que uno jugaba cuando era niño. ―Todos están tristes y llorando, mis hermanos, mi mamá, tu mamá y todas las tías, pero yo no siento que deba llorar, no me duele nada.

―No lo sé, supongo que sí, uno debe estar triste cuando alguien de la familia se muere. ―dije.

Teníamos solo 4 y 5 años, yo ni siquiera recuerdo el llanto de mi familia, ni a mi tío muerto, tampoco lo recuerdo vivo, pero sí recuerdo esa conversación sentados en ese patio; nos arrebataron la posibilidad de ser conscientes de la tristeza.

No fueron a ver la Copa América.

―Esos güevones seguramente se volaron a ver la Copa América, ―dijo uno de los hombres, seguramente con la intención de tranquilizarnos.

Alveiro salió una mañana, como lo hacía desde hace algunas semanas atrás, muy temprano, acompañado de mi padrastro y su hermano. Tenían un cultivo de lulo en La Rivera, corregimiento donde vivíamos junto a toda la familia.

A la 5 de tarde se suponía que llegarían, como era la costumbre, sin embargo, no lo hicieron. Las primeras horas fueron de desconcierto, las siguientes de mucha preocupación.

Familiares y amigos se dispusieron a buscarlos. Al otro día a la hora de ir a la escuela, mi mamá y mi tía nos despertaron. Cuando salíamos había ya varios hombres amigos y familiares haciendo un segundo plan de búsqueda, pero uno de ellos sugirió la alentadora pero absurda, ahora lo sé, posibilidad de que se habían volado para ver algunos de partidos de futbol de la selección.

Hubiese sido lindo que el único trofeo de la selección Colombia nos los hubiese arrebatado durante esos días, pero la triste realidad es que HH, comandante del bloque calima de los paramilitares, había ordenado la tortura y muerte de la posibilidad de ver a Colombia campeón.

Unas vacaciones de luto.

Eran las vacaciones de diciembre. Junto a Kevin y Francisco, mis primos, planeamos ir a un pueblo en el cauca, donde había vivido la familia años atrás, para conocer a otros familiares y seguramente pasarla bien. Ya teníamos el irrevocable permiso de nuestras madres, nuestro entusiasmo y nerviosismo de viajar a tan corta edad y solos, nos daba cierta sensación de madurez.

La misma semana que teníamos la última clase para por fin salir a nuestra épica aventura, llegó la noticia: nuestro último tío vivo, con tan solo 23 años, había sido asesinado en el mismo pueblo al que íbamos a ir de vacaciones, y al que, de hecho, terminamos yendo, pero ya no con la idea de ir solos y disfrutar y conocer, sino con toda la familia. Fueron vacaciones, pero de luto.

Algo cómico en medio de la desgracia.

Las tías estaban fuera. Kevin y yo jugábamos en la casa a lo que fuese, a lo que nos ocurría, principalmente a la pelota. Armamos incluso una portería con guaduas, jugamos mucho al cobro de penaltis. Sin embargo, esa tarde no encontrábamos el rumbo de la diversión. De pronto vimos una gallina, era de mi tía, tenía muchas, de hecho. Nuestro juego consistió durante pocos minutos en tratar de agarrarla, esa proeza iba a decir quién de los dos era el más rápido. Al no conseguirlo, mi frustración derivo en cólera, agarré un trozo de madera delgado y se lo lancé con la intensión de que se espantara y no se dejara atrapar por Kevin, que se abalanzaba ya sobre ella. El trozo de madera le dio directo en la garganta haciendo que cayera aleteando como cuando se las esta matando para ser cocinadas. El movimiento fue rápido y, en un instante, la gallina estaba inconsciente. El miedo se apoderó de nosotros y lo único que se nos ocurrió fue llevarla a la parte alta del patio, donde seguramente la encontrarían después de varios días. Las explicaciones de su muerte podrían ser muchas.

Estábamos asustados aún cuando llegaron mis tías. Sin embargo, nuestro perfecto plan nos daba confianza en nuestros movimientos. Después de un buen rato se me ocurrió, tal vez, ocultarla debajo de algo, hojas secas, madera, ramas, eso haría que el tiempo en encontrarla fuese mayor, así que me dirigí donde habíamos dejado el cuerpo. Cuando llegué, ahí estaba, como la habíamos puesto, con las patas hacia arriba y una de las alas abiertas sobre el piso, con la cabeza oculta debajo de esa misma ala. Cuando me incliné a cogerla, la gallina dio un brinco, incorporándose en sus dos patas, y emprendió la huida. Yo me quede atónito, sin saber qué había pasado, ¿acaso fingió su muerte, o volvió de la misma? Jamás podré responderme esa pregunta.

José Arturo Higuera

Todo va a estar bien

“Imagina una ola. La ves, mides su altura, ves cómo el sol se refracta cuando la atraviesa, y la ves, sabes que es una ola. Luego rompe en la orilla, y ya no está, pero el agua sigue ahí. La ola fue otra forma del agua. Esa es la concepción de la muerte para los budistas. “La ola regresa al mar, de donde vino.” Eso dice un personaje delante de mi pantalla mientras se escurren innecesarias las lágrimas que serán derramadas mil veces al tratar de entender el final.

¿A dónde vamos? ¿A dónde fue? Daban las siete de la noche en una playa y mi madre nos reunía a mi hermano y a mí cuando teníamos ocho y nueve, para decirnos: “Papá se fue “. Jamás entendí para dónde, jamás entendí por qué, jamás me pregunté por qué. Sobre mi cabeza ladraron pensamientos de dolor, martirio y venganza, pero al final nada de eso me ayudó a entender.

Daban las diez de la noche y en un hospital, el clavadista profesional, tío de la mujer que más llegué a amar, acababa de terminar un fatídico cáncer, no de la mejor manera, sino de la manera en la que acaban esas películas que te hacen llorar. Ella se acostó, como cansada, sobre mi hombro, y me preguntó el porqué. Han pasado más de quince años y todavía me pregunto ¿Por qué?

No me darán los dedos de la mano, me digo, para contar las muertes que mi cuerpo tendrá que soportar. No podría saber cuántas veces diré en mi mente, sobre mi hermano, “No me interesa, pero yo con él me entierro”. No sabré de las noches que en un futuro me acompañarán en un extremo cólera al saber que mi madre ya no está. Y mucho menos sabré el día en el que todo lo
que pasó ya no importa, ni es necesario, porque ya no estoy, porque ya no soy.

Sueño pensando con las vidas que vienen después de esto. Pienso en, quizá, lo irremediable de toda esta entropía que termina por sacarme una sonrisa. Pero siempre, al final, pienso en lo dulce que es haber vivido con tal misterio algo que más tarde entenderé.

Danna Sofía Peña

Mis más dolorosas muertes

La primera muerte fue dolorosa, estaba sola y creía que era inferior y que no era merecedora del amor. Fui rechazada, abandonada, y aislada. Solo tenía dos grandes preguntas, y eran: “¿Qué está mal en mí?” “¿Por qué nadie me quiere?”. Encerrada en un baño, quebrándome y rompiéndome en mil pedazos, así fue mi primera muerte.

La segunda muerte vino para esa persona charlatana que creía que siempre iba a ser escuchada… De un momento a otro, una pantalla negra se volvió más importante, y las pocas veces que pudo hablar con alguien que sí la escuchaba, de fondo estaban las risas de quienes nunca lo hacían, y cómo se alegraban de quitarse una carga de encima. Poco a poco las palabras murieron en su interior y poco después ella murió, de nuevo, en silencio…

Las personas piensan que las mascotas son solo eso, mascotas, pero no era mi caso. Si estaba enferma, si me sentía sola o lloraba, tenía dos bolas de pelo que estaban ahí para mí, estaban cuando nadie más lo estuvo, pero no estuve cuando una de ellas me necesitó, y con su partida murió una gran parte de mí. No pude morir completamente, porque lo menos que puedo hacer es cuidar a su hermana, que es mi mayor tesoro y aún sigue estando para mí en los momentos difíciles.

Mi cuarta muerte fue cuando me dijeron que no podía pedir nada porque no era perfecta. No soy la mejor hija y no soy la mejor hermana. Solo quería lo mejor para la familia pero fui apuñalada, siempre hubo un esfuerzo para ser merecedora del amor. Sé que no soy perfecta, pero no pensé que llegarían a decirme que realmente no valgo. Fue una de mis muertes más dolorosas. Todo lo que había reconstruido se había desmoronado. Mi existencia dejó de importar y, simplemente, morí.

Mi última muerte aún no sucede, es un proceso lento y doloroso de cada día. Por naturaleza, los seres humanos queremos ser escuchados, y yo quería intentar volver a ser escuchada. Cada día intento hablar y compartir varios de mis pensamientos, pero siempre hay un grito exigiendo silencio o menospreciando mis opiniones. Cada día el desprecio es una puñalada que mata lentamente, la indiferencia solo clava más profundo.
Poco a poco muere lo que renació de tantas muertes y, tal vez, por fin, esta sea mi muerte definitiva.

Octavio Buelvas

Mi primera muerte

El primer muerto que vi fue a mis cinco años, era un vecino boxeador que había muerto en el ring en su primera pelea profesional, lo velaban en la sala de su casa como se acostumbraba antes, con gente monocromática alrededor del ataúd, conversando acerca de todo lo bueno que el finado hizo en vida. Encima del ataúd habían unos guantes de boxeo rojos muy desgastados, y varias vendas de distintos colores. Cada vez que llegaba algún amigo boxeador, le hablaba muy pasito y muy cerquita al rostro del cadáver y luego colocaba una venda encima. Cuando mis padres se acercaron al ataúd para darle la última despedida al hijo de doña Francisca, yo estaba detrás de ellos, aferrado al pantalón de papá, evitando a toda costa tener contacto con el muerto, pero cuando ellos dieron vuelta para volver a la silla, giré con
ellos y quedé, sin querer, a la altura de la ventanilla que enmarcaba su rostro lívido, con dos algodones en los huecos de la nariz y los ojos cerrados como si durmiera una siesta que todos hubiesen venido a presenciar.
Allí, no entendí la muerte.

Mi segunda muerte

Milton era su nombre, una estampa de caballero, un hombre fornido a pesar de su edad, con un apretón de manos que te ponía nuevamente en la tierra, vestía impecable y usaba siempre un maletín tipo portafolio de cuero que abría con dos hebillas frontales, era el contador de la empresa, un hombre de buena conversación, siempre amable, siempre con una anécdota a flor de labio, siempre con una sonrisa. Tenía una familia bellísima, esposa y tres hijos, todos ellos con su misma estampa en el trato, respetuosos, amables, buenos conversadores, gente agradable con la que a uno le gusta estar. Un día el cáncer tocó a su puerta y en dos meses convirtió a este hombre en un ser irreconocible, adelgazó a tal punto que uno podía ver la porosidad de sus
huesos, la cuenca de sus ojos se vació, y sus pies se cargaron tanto que parecían patas de elefante. Cuando nos recibió la última vez, lloraba, lloraba mucho, nos decía que él no se quería morir, pero el último día del tercer mes, murió. Los médicos no se explicaban por qué, dado que el cáncer no había hecho metástasis todavía, pero la familia siempre lo supo, su esposa nos dijo que él no soportó la idea de la enfermedad y tomó como una certeza la posibilidad de la muerte, entonces se dio por vencido.
Allí maldije la muerte.

Mi tercera muerte

Esperanza era una palenquera que vivía en la misma cuadra de mi casa. Tenía dos hijos de un relación anterior con un hombre que la había abandonado a su suerte y a los que les había puesto un padrastro blanco como la leche, con ojos verdes rayados y un racismo exacerbado e incomprensible a todo nivel. Cada vez que el hombre se tomaba unos tragos, volvía a casa con un andar zigzagueante y una predecible necesidad de violencia, le pegaba muy fuerte y le gritaba que era una negra, una negra malparida, solo eso era, una negra malparida. Varias veces los vecinos intentaron intervenir para
calmar los ánimos, pero las veces siguientes fueron peores, entonces optaron por el silencio.
Una vez, le pegó tan fuerte, que la borrachera se le fue ahí mismo, y salió pidiendo ayuda a los vecinos porque Esperanza no respiraba. Al final bastaron los remedios de barrio pobre para traerla a la vida, un vasito de agua con azúcar, un envuelto de hielo sobre los moretones y unas untadas de Vick Vaporub en las protuberancias. Ella volvió en sí lentamente y se sentó con dificultad en el borde de la cama. Los vecinos aprovecharon y le preguntaron si quería poner la denuncia, o al menos echarlo de la casa. Ella nos contó que había tenido un tercer hijo que se había ahogado jugando en la bañera
mientras ella colgaba las sabanas que había estado lavando a mano toda la mañana. Cargó al niño durante horas y la policía tuvo que quitárselo a la fuerza para poder enterrarlo. Esperanza dijo que al menos cuando él le pegaba, ella sentía un dolor distinto al dolor con el que vivía a diario, que no se preocuparan por ella, que sólo era una negra malparida.
Allí me aterró la muerte.

Mi cuarta muerte

Fue un treinta y uno de diciembre, un par de horas después de las doce. En la
celebración familiar había pasado ya el fragor de la festividad y todos estábamos sentados en la terraza de la abuela. Los pequeños dormían en el regazo de sus padres o abuelos, los medianos escuchaban y los grandes contaban cuentos familiares con la gracia propia de quien cuenta un cuento que ha contado una y otra vez. En medio de las risas se escuchó un golpe seco, sin eco. Todos nos volteamos a ver con sorpresa, pero todo estaba igual, nada había cambiado, entonces siguieron conversando y rememorando historias trilladas. Cuando llegó el momento de levantarnos para dormir, mi hermano sintió una humedad viscosa en la mano que sostenía la cabeza de
su hija. Cuando le acomodó el cuerpo para ver mejor, vio que estaba empapada en sangre. En adelante, mi vista se nubló, sólo recuerdo voces, las voces de mi familia desesperada sin saber que hacer, la voz del taxista preguntando a cuál clínica, la voz de las enfermeras, la voz del médico que recibió el cuerpo ya sin vida, la voz del forense explicando que fue una bala perdida de las que disparan al aire para celebrar año nuevo, pero, sobre todo, y esta todavía me perturba, la voz de mi hermano diciéndome: ¿por qué no la dejé seguir jugando?
Allí me derrumbó la muerte.

Mi quinta muerte

Me gritaba una y otra vez que le entregara todo, y yo estaba aturdido tratando de entregarle todo, pero los nervios no me dejaban, entre más me revisaba los bolsillos menos encontraba qué darle, la garganta se me cerró y en un momento sólo atiné a subir las manos y bajar la cabeza mientras un relámpago me aturdió y sentí una picada muy fuerte en el pecho. Cuando levanté la vista, el sujeto iba corriendo hacia la moto que lo esperaba subida en el anden, el sonido al alejarse me devolvió el alma al cuerpo, así que recogí torpemente las cosas que se me cayeron y que no alcancé a
darle. Agradecí a todas las deidades, nuevas y antiguas, por haberme salvado de esta. Me juré que la próxima vez practicaría frente al espejo la forma en que debía de manejarme en un robo, dónde debía tener las cosas, si debía dejarlas más al alcance, le pediría que se calmara y le entregaría todas mis pertenencias con tranquilidad. Inclusive, si el valor me alcanzaba, podría hacerlo con una mirada enigmática tipo película de Hollywood. Me sacudí las manos y caminé en silencio entre personas que habían dejado la vista fija en el lugar donde casi me atracan.
Allí…

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