La bolsa azul de Ikea, el cesto de la Birkin y la malla de la compra de mi abuela.
Ya no tienes excusa para salir a la calle con tu bolsa azul de Ikea y que te vea la amiga más moderna ─aunque sea de pueblo─ y te diga: “Oye, creo que te has confundido, llevas puesta la bolsa de Ikea”. Y tú, tan satisfecha le contestes: “Claro querida, es la original. El que ha copiado ha sido Balenciaga”, dándote la vuelta melena al viento.
El diseñador georgiano Demna Gvasalia, marginado y pragmático como él mismo ha admitido, ha sido el que, sin querer queriendo, ha llamado la atención al sustraer de la cultura neo-pop actual un elemento tan reconocible como la bolsa azul de Ikea para inventar un bolso de grandes dimensiones que juega al trampantojo, porque hasta en el color es idéntico. El invento de Balenciaga, casa para la que trabaja Gvasalia, cuesta alrededor de 1.700 euros y está realizado con otros materiales más nobles, como diría el experto, pero tiene el halo de la bolsa Frakta de Ikea que, por 0,50 €, puedes adquirir en varios tamaños en la cola de la franquicia sueca.
Gvasalia, acostumbrado a vestirse con la ropa militar de la ex Unión Soviética o a mimetizarse con indumentaria de seguridad, llegando incluso a veces a ser confundido con uno de los trabajadores, hace gala de su historia personal (guerra, huída, abandono e incomprensión) y lo refleja en el estilo con el que quiere deconstruir a Balenciaga hasta límites insospechados. La realidad supera a diario a la ficción con creces. La democratización de la moda, o la vuelta a las viejas costumbres, llena los diarios. La vuelta de tuerca a los elementos más kitsch y desatendidos de nuestras casas son redescubiertos en las revistas de moda y decoración. Hace ya años que vienen dándole vueltas a la manta de ganchillo de colores (que hoy no puedes comprar por menos de trescientos euros, que los vale, simplemente por las horas empleadas en realizarla, si es que encuentras quien te la haga), frente a la competición contra la gama de grises entre el blanco y negro de la decoración nórdica, que está en su máximo apogeo. O lo que es lo mismo: viendo una casa ya has visto todas.
Yo abogo, llegado el caso, por el uso de las mantas de ganchillo y el disfrute de la colección de cerámica de la abuela, la de Lladró o la de cristal de Murano de nuestras madres. Porque, ante el impacto nórdico, debemos defendernos. El color siempre ha estado presente en nuestros hogares, con más o menos acierto, y la anestesia del diseño escandinavo invade hasta nuestros más secretos pensamientos. Parece, también, que han inventado algo que los demás hemos hecho durante décadas: los sábados de mesa camilla ─a falta de chimenea─, películas, café y magdalenas y lo han llamado hygge, desprovisto, eso sí, de lo que ellos creen tener, la calidez. Porque no hay algo menos cálido que un hogar sueco. ¿Qué será lo próximo, la siesta? Tanto hemos vuelto a mirar hacia atrás y tanto anhelamos lo nuevo, aunque venga revestido de fórmulas e ideologías de sobra conocidas y probadas, que hoy en día los resultados electorales y las tendencias políticas rivalizan con la pasarela. Si ayer el pop art y el arte kitsch invadían los hogares dándonos la seguridad de que formábamos parte del progreso económico y el bienestar, porque podíamos obtener sucedáneos del arte o porque esos mismos objetos comunes ya eran en sí mismos un ícono de poder adquisitivo, hoy son los diseñadores los que imitan las bolsas de la compra, ya sea la bolsa azul de marras, el cesto de mimbre de la Birkin, ─imposible dejar de pensar en ella como ícono de rebeldía, aunque recientemente se ha sabido que tampoco era para tanto─, o la malla verde para la compra de las abuelas, también de moda, en diversos colores, modelos y, en algunos casos, compitiendo con Balenciaga en precio.
Vuelven las bolsas de rafia, los cestos y llevar la bolsa de los humildes a la vista de todos. Pero que no te engañen, es un sucedáneo, no es natural, no es espontáneo. Unos correrán en dirección a Ikea y otros ostentarán su bolso de Balenciaga como ícono de poder adquisitivo, como guiño a la cultura de masas idealizando hasta sus últimas consecuencias el “todos somos iguales” al mismo tiempo que se lanza el mensaje de “yo tengo la copia de la bolsa y el valor que esto añade a la copia no es superado por el original”. Porque de lo que se trata es de perder un poco el norte en materia social y el buen gusto. La paradoja es que en 1981 Hermés le puso el nombre de Birkin a un bolso porque Jean-Louis Damas, presidente de la marca, coincidió en un vuelo con Jane y se le desparramaron sus pertenencias al meter su cesta en el compartimento de equipaje. Y no hay algo más clásico, burgués y práctico que un bolso Birkin.