Es el puto sueño: El año maravilloso del indie bogotano (Parte 1)

Eduardo Santos Galeano
El Enemigo
Published in
17 min readApr 3, 2019

Un investigador boliviano residente en Bogotá nos regala una rigurosa mirada sobre la efervescente y cada vez más diversa escena independiente capitalina antes del Festival Estéreo Picnic.

Nicolás y los Fumadores

Por Javier Rodríguez Camacho*

Este artículo comienza en un bar de Chapinero, de madrugada, sudando en una pista de baile, rodeado de jóvenes de toda clase, muchos de ellos estrenando el dígito dos. Un beat minimalista y elástico, medio trap medio vieja escuela del hip hop latino, sacude el recinto. Es el trampolín de un MC de acento bien local, que a pesar de su flow sencillo dispara con sofisticación. Comienza trajinando el usual repertorio del hip hop consciente vernáculo: la corrupción, asesinatos de activistas sociales, la alienación, la malicia indígena… La alarma de cinismo se me dispara y con ella la tentación de dar por anecdóticas la edad, suceso y estilo del autor del track, hasta que ocurre algo prodigioso. Llega el break y el bar entero se pone a corear el estribillo. “Colombia te amo, país de mierda.” País de mierda, país de mierda. Así unas cuántas veces, variando el remate por país hijueputa, de gente astuta, de gente bruta. El bar se las sabe todas. Un poco más apretujado, cedo terreno a la sorpresa: el disco no lleva ni un mes en la calle y ya puede causar esto. Por supuesto que en ese entusiasmo hay mucho de dialéctica y poco de fenómeno. Las nuevas generaciones descubriendo viejos enemigos para atacarlos con no tan nuevas armas, pero eso no sería sorprendente ni para bien ni para mal. En medio de esa deflación escéptica, nos cae un segundo estribillo: “Báilalo como si fueras de acá / tú no eres de allá, tu eres de acá.” Y de nuevo. Boom. El delirio es total. Se palpa una energía que trasciende la música, revelando una acumulación insólita. Esto no es una rumba ordinaria. Algo está emergiendo. Lo que sucede a mi alrededor viene cargado de verdad, tiene una fuerza implacable. Están coreando mucho más que el ultimo hit de un rapero cachaco. Es Santiago, 1986, y cantan “¿Por qué no se van?”. El D.F., 1994 y lo que suena es “El fin de la infancia”. La Plata en 2006 y son los ecos de “Amigo piedra”. Las divergencias artísticas y cronológicas se empatan en la perspectiva. Es historia tanto como presente intenso. Es cualquier noche de sábado en el anno mirabilis del indie bogotano.

No había salido de casa esperando una experiencia trascendente. Menos buscando indagar cuánto de cierto hay en eso de que Bogotá es la (nueva) capital panamericana de la música y cuánto se queda en slogan político — vicio inevitable desde que las industrias culturales se han vuelto parte de la agenda gubernamental. O eso es lo que dicen. De todos modos, me topé con algo más excitante. Y aunque no siempre con la intensidad de esa noche, con ha$lopablito y su epifánica “Colombia país de mierda”, es algo que me viene sucediendo a menudo. Escuchar el último disco de una banda indie local entraña una feliz sorpresa, igual que apuntarse a alguno de los conciertos que robustecen una oferta de directos cada vez más importante. Es una agitación que no es que hace tiempo no se diera por acá, simplemente es la clase de hormigueo creativo que ocurre a lo sumo una vez por generación. Un fulgor recubre los bares, pubs, cafés, discotecas, ensayaderos, estudios y salas del nexus artístico capitalino. En definitiva, algo está pasando en el indie bogotano.

Lo curioso es que las bandas que podríamos agrupar bajo el paraguas indie no son las que registran los informes y publirreportajes que celebran el momentum de la música colombiana. Esa suerte de pensamiento mágico que asegura que hay un Maluma potencial en cada esquina es apenas eso; wishful thinking, la reproducción naranja del evangelio capitalista. Sin embargo, cuando miramos a la escena independiente colombiana, tal vez con menos presencia en las cuentas macroeconómicas y sin el caché mediático de las giras internacionales que comienzan a hacer parada en Bogotá, nos encontramos con un microverso en fascinante ebullición creativa. Un grupo diverso y cada vez más amplio de artistas, gestores y audiencias que conforman una escena de intensa originalidad; conectadísima con las voces, temas y sonidos de la juventud global moderna sin por ello darle la espalda a lo que les es inmediato, propio y cotidiano. Una escena tan imbricada en su contexto que no se podría explicar lejos de las calles capitalinas, empotrada en la experiencia específica a ciertos barrios y bares, pero con una proyección extraordinaria dentro y fuera del país.

¿Puede, entonces, la próxima meca del indie latino estar en Bogotá? Los reflejos de cualquier cazatendencias lo harían mirar a Buenos Aires, Santiago, el Distrito Federal, o acaso Lima, en busca de ese sitio. Sería un error, ya que los viejos nodos continentales llevan años agotados, rascando el fondo de un armario lleno de viejas glorias. Los rostros cubiertos de acné y el desvergonzado cosmopolitismo de los nuevos animadores de la escena indie bogotana seducen, insinuando lo que su música pronto comprueba. Toda expectativa o prejuicio se desmonta de inmediato, ya que los shows, álbumes y canciones de estos grupos mezclan sin pudor ni perversidad estilos, códigos, formas, espacios, tiempos y lugares. El Brooklyn hipster de ayer con la Macarena mestiza de siempre, inglés de colegio privado con un habladito gamín que nadie diría es prestado, lo retro con fantasías futuristas del tercer mundo, un malditismo cultivado al milímetro con la perdurable educación de un niño de estrato alto, electrónica austera con jolgorio y verbena, misteriosas configuraciones sonoras con chistes nostálgicos para centennials, ínfulas cool con chabacanería criolla, ganas locas de parecerse a ese que vive al norte con un patriotismo tan genuino como inexplicable. El cóctel de contradicciones y abigarramientos, pues, que define a los colombianos en un paquete que suena como lo último y mejor del indie foráneo.

Una escena así de potente, en estadio formativo, ya sería algo maravilloso de observar, pero la madurez creativa con la que se presentan estos músicos es sensacional. En particular en 2018; año en el que un proceso de acumulación de al menos un lustro parece haber tocado su punto máximo, ya que unos pocos meses han dado lugar a una producción fonográfica prodigiosa. Una cosecha de álbumes fantástica por su abundancia y capacidad de retratar, primero, un país que atraviesa un umbral generacional, pero también una ciudad arrebatada por la fiebre de reconocerse súbitamente atractiva en los ojos de los otros. Obras como Guarever, Como pez en el hielo, Es el puto sueño o Cuánto más hemos perdido (yo ya perdí la cuenta) marcarían cualquier año en el que se editasen, descollando en el país o escena que fuese, pero que todos se hayan lanzado en un lapso de doce meses, en Bogotá, al calor de la escena independiente, tiene que significar algo más que un accidente probabilístico. Sin duda, es el fruto que señala la consolidación de un proceso organizativo que necesitaba este salto creativo para terminar de cuajar una escena tan precoz como madura. Más que el inicio de una nueva y fértil época en la música independiente de este país, estamos ante el baño de confianza que impulsa a la escena bogotana a postularse como el fenómeno renovador que el indie latino estaba esperando.

Nicolás y los Fumadores y el efecto Mac DeMarco

Un primer vistazo al conjunto de bandas indie bogotanas activas en 2018 sugiere inscribirlas en el árbol genealógico de Mac DeMarco. La sombra del canadiense es larga en Latinoamérica, donde ha tenido herederos tan notables (y a su modo originales) como Luca Bocci, Hawaiian Gremlins o Patio Solar. DeMarco es una figura deslumbrante por aunar un talento cancionista indiscutible con el carisma necesario para mantener el personaje afable y un tanto atolondrado que construyó (mostrando, de paso, un nada desdeñable instinto para el marketing). Aunque si algo explica su prolífica herencia, es su capacidad para actualizar el arsenal sonoro de un indie que parecía condenado a la obsolescencia. El éxito de Big Mac radica en haber reflotando esa tradición con un pie en el pasado (los suaves sonidos de las FMs americanas entre 1972 y 1984) y otro en el pop sintético (sus melodías se elevan sobre beats rudimentarios, aptos para bailarlos lentito o matar una tarde de bajón). A cimientos melódicos tan efectivos, DeMarco les aplica un barniz genial por lo irresistible: guitarras tratadas lo justo para invocar un videocassette desgastado, partes vocales desaliñadamente románticas y arreglos de sintetizadores calcados de la última rareza del pop japonés que YouTube ha desenterrado. Todo eso sin intentar falsear la artificialidad nostálgica que tal operación engendra. Al contrario, haciendo de ella la extravagante virtud que sostiene una broma privada inescrutable; un guiño cómplice en el que muchos de sus jóvenes fans reconocen facetas de su educación sentimental.

Después de ocho años de éxito, el destino de Mac DeMarco ya puede ser cualquiera, pero su huella está siendo tan extensa que no encuentra precedente hasta que uno retrocede a 2004, para recordar los crescendos populistas de Arcade Fire y cómo estos se expandieron por medio mundo. La progenie del canadiense es legión en toda América, Europa y quién sabe dónde más. El resultado de esa influencia es que hoy sea normal entrar a un bar en una noche indie y escuchar algo que se parece a Steely Dan o Harumi Hosono antes que a Jesus & Mary Chain o los Pixies. Por supuesto que hablamos de un estilo que jamás amenazará con desbancar al hip hop y sus mutaciones del pedestal de predilección juvenil, aunque a juzgar por la cantidad de adolescentes enganchados a ese sonido (Boy Pablo, Clairo, Yellowdays, Cuco), no parece que el efecto DeMarco tenga una fecha de caducidad demasiado próxima dentro del nicho indie.

Bogotá no es la excepción a este fenómeno, siendo Nicolás y los Fumadores el grupo de más alto perfil que uno podría señalar en el linaje cachaco del canadiense. El cuarteto, último avatar de unos jóvenes capitalinos involucrados en la escena hace ya un tiempo, se anunciaba a finales de 2017 con el muy DeMarquiano single “Corintios”. Ahí están, en efecto, el look de VHS baqueteado, las gorras y la onda slacker, el combo de flanger, chorus y reverb, y el ritmo lánguido característicos del canadiense y sus émulos. De ahí en más empieza a ser otra cosa. Por ejemplo, el timbre vocal evoca el fraseo ajuangabrielado de Cristobal Briceño, gran protagonista del boom del pop chileno durante la década pasada. Es una referencia que dice mucho, reafirmando la esencia local de esta música. Un arraigo que cuadra, sin estridencias, la especificidad del espacio bohemio bogotano y unas resonancias latinas en el sentido más amplio de la palabra. El aliño Chapi-Teusaquillero es para el que le guste. Es decir, las canciones de este cuarteto capturan una sensibilidad que emana de las tensiones que enfrenta cualquier veinteañero de clase media viviendo en una ciudad grande de Sudamérica. Sintetizar eso en música es un prodigio, hacerlo con universalidad ya un reto mayor, destilar todo bajo el prisma post-adolescente, zoomer, pop, el milagro que pone a Nicolás y los Fumadores a la cabeza de su cohorte.

Con las bandas de Briceño los bogotanos también comparten unas letras de pragmatismo cotidiano, que no desencanto o difidencia, alejadas del romanticismo que subyace la obra de Mac DeMarco. Por esa vía también se puede emparentar a Nicolás y los Fumadores con los primeros El mató a un policía motorizado, que intentaban encontrarle sentido a las sencillas existencias barriales de las que procedían, muy conscientes que la épica se salía de su alcance. Esto en contraste al extendido tropo rocanrolero del escape a la gran ciudad y sus posibilidades de reinvención. Atrapado desde el nacimiento en el tedioso gris de una ciudad moderna, descartado el sendero Waldeniano por anacrónico e incómodo (en los bosques no hay WiFi), las opciones no abundan. No en vano el romanticismo de las dos generaciones previas caducó y pasó factura. Articular ese inmediatismo de pequeña escala con equilibrio, sin caer en la resignación o el nihilismo, matizando la grandilocuencia implícita en cualquier ambición sin por ello parecer autoconsciente o pérfido, conquistar el fastidio para escribir la “Cuando seas grande” de tu generación… No es poca cosa. La clave está en que Nicolás y los Fumadores saben que funciona mejor construir canciones a partir de preguntas y elipsis, en lugar de perseguir grandes respuestas. Es algo que se evidencia en el contraste que plantean entre la cita bíblica que bautiza “Corintos” y unas letras ambiguas sobre la satisfacción de una situación desembarazada de pretensiones. Precisamente eso hace de “Corintios” un salvo de largada potentísimo, una declaración de principios rematada con maestría en cuatro minutos y medio. Un single de perfección inusual; la carnada pop que cualquier manager o A&R amaría y el ariete poderoso para derrumbar las puertas que haga falta.

No es casual, pues, que “Corintios” haya sido elegida para cerrar Como pez en el hielo, debut de Nicolás y los Fumadores en LP, editado en marzo de 2018. Como delatando la trabajada y extensa gestación del proyecto, la otra punta del disco es una contracara bien calculada: “Viaje submarino”, un luminoso tema pop dedicado a una pareja a la que simplemente se invita a fumar. Una travesía que no solo es metafórica. Si 2 y Salad days suenan a esos días estivales en los que el final de las vacaciones hace que la nostalgia sea tan inminente que colorea hasta los momentos de gozo, los tracks de Como pez en el hielo auratizan las lloviznas de media tarde, atardeceres despejados y noches de chamarra bogotanas. No es una descripción displicente. Hay cientos de situaciones en las que una pequeña obra pop como esta quedaría bien. Muchas carreras en el rock se han construido sobre menos que un intercambio nicotínico. Es más difícil de lo que parece dar con gemas de tan engañosa sencillez, incluso más resistirse a romper el ambiente con un toque de ironía. Ese gesto del cuarteto, imprevisible y valiente, es parte fundamental de su atractivo.

La de ese primer tema es un aura pop dulzona que se extiende a varias de las siguientes canciones, pero que se cortocircuita muy pronto desde las letras. Al fin, el que ofrece este cuarteto es un paquete agridulce, melancólico antes que nostálgico; de resonancias contemporáneas en su capacidad de eludir la ingenuidad a pesar de su profundo carácter juvenil. Con coloquialismos y escenas de inconfundible color local, las letras de los bogotanos reflejan el inexorable aburrimiento que marca la post-adolescencia en las grandes ciudades. Esos tiempos muertos en los que no hay más que hacer que salir a sitios igual de aburridos, aventurándose en la noche en busca de cualquier sensación, intentando siquiera inducir oportunidades en las que compartir con alguien ese vacío.

Cortes como “Me quiero ir” se enmarcan ahí. En esa parte de uno que autosabotea las ganas de dejar de perder el tiempo. En el deseo de ya no perseguir un antídoto al envejecimiento espiritual en la noche; neutralizando la conciencia y lo vulnerable de los sentimientos con lo primero que uno encuentre. El despecho y la fama son los extremos de una gama de sucedáneos mejores que el sopor de la rutina adulta — infalible en su capacidad de aniquilar la vida interior de cualquier ser humano. Esto es algo con lo que se pueden identificar muchos jóvenes en el mundo, aunque las canciones de Nicolás y los Fumadores indudablemente alumbran una nueva vía para que una generación de bogotanos canalice ese ennui. Es así que en Como pez en el hielo encontramos una música que les permite a los adolescentes bogotanos de clase media reconocer su sensibilidad en un mundo al que ahora tienen cómo hablarle en el mismo idioma, sin por ello anular su capacidad para capturar las excursiones nocturnas al centro o la surrealista cotidianeidad de una metrópolis tan tironeada entre temporalidades y discursos como la capital colombiana.

La desacomplejada relación de estos jóvenes con el pasado, al menos en su dimensión histórica antes que individual, se plasma en el vídeo de “Bailando triste”, segundo clip del LP. Aquí la metamorfosis de Nicolás y los fumadores es transparente. Los bogotanos pasan de un videoclip imitativo, con imágenes de archivo típicas de cualquier banda de rock indie, a uno de estética desempolvada de un programa de la televisión abierta latina en los noventa. Mientras la banda hace playback vistiendo trajes holgados, acompañamos al man que dejan plantado en una salida nocturna. Librado a su suerte, este intenta remediar el fiasco primero comiendo una empanada, luego bailando para amortizar el cover, lamentando a cada instante haberse dejado llevar. Es una propuesta sencilla, por no decir literal, pero bien ajustada al ethos de Nicolás y los Fumadores. Esto es, un sentido del humor ácido pero vuelto sobre uno mismo, que no subraya el chascarillo, dejándolo en el fondo de una escena del todo mundana. Cómico como lo es la cara de Buster Keaton, sin reacción ante la zozobra, gracioso por su estoico abrazo a la grima, al mejor estilo de Neil Hamburger o Tim Heidecker. En ese clip, prologado por unos versos de Nicanor Parra, se hace evidente que Nicolás y los Fumadores se ha reconocido a plenitud, entendiendo qué es lo que quieren decir y cómo hacerlo funcionar. Han encontrado, pues, su estilo y espacio en ocho canciones y poco menos que un año. Se han definido como banda, artistas y potenciales primeras espadas del nuevo indie bogotano, y hasta donde uno puede ver, están cómodos con eso. Por diseño o accidente, en tiempo récord, han llegado justo a donde tanto querían llegar.

2018, un año definitivo para la escena

La siguiente banda en este improvisado árbol genealógico podría ser Sobrevolar. Este cuarteto, dueño de un sonido de trazas más ensoñadoras que los pop-realistas Nicolás y los Fumadores, se conecta a Mac DeMarco por el camino de Homeshake, a quien han sabido versionar en vivo. Sin embargo, lo que ofrece Jardín Celofán, el EP que editó Sobrevolar en 2018, se mira más en el indie pop clásico, con estructuras melódicas y arreglos que recuerdan la sofisticación de Grizzly Bear y Dirty Projectors, o lo que habría grabado Gustavo Cerati si su adolescencia la hubiese marcado el catálogo de Captured Tracks y no 4AD. Lo de Sobrevolar es más refinado que el resto de sus pares en cuanto a forma y conceptos, derivando en un pop resultón y que en ocasiones ha conseguido funcionar masivamente en el continente (Porter, Zoe, Furland, Banda de Turistas, Bicicletas). Lo que renueva e individualiza a Sobrevolar son detalles de producción que invocan el R&B contemporáneo (“Púrpura”, “Lapso”), delineando un terreno sonoro en la intersección del pop y lo underground, imaginando para Sobrevolar un papel no del todo distinto al de unos Tame Impala bogotanos.

No fueron la única banda que usó un EP como tarjeta de presentación en 2018. La lista es larga y diversa en cuanto a sus variaciones sobre el discurso indie. Por ejemplo, si Sobrevolar cultiva un romanticismo etéreo y atemporal, Encarta 98 plantan su bandera sin ambivalencia, llamando a los que supieron salvar tareas escolares gracias a esa enciclopedia electrónica. Aunque ese guiño a los zoomers y millennials tardíos nos hace esperar un proyecto vaporwave o future funk, lo suyo es ortodoxia indie. En efecto, las cuatro canciones de E://98 se conjugan en el sonido jangly pero nebuloso de bandas inglesas como The Field Mice, The Wedding Present o Black Tambourine — una movida finiquitada mucho antes que cualquier músico sub-30 entrase a la escuela. Eso sí, ese pop distorsionado y veloz, introspectivo y tarareable, nunca ha perdido vigencia en Latinoamérica. A rebufo de los ruidistas regiomontanos y platenses, el predicamento del estilo en la capital colombiana demuestra que la escena bogotana no surge en el vacío. Los enlaces con Atrás hay truenos (Argentina), Los Mundos (México) o El cómodo silencio de los que hablan poco (Chile) son tan claros que varias de esas bandas han visitado Colombia en meses recientes. Esta querencia es tan transversal que, de hecho, el garage rock de Las Yumbeñas tiene más en común con ese noise pop sensible que con las hormonales explosiones proto punk que uno suele asociar con el género –un filamento tan anacrónico y sexista como el cable de guitarra que une a The Sonics y The Hives, del que están felizmente a salvo los proyectos under capitalinos.

Visto el tirón del punk en Bogotá, no sorprende que la escena underground e indie tengan una frontera tan porosa con ese género. Quizás esa naturaleza multivalente sea la que propicia que el cruce de noise, garage e (indie)hardcore capitalino alumbre tantas anomalías. Esto es, propuestas transgresivas a la uniformidad anquilosada del punk de cresta, covers de Eskorbuto y No Future. Una música queer, mestiza y destartalada, punk por la fuerza de sobreponer la expresión visceral a consideraciones técnicas, estilísticas, comerciales o ideológicas. Proyectos como Los Maricas, The Kitsch, NERDS, Los Pirañas, La Hermanastra Más Fea, Los Niños Telepáticos, Hermanos Menores, Tristán Alumbra o Los Pistoloss — varios de estos últimos más cerca del stoner rock o hasta el post-hardcore que del punk con el que tan a menudo se entrecruzan –, se suman a Las Yumbeñas para configurar los principales puntos de articulación del indie bogotano con espacios de experimentación formal, resistencia interseccional, pachanga, intimismo y militancia callejera; todo para enriquecimiento de los segmentos menos dogmáticos de tales cuarteles.

Stallone, como Las Yumbeñas una banda de predominancia femenina, se desprende de un ramal parecido. Este trío de bogotanas, que en 2018 debutaron con un EP autotitulado, se sitúa más cerca del dream pop que del pop ruidoso de Encarta 98. Incluso por momentos rozando el slowcore, Stallone eligen edificar sus temas con una parsimonia que recuerda a Pop Crimes o So tonight that I can see. Esas reverberancias post-punk, órficas y de tonalidades a veces góticas, se perciben también en otras bandas emergentes, que en su música captan la cara opresiva de una ciudad que lo puede ser con auténtico ardor. Es el caso de Babelgam (aún inéditos) o Bliss, que debutaron en 2018 con Deimos. Asentados en unos preceptos sonoros que hacen de la austeridad un credo, Bliss combina con destreza punteos a lo The Cure, una rítmica baggy inédita en estas latitudes desde el fin de los Martes Menta, trances prog, y la particular poesía urbana de Luis Alberto Spinetta, engendrando unas travesías sonoras que no por intricadas olvidan resolverse como canciones.

Es una carga genética que también comparten Quemarlo todo por error, si bien en el caso de este cuarteto la complejidad estructural e inclinaciones psicodélicas las reemplaza una proximidad a un muy distintivo rock indie estadounidense de mitad de los noventa. Siendo específicos, el de Mineral, Rainer Maria, American Football, grupos que algunos etiquetan como emo, si bien se hermanan en el tratamiento delicado y frontal de sus peripecias sentimentales. Esa apuesta por retratar de forma honesta las cuitas amorosas de la primera edad adulta aproxima a Quemarlo todo por error a sus pares del sello chileno Piloto (Niños del Cerro, El cómodo silencio de los que hablan poco), por cuanto evitan la mueca socarrona con la que Nicolás y los Fumadores desmantelaban sus incursiones en esos terrenos. Así, las letras de Quemarlo todo por error apuntan a una escala personal, sin mayores metáforas. Intensas por primigenias, procesando las penas del corazón aún con la perspectiva de los primeros amores, sus composiciones tienen un candor en el que se reconoce cualquiera. Esto no quiere decir que la vulnerabilidad les sirva como licencia para el llanto y la conmiseración (de eso se ocupan sus compadres Distimia Agorafóbia en Afugias). Al contrario, hay algo en el fondo de estas canciones que sabe dimensionar el fatalismo. La portada de un disco titulado Cuánto más hemos perdido (yo ya perdí la cuenta), decorada con un arcoíris sobre un atardecer barrial bogotano, lo dice todo.

Aunque la uniformidad estética del LP tiene mucho de los garabatos de un colegial en su primera tusa, cuando Quemarlo todo por error cogen vuelo, son otra cosa. Las canciones más bellas del disco, “Ey nena” y “El tiempo perdido”, son mellizas en estructura, sonido y mensaje, además de estar en perfecta sintonía con la imagen elegida para la portada del álbum. En “Ey nena” se frena la hemorragia despechada con un abrupto cambio a la mitad de la canción, cuando un nuevo riff alumbra de repente y se abre el camino a un lugar mejor. Ese latigazo de sobriedad reemerge en “El tiempo perdido”, ahora espoleando la canción entera. El poso nostálgico, impropio para el que lleva en la vida adulta menos años que dedos en la mano, se clausura con un alegato por el hedonismo de los placeres simples: fumar, caminar por la ciudad, patinar sin rumbo… Es un remedio a esa suerte de desolación post-millennial sudaca cuya elección conecta al indie bogotano con la escena mendocina, grandes referentes continentales en la última parte de esta década. El que comparten es un fondo común en sus amenazas y alivios: los amigos como única filiación, las tardes aniquiladas entre cigarrillos, pastillas y cervezas, el absurdo random del internet como escape al sinsentido autodestuctivo de una juventud en la que el tiempo perdido es goce y castigo, la abrumadora inminencia de un futuro igual de desangelado… Las nuevas generaciones y los viejos enemigos, ya lo sabemos. ¿Hace falta preguntarse porque esta generación de creadores bogotanos (por no decir latinos) ha decidido retratar sus días en las tonalidades de la melancolía?

* Critic-at-large en Tiny Mix Tapes (EE.UU.). Boliviano residente en Colombia desde 2016.

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