Es el puto sueño: El año maravilloso del indie bogotano (Parte 2)

Eduardo Santos Galeano
El Enemigo
Published in
10 min readApr 4, 2019

¿Está la cuestión realmente entre Ha$lopablito y Aguas Ardientes? Les presentamos el segundo apartado de esta inmersión en la escena independiente rola.

Por Javier Rodríguez Camacho*

@camicam19

Si somos capaces de hablar de cromatismos sentimentales en la música indie bogotana, es porque las bandas de la escena están componiendo canciones. Lo que es una forma pedestre de decir que se están midiendo con la forma, buscando comunicar, dedicándole tiempo a las letras e ideas sobre las que formulan estas obras. Y si Quemarlo todo por error y Nicolás y los Fumadores alcanzan cuotas importantes en ese apartado, las mejores letras de la movida independiente bogotana pertenecen a Aguas Ardientes y ha$lopablito. Estos artistas, tan similares en el fondo como opuestos en la superficie, son autores de los dos discos más rotundos en su concepto y acabado de 2018: Guarever, esperado debut en largo de Aguas Ardientes, y es el puto sueño, también primer registro en formato LP de ha$lopablito. Los dos, discos tan de ardiente actualidad como con olor a historia, son triunfos primerizos de los que la crítica anglosajona gusta describir como fully formed. Traduciendo, la versión más pura y definitiva de lo que estos artistas son y quieren decir. Un fogonazo del ahora que por singularidad e ímpetu trasciende tiempos, espacios y estilos.

Una rareza por duración y formato, desinteresado en pasarse por otra cosa que no sea ese objeto alguna vez llamado disco, Guarever es un álbum parido por el amor a la mugre que se asoma bajo los adoquines bogotanos. La pieza tan autoral como hechiza de unos locos cuya madeleine es ser asaltado en Transmilenio; una obra posible solo tras fermentar en el delirio y precariedad de una urbe del tercer mundo, forjada en el invencible laboratorio artístico que es la jauja de pobres. Un disco que se puede permitir la bravuconada de abrir con “Bogotá”, una magistral canción de amor y odio a esta ciudad. La maravilla con la que Aguas Ardientes se inscriben en la tradición grande de artistas que le han compuesto a esta capital. Un himno con el que reirán extranjeros, entre absortos y desconcertados, sin explicarles más, pero que no se puede disfrutar desde la entraña si nunca te ha parado un ñero para pedirte algunas monedas, has sacrificado un tobillo corriendo tras el SITP o te ha bañado un motociclista con el lodo de un sumidero de la Séptima. Por eso mismo, “Bogotá” es un prisma y no un tubo de ensayo; un catalejo cuyo cristal ha transformado en diamante la presión, altura y frío capitalinos.

Que semejante apertura no ensombrezca el álbum ratifica la talla de este Guarever. Un disco latino en el sentido clásico — esto es, que podría haberse grabado en esa era dorada continental que va de 1984 a 1998. ¿Cómo así? Primero, no queriendo estar a la última ni disfrazarse de universal. Conjurando, en cambio, la iconografía transtemporal de lo latino, con sus cantinas y lupanares, prostitutas, duendes y aparecidos, crimen y violencias cotidianos. Folclórico no por autóctono, sino porque la música recoge despachos de realismo urbano sin tragedia ni idealismo. Chirri-folk igual que naco rock. Lo mundano de la noche contado con conocimiento de causa. Infinitos cambios de estilo e idioma, del blues a la jerga piroba, de ahí al inglés y la música patrimonial; el rock y su vocabulario como argamasa contingente. Para más señas, el sampleo analógico, falsificación, reapropiación y hurto con los que nos construimos a diario los latinos, pero en música.

Precisamente, son las premisas fundantes de ese meta-estilo que predicaron Mano Negra, la Sarita, los Tacvbos y hasta los Aterciopelados. Claro, la postura política glocalista ahora ya no habla del Subcomandante Marcos, sino del privilegio hetero-cis. No es el único cambio, ni el más importante. Las formas del rock latino y su discurso adquieren otros matices aquí y ahora. Más en el caso de Aguas Ardientes, que las resignifica en oposición a su contexto. No hay intención de exportar un retrato bonito, que MTV pueda difundir, sino de resaltar lo vulgar y ordinario de nuestro ser. De ahí que las canciones de Guarever tengan más lujuria y blasfemia que sentimientos edificantes. Lo que no es lo mismo que enfrentar la experiencia bogotana a un espejo deformante, pues Aguas Ardientes creen atinadamente que son esos rasgos poco halagüeños los que hacen genuino al bogotano. Esa nariz que estropea el rostro que juras que pasaría por europeo, el saludo desdeñoso al vigilante que se sabe tu vida mejor que nadie, los juguetes sexuales que escondes y la sirvienta comparte a su grupo de Whatsapp, el voto por Petro con el que te persignaste en la última elección, las visitas a los alojamientos de Lourdes con tu compañero de trabajo, el trago adulterado que compras para invitar en las novenas, etc.

Todo eso se celebra en Guarever, desencadenando una confluencia de contradicciones en la que sabrán reconocerse bien los bogotanos, aunque también la clase de cochambre que les gusta a muchos gringos. Vaya paradoja. Esa música de, por y para una juerga sabrosona, de chichería y burdel, de igualación social por la ruta del vicio, es para muchos la gasolina de demasiadas noches de desenfreno. Para otros se trata de un caos de intertextualidades y alucinaciones deconstruibles; droga dura para críticos, académicos y otros intelectuales. ¿Una paradoja más? No exactamente. La capacidad polisémica de esta música es lo que nos invita a postular Guarever como la primera obra mayor que ha dado la escena independiente bogotana en años. Es posible que la única de esta generación. Y si bien Como pez en el hielo es un muestrario más representativo de lo que se vive en la movida indie bogotana en este instante, no sabemos si la cronología larga del rock local le reservará un sitial de resalte. Puede que Aguas Ardientes se supere o transforme, pero la descomunal, exquisita, desafiante y aterradoramente seductora marca que con Guarever han dejado en la música de la capital, sin duda perdurará.

Ha$lopablito, el outsider

¿De verdad vamos a meter a ha$lopablito, un rapero, en la escena indie bogotana? ¿Pudiendo hablar de bandas de Medellín más afines, como Margarita Siempre Viva? Enumeremos las razones para intentarlo. Primero, por indie aquí entendemos una estética y una ética antes que una forma de producción. Ni hablar de un dialecto o coordenadas sonoras. Entonces, no por copiar a The Strokes uno es indie, y bien lo puede ser haciendo acid jazz o desde un sello grande. Segundo, por los ámbitos que comparte ha$lopablito con casi todas las bandas que hemos destacado aquí. De hecho, tiene un excelente track junto a Quemarlo todo por error. Tercero, porque en la sólida escena hip hop colombiana ha$lopablito es un outsider. Incluso nos lo podríamos permitir como una licencia literaria, buscando rematar un artículo que comenzó con él. Da igual. La verdadera, única y suficiente razón para hacerlo es que es el puto sueño es el otro disco de época que ha germinado en el nicho indie en el último año. Piensen lo extraordinario que es esto. En el lapso que va de 1985 a 2000, el rock colombiano solo produjo dos álbumes de esa talla: Orden Público y El Dorado. Así de fenomenal fue 2018 para la música independiente bogotana. ¿Vamos a dejar fuera a ha$lopablito solo porque el tipo no toca una guitarra eléctrica?

Sin ir más allá de la superficie, el paralelismo entre ha$lopablito y Nicolás y los Fumadores es sobrecogedor; “todo me suena igual” es “Corintios” en otro idioma. El cachaco es el rapero llamado a tomar el relevo generacional y aggiornar los sonidos de la escena rapera, destilando la experiencia de los post-adolescentes capitalinos en su trap. El humor autoreferencial, ese vacío medio tristón y los localismos (Tostao, Carulla, D1, TMs, Pokersaurios, Yerri Mina, arroz con huevo, ICETEX)… Son indicios para construir el argumento, no incorrectos tanto como insuficientes. Lo mismo que eso del ‘trap polìtico’ con que han etiquetado a ha$lopablito. Es cierto, todo eso está allí, pero es trivial. Si hace falta alguna referencia para comenzar a deshebrar este álbum, la encontramos en Kendrick Lamar. No por las formas ni por el estilo, sino por ambición, perspectivas de impacto generacional, visión y esclarecimiento artístico. Por ser, pues, la clase de artista que suele emerger una vez por generación. Eso sí, el K-dot de good kid, m.A.A.d. city o antes. El disfrutable, pop y rompedor, no el duro de digerir que rapea como un speech de Obama. Sin el gran esquema de los álbumes conceptuales del angelino, es el puto sueño no es menos. Al revés, se trata de la más efectiva proclama que emite bogotrap bajo el reinado de ha$lopablito. Un pregón en el sentido más puro.

Igual que Lamar, en su álbum debut ha$lopablito está consciente de lo que representa, de la historia y tradición a las que se conecta y enfrenta. Y si ya merecía el bronce por transfigurar ese “qué” tan colombiano en la versión latina del “trá” peninsular o el “skrrrt” de Atlanta, ha$lopablito logra algo muchísimo más importante en este LP. Veamos: consigue que el flow Migos anule las limitaciones fonéticas del castellano para la rima. Luego, con una producción de primera (vanguardia que comparte con Crudo Means Raw), propone una promiscua mélange de alta y baja cultura, de prédica política y referencias intelectuales, de chistes, reclamos y seducción. El rapero toma las armas contra todo y todos, y sale bien librado; en buena parte gracias a su personalidad, a esa inasible star quality que le da sentido a una producción tan desmesurada. En es el puto sueño hay pop, denuncia, balada, boasts, freestyles, ortodoxia trap, salsa, cumbia, g-funk (“narcofake”), un interludio tribal y hasta algún espectro merenguecore (“gusto culposo”). La ciclotimia meteorológica bogotana aparece como símbolo ya desde esa “tráptara” que, como inaugura el disco, resuena en la frecuencia de Siembra del enorme Rubén Blades. Esa es la escala de la que estamos hablando. Así es, es el puto sueño no solo es un hito local y nacional, restringido a una escena o nicho, sino que se yergue como el disco renovador del hip hop sudaca que estábamos esperando desde Dónde jugarán los cueros de Whitest Taino Alive.

Con ha$lopablito rumbo a Europa para participar en uno de esos festivales lanza-carreras, la tentación de predecir un final feliz es grande. Fácil, le ponemos un rozón al Mercedes que deseaba el rapero. El puto sueño, ni más ni menos. The world is yours. Se acabó eso de contar Gaitanes para poder almorzar. A “traptará” le seguirá su “Juicy” y a eso un featuring con una de esas estrellas que amontonan Grammys. Claro que asumir esto implicaría que no hemos rascado lo suficiente en la música de ha$lopablito. El chico que anda to’ crazy porque estudia arte no será J. Balvin ni Residente. Ni Kanye, ni Drake, ni Future, ni C. Tangana. ¿Qué hará ahora ha$lopablito? Lo excitante e imprevisible de esa pregunta testimonia la inmensa promesa del debut de este joven trapero cachaco.

Hasta el año 3000

¿Cómo termina este artículo? ¿Hablando de las extrañas pintas de los hipsters bogotanos? Llevan capas tan tectónicas como epistémicas, combinando el look Urban Outfiters con cosas de la tierra y accesorios imprescindibles para sobrellevar la lluvia y el frío. No. Es frívolo y tal vez un mal chiste. Salgo por pistas. Voy a más fiestas, a más conciertos, tratando de encontrar otra chispa… y ahora me pasa al revés. Los paraderos de autobuses, parques y tienditas de barrio me recuerdan a estas bandas mientras camino por la ciudad. El sermón visionario de ese hombre que, un domingo de septimazo le arranca profecía a los presets de su teclado, me suena a Los Pistoloss y su delirio a caballo entre el space rock y el stand-up. Dejo de ir a conciertos para tomar distancia y escribir esto, pasan las semanas y sigo dándole vueltas. Nada funciona.

¿Mirar al futuro? Ya hemos arriesgado bastante en un texto que ni es anuario ni es historia crítica ni catálogo razonado. Una salida desgraciada, que sería cínico tomar, se descubre tras el atentado a la Escuela General Santander. El horror nos permite matizar algo del optimismo de este texto, que sin querer estaba comprando una narrativa incompleta de Bogotá y Colombia. Ningún sitio puede encarar su futuro sin resolver todo el peso de su pasado. Entiendo mejor la bruma que cruza la música de la nueva escena indie bogotana. Estos jóvenes miran a su país no con desazón, sino con la cautelosa incredulidad del que sabe medir su entusiasmo ante las puertas abiertas. Una muy brillante luz al final del túnel también puede quemar. Es lo que toca.

Es más, el símil del umbral generacional que ensayamos hace muchas líneas, no es del todo cierto. El entorno no se está acomodando para favorecer la emergencia de estos nuevos actores — políticos, sociales, artísticos. Eso sí, los jóvenes no se van a quedar contentos con tal arreglo. Incluso a pesar de ello, se harán un hueco suficiente para colarse al otro lado del metafórico umbral. Con esa estrategia, en el espacio que les corresponde, están logrado que las trabas de siempre dejen de estorbar. Sea organizando sus propios festivales, gestionando sus sellos y medios, o en las movilizaciones estudiantiles del último trimestre de 2018, el impulso es idéntico. Es revelador que la actitud de estos artistas sea desenfadada pero no irónica, que no le rehúye al compromiso ni sea escapista. Su obra busca un balance entre la risa ante lo inevitable y una voluntad creadora que hasta se podría plantear en los términos de la ambición. La historia de la fuerza imparable y el objeto inamovible. Dialéctica y no fenómeno.

¿Vamos a cerrar, entonces, en un arrebato de sociología espontánea? Ni de broma. Tampoco en una nota depresiva. Después de tanta rumba es natural un poco de bajón, hasta de resaca. Que nadie se engañe por eso, la escena indie en Bogotá desprende la misma electricidad que Laptra en 2007, o el pop chileno de Quemasucabeza cuando se infiltraba en Hispanoamérica al despertar 2010. Esto solo puede ir a más. Y así es como este artículo termina. En una celebración de cumpleaños, en una casa de La Soledad. El improvisado after del show que abrió este texto, y que se extenderá hasta la tarde del día siguiente, lechona y polas de por medio. Todavía con los humores de la pista de baile encima. Un festejo privado por el año maravilloso del indie bogotano. Y esa es una afirmación que hacemos con reserva. Pueden ser las sustancias y el cariño desarrollado por una ciudad difícil, a la que comencé a querer precisamente ese fin de semana. Puede ser el efecto observador y que nadie sepa de estas bandas fuera de aquellas cinco manzanas en Chapinero. Puede que esté intentando inducir una profecía que se cumple a sí misma… Pero los discos están ahí. Como los shows, festivales y eventos. No hace falta decir más. Cuando trajeron la torta yo seguía en el bar de Chapinero, con ha$lopablito o Quemarlo todo por error. Y cantamos el “Cumpleaños feliz” al estilo colombiano. No se lo dije a nadie, pero puesto a contar en calendarios, pensé en este anno mirabilis. Y repetí: Que los vuelva a cumplir. Que los siga cumpliendo. Hasta el año 3000.

* Critic-at-large en Tiny Mix Tapes (EE.UU.). Boliviano residente en Colombia desde 2016.

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