De la Esperanza: Tratado sobre su Doble Filo
“Ella danza entre la luz y la sombra, y no sabe amar sin herir.”
(Fragmento del Derviche Anónimo)
Nunca había conocido a alguien alérgico a la esperanza.
He conocido a escépticos, a cínicos, a devotos del fracaso, incluso a quienes usaban la ironía como escudo contra el dolor. Pero hoy he escuchado, con atención profunda, a alguien que no solo desconfía de la esperanza: la evita como a un veneno suave. No la niega con altivez, sino con una humildad punzante, como quien ha sido herida muchas veces por su filo más invisible.
No fue una conversación amarga, sino serena. Casi amorosa. Como si ese rechazo no viniera de la rabia, sino de una comprensión más oscura, más vieja, más íntima. Dijo que la esperanza puede ser una cárcel disfrazada de horizonte, que puede adormecer el alma con promesas que la alejan de su fuego presente. Que puede mentir dulcemente, mientras el tiempo real — el único que nos pertenece — se escurre entre los dedos.
Después de escucharla, no pude responder con certeza. Solo supe que algo dentro de mí se movía. Como si mis propias certezas sobre la esperanza, que siempre consideré virtudes, hubieran empezado a crujir. No para caer, sino para abrirse.
Por eso escribo ahora.
No para refutarla ni para justificarme, sino para pensar más hondo. Para mirar de frente eso que siempre veneré. Para ver la esperanza no como idea santa ni como ilusión profana, sino como lo que es: una fuerza viva, ambigua, antigua. Tal vez divina, tal vez peligrosa.
Lo que sigue es un intento — orante — de desplegar los pliegues de esa emoción que llamamos esperanza. De su filo brillante y de su filo oscuro. De lo que creía saber… y de lo que ahora apenas comienzo a intuir.
En el nombre de Aquél que insufló al barro aliento, y cuyo silencio funda el universo, sea dicho esto sobre la esperanza (spes), esa llama que ni la razón puede negar ni el corazón puede apagar. ¿Qué es la esperanza sino una espada de doble filo? ¿Es bálsamo o veneno? ¿Es una guía celeste o un espejismo del alma errante?
A esta cuestión nos atrevemos — como se hace con la rosa que guarda espinas — , sabiendo que la esperanza consuela, pero también condena; edifica, mas también engaña.
Se responde que la esperanza no es mero deseo ni anhelo vano, sino tensión del alma hacia un bien futuro difícil pero posible. Santo Tomás diría: “La esperanza es el movimiento del apetito hacia un futuro bueno, difícil, pero posible gracias a la gracia.” Pero esa “posibilidad” no es certeza, ni seguridad de posesión, sino promesa sin garantía.
Así, la esperanza no es descanso, sino vigilia. No es tener, sino caminar. Ella se parece al farol encendido en la tormenta: no disipa la lluvia, pero impide que el viajero se pierda por completo. Sin embargo, el farol — como el faro en la costa — no es destino, sino advertencia. Marca un rumbo, pero no debe ser seguido hasta su origen, pues encallaríamos contra las rocas que intenta evitar. La esperanza, entonces, orienta sin prometer llegada, alumbra sin absorber. Por eso es virtud cardinal… y tentación velada.
Llamémosle el rostro solar.
Porque así como el sol no necesita ser tocado para calentar la tierra, la esperanza — en su forma más pura — irradia sentido sin exigir prueba. No impone certezas, pero hace posible el movimiento. Es rostro solar porque da sin poseer, porque su luz es don sin garantía, claridad sin detalle. No nace del mundo, sino que lo transfigura desde dentro, como lo hace el amanecer con un paisaje ordinario.
En este aspecto luminoso, la esperanza se manifiesta como fuerza generativa del alma: fecunda incluso el desierto, sostiene cuando todo lo visible se ha retirado. Es la virtud de los mártires, que mueren por una verdad que no verán florecer. De los poetas, que cantan sin promesa de eco. De los enamorados, que construyen sin saber si serán correspondidos. De los peregrinos, que caminan sin conocer el mapa, solo por la dirección del corazón.
Es la que dice:
“Aunque el fruto tarde, aún plantaré el árbol.”
Es la que alienta a quien ha sido abandonada por todos los signos, a confiar en lo que no se ve.
El sufí diría:
“Aunque mi Amado no me llame, mi canto no cesará. Pues en el cantar está ya Su rostro.”
Este lado brillante de la esperanza es creación. Es el arte que no pregunta por su mercado, el hijo que nace en medio de la guerra, la fe que persiste cuando el templo ha sido arrasado. En este sentido, la esperanza es amor dirigido hacia el futuro. Una forma de fidelidad a lo que aún no ha nacido.
Mas la espada corta también al portador.
Hay una esperanza que no alienta, sino que distrae. Una que no nos acerca al bien, sino que nos retira del presente. Esta es la esperanza como fuga, como aplazamiento del dolor verdadero. Es la que promete lo que no puede cumplirse, la que seduce al alma con sueños ajenos a su destino. El demonio no siempre habla con voz de ira: a veces susurra con promesas de “ya casi”.
Esta esperanza es idolátrica. Reemplaza al ser con el espejismo. Es la que mantiene al esclavo soñando en cadenas, diciéndole que mañana será libre si hoy no se rebela.
El sufí advertiría:
“Teme a la esperanza que te duerme más que al miedo que te despierta.”
Este lado oscuro no es menor. Es una enfermedad dulce, una lentitud del espíritu. Es la venda que impide ver que la fe sin acción es un eco, y que la espera sin movimiento es una trampa.
No se rechaza la espada por ser peligrosa: se aprende a empuñarla con discernimiento.
Pero hay también una esperanza que no llega. La que se demora más allá del tiempo posible. La que uno invoca con todo el fuego del deseo, como a un genio antiguo, y aun así permanece muda, sorda, ausente. Es cuando el alma descubre que no toda súplica es escuchada, y que algunas puertas estaban cerradas desde antes del primer paso. Esa esperanza no solo hiere: marchita. Porque no se rompe con estruendo, sino que se desvanece lentamente, dejando tras de sí el sabor amargo del autoengaño. Entonces comprendemos que no todo juego ofrece un verdadero chance de ganar, y que hay trampas dispuestas con elegancia. Y allí, en esa caída sin red, la esperanza puede convertirse en traición: no por maldad, sino por haber nacido donde no debía.
La esperanza verdadera, la que es virtud, es aquella que camina con los pies en la tierra y los ojos en el cielo. No promete, sino compromete. No espera salvación: la engendra. Es sabia porque sabe perder, y aún así sigue. No oculta el dolor: lo transfigura.
El alma ha de preguntarse cada día:
“¿Esta esperanza me despierta o me adormece? ¿Me hace amar lo que es o huir de lo que temo?”
Y si la respuesta es despertar y amar, entonces ese filo es justo. Entonces, aunque corte, cura.
Quizá por eso hoy comprendo mejor a aquella que, con dulzura lúcida, se mantenía lejos de la esperanza como quien se aleja del fuego que una vez la quemó. No para negarla, sino para no olvidarse de sí. Tal vez ella no había renunciado del todo, sino que había aprendido a mirar a la esperanza desde la sombra, desde el reverso de su filo. Y yo, que antes solo veía la luz, ahora camino más atento también al corte. No más ciego, sino más entero.