La ceguera de lo maravilloso
A veces despierto con un sobresalto leve, como si un eco — una voz de otro tiempo — rozara el alma en su rincón más vulnerable. No siempre sé por qué. Solo sé que algo dentro de mí, una fibra fina y temblorosa, teme.
No a la muerte. No al dolor.
Teme a la ceguera.
Esa ceguera sutil, callada, que no arranca la vista de golpe, sino que cae como un polvo invisible sobre el cristal del corazón y lo empaña sin violencia. No es una oscuridad total, apenas lo justo para velar la mirada… para hacernos olvidar la maravilla que nos rodea.
Y lo más trágico es que no se trata de una flor destinada a florecer y marchitarse. No.
La maravilla del ser — la que habita en nosotros, en el otro, en lo que simplemente es — no muere.
Es inmortal.
Está siempre ahí, intacta, esperando ser vista.
Pero nuestros ojos, acostumbrados, son los que se duermen.
Temo — y lo confieso como una oveja que pierde de vista a su pastor — al instante en que dejo de ver lo maravilloso.
En mí.
En ti.
En los gestos diminutos que hacen de la vida un lugar habitable.
En las manos que alcanzan sin pedir.
En las palabras que cuidan.
En las presencias que no hacen ruido, pero sostienen el mundo.
Hay un momento — siempre lo hay — en que la luz deja de ser luz y se convierte en norma.
Ya no deslumbra.
Ya no brilla.
Se vuelve fondo. Rutina.
Y en ese silencio del asombro, la belleza — que antes latía como un milagro — se nos escurre entre los sentidos, como un perfume al que ya no prestamos atención.
Pienso en las sonrisas que me fueron ofrecidas sin motivo.
En la ternura que llegó sin condiciones.
En la espera paciente.
En el café servido con detalle.
En la voz que suaviza los bordes del día.
Pienso en todos esos actos de amor que llegaron sin anuncio, como ofrendas suaves, como maná invisible.
Y me doy cuenta de lo fácil que es dejar de ver.
Porque lo constante se vuelve invisible.
Porque el alma, como el ojo, se adapta a la luz… hasta olvidarla.
¡Qué tragedia tan silenciosa!
No es que perdamos lo maravilloso.
Es que simplemente dejamos de mirarlo.
Y lo más temido, lo más cruel, es que la lucidez suele llegar tarde.
Llega cuando lo amado ya no está.
O ha mudado de forma.
O se ha ido a otra parte, donde alguien sí lo vea.
Entonces la ausencia se vuelve maestra.
Y el contraste — ese despiadado revelador — nos muestra con crudeza lo que tuvimos.
Lo que estuvo ahí: leal, manso, generoso.
Lo que no supimos honrar con los ojos del alma abiertos.
El sufí en mí se inclina en el polvo de la ceguera
El filósofo titubea.
El escolar pregunta:
¿Cómo preservar lo sagrado que aún vive entre nosotros?
¿Cómo proteger la maravilla antes de que se disuelva en la costumbre?
La respuesta no es técnica. No es teoría.
Es práctica del alma.
Es arte de la presencia.
Es disciplina del asombro.
Es la decisión, cada día, de mirar con hondura.
De volver a ver, con otros ojos.
De agradecer como quien respira: sin olvido.
De contemplar no solo en el templo,
sino en el abrazo que espera,
en el mensaje que llega a tiempo,
en la memoria de quien recuerda cómo me gusta el silencio.
Tal vez el camino sea nombrar lo maravilloso.
Sacarlo a la luz con palabras.
Decirlo en voz alta como una plegaria:
Gracias por lo que haces sin que te lo pida.
Gracias por no cansarte de ser bondad cuando nadie mira.
Gracias por la ternura sin ceremonia ni aspaviento.
Quizá el secreto esté en detenernos — como se detiene el amante ante el rostro amado —
y mirar con intención,
como si todo ocurriera por primera vez.
Porque, en cierto modo, así es.
Lo maravilloso no grita.
No exige.
No reclama.
Se ofrece. Se entrega.
Y si no se lo honra… se marcha en silencio.
Yo quiero, con temor reverente, custodiar lo milagroso que aún vibra en mi cotidiano.
No desde la nostalgia que llega tarde,
sino desde la esperanza de permanecer despierto.
Quiero mirar mi alma y la ajena como quien contempla una flor en el desierto:
sabiendo que su presencia es un prodigio, y su pérdida, una posibilidad.
No por miedo.
Por amor.
Y cuando vuelva a olvidarme — porque sé que volveré a olvidar —
que este escrito sea mi lámpara.
Mi espejo.
Mi oración.
Mi recordatorio de que lo divino no siempre desciende con rayos ni truenos,
sino que a veces llega en forma de pan caliente,
de café en la mañana,
de silencio compartido,
de un “aquí estoy” dicho con los ojos.
Que la providencia me conceda el don de la mirada despierta.
Y que unos ojos — o los de quien mire con amor –,
si un día me ven dormir ante el milagro,
sean faro y caricia,
y me despierten con dulzura,
para volver a mirar.