El Intersubjetivista

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La Distancia: Cuando el Tiempo No es la Respuesta

Juan Álvarez
El Intersubjetivista
5 min readFeb 7, 2025

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Después de un mal día, conversando con una amiga, me hizo una pregunta que se quedó resonando en mi mente:

¿Qué es lo mejor de un día difícil?

Al principio, no supe qué responder. Cuando todo se tuerce, cuando las emociones pesan y la mente se nubla, cuesta encontrar algo valioso en la dificultad. Pero después de pensarlo, comprendí que lo mejor de un día difícil es lo que sucede después: ese momento en el que la tormenta se aleja lo suficiente como para verla con perspectiva.

Siempre hemos oído que el tiempo lo cura todo. Es una creencia arraigada, y en muchos casos es cierta: con los días, el dolor se suaviza, las preocupaciones pierden fuerza o simplemente aprendemos a vivir con ellas. Así lo decía Don Quijote a Sancho:

“Como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen dificultad te parecen imposibles; confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades.”

Y no es mal consejo. Hay heridas que requieren tiempo, procesos que no pueden acelerarse. Pero con los años he descubierto que el tiempo, por sí solo, no siempre basta. No todo tiempo es distancia. Podemos dejar pasar semanas, meses, incluso años, y seguir atrapados en la misma emoción, enredados en los mismos pensamientos. También podemos estar a kilómetros de un lugar o de una persona y sentirlos tan presentes como el primer día.

La verdadera distancia no siempre se mide en días o en espacio. A veces ocurre en un instante, cuando la consciencia se separa un poco de la experiencia y nos permite vernos desde afuera. Como un actor que, después de interpretar su papel, baja del escenario y observa su actuación con otros ojos. Hay un punto en el que la intensidad emocional cede, en el que dejamos de estar completamente absorbidos por lo que sentimos y, en su lugar, nos observamos con cierta curiosidad, incluso con ternura.

Y esa ternura lo cambia todo. Es la misma que sentimos cuando observamos a un niño triste, a un amigo abatido o a un ser querido perdido en sus pensamientos. No es una reacción de indiferencia ni de distancia fría, sino un afecto sereno, una forma de acompañamiento que no se deja arrastrar por la desesperación. Es mirar con compasión, con la comprensión de que el dolor es parte de la experiencia humana, pero que no nos define por completo.

No se trata de negar el sufrimiento ni de minimizarlo, sino de darle espacio sin que nos consuma. Cuando logramos tomar esa distancia emocional, el peso de lo que sentimos cambia. El dolor sigue presente, pero ya no se siente como un abismo sin salida, sino como una ola que podemos observar en lugar de dejarnos arrastrar por ella. En ese momento, el sufrimiento deja de ser solo una carga y se convierte en un recordatorio de nuestra humanidad compartida, de nuestra fragilidad, pero también de nuestra capacidad de sostenernos con amor en medio de la dificultad.

Y eso, de alguna manera, consuela. Porque cuando finalmente logramos mirarnos con compasión, cuando dejamos de ser únicamente las personas que sufren y nos convertimos también en quienes se acompañan a sí mismos con comprensión, algo cambia profundamente en nuestra experiencia emocional. Es en ese momento cuando entendemos que el alivio no siempre llega con el paso del tiempo, ni depende de esperar que las circunstancias cambien o que el dolor desaparezca por arte de magia. Lo que realmente sana no es solo el tiempo que pasa, sino algo mucho más poderoso: el cambio de perspectiva.

A veces, lo que necesitamos no es simplemente esperar, sino un giro en nuestra percepción. Ese instante en el que logramos separarnos lo suficiente de la emoción para verla con claridad. Es como si pudiéramos dar un paso atrás y observar el sufrimiento desde un lugar diferente, desde un ángulo más amplio que nos permita ver que, aunque el dolor esté allí, no nos define por completo. Nos damos cuenta de que, incluso en el sufrimiento, hay espacio para la compasión, para la aceptación de lo que sentimos sin dejarnos consumir por ello. Esa claridad nos ofrece un respiro, una posibilidad de procesar lo vivido sin perder nuestra esencia en el proceso. Y en ese espacio de distanciamiento consciente, el alivio surge, no porque el tiempo haya sanado todo, sino porque nosotros mismos hemos encontrado la manera de verlo con ojos más amables.

Entonces, ¿es realmente el tiempo el que lo cura todo, o es la distancia la que nos permite sanar? Cuántas veces hemos creído que, simplemente dejando pasar los días, el dolor o la angustia se desvanecerían por sí solos, solo para descubrir que, en realidad, seguimos atrapados en las mismas emociones, los mismos pensamientos, las mismas sensaciones. El tiempo, por sí mismo, no garantiza la sanación. De hecho, muchas veces nos lleva a la ilusión de que, con el tiempo, todo se soluciona, sin que tengamos que hacer nada. Pero, ¿qué pasa cuando, después de meses o incluso años, descubrimos que seguimos aferrados a lo mismo? Nos damos cuenta de que el verdadero cambio no se encuentra únicamente en esperar que los días pasen, sino en la capacidad de encontrar distancia, y no solo la que marca el reloj, sino una distancia interna, que nos permita ver con otros ojos lo que estamos viviendo.

La distancia, entonces, se convierte en una herramienta mucho más poderosa que el tiempo. Y no hablo de una distancia que signifique huir o apartarnos de nuestra realidad, sino de una distancia que surge de la consciencia, del acto de dar un paso atrás y mirar lo que estamos experimentando desde un lugar diferente, un lugar más amplio y libre de juicio. Es un tipo de distancia que nos permite entender que, aunque no siempre podemos cambiar lo que nos sucede, sí podemos cambiar la manera en que lo percibimos. Al poner una pausa, al observarnos con más amabilidad, comenzamos a ver las cosas no como una carga insoportable, sino como una parte de nuestra experiencia humana, tan válida como cualquier otra.

Quizás la verdadera sanación está en la decisión consciente de darnos ese espacio para mirar con ternura, de ofrecer a nuestra experiencia la misma compasión que ofreceríamos a un amigo o a un ser querido. Y en ese simple acto de observarnos con ternura, sin presionarnos ni juzgarnos, comienza la verdadera transformación. La sanación no ocurre porque el tiempo haya pasado, sino porque nosotros elegimos ver con otros ojos, porque damos espacio para la comprensión, el amor y, en última instancia, la aceptación de lo que somos, en todo su dolor, vulnerabilidad y belleza.

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Written by Juan Álvarez

Autor, filósofo y especialista en narrativa, creatividad, pensamiento disruptivo, y líder en servicios creativos. Story-Coach, guionista y marketer digital.

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