La Herida de Ser un Prisma
La existencia, antes de ser un hecho, es una experiencia. No una cualquiera, sino una experiencia hecha carne, dolor, placer, confusión y canto. Y esta experiencia se filtra, como luz sobre cristal tallado, a través del prisma subjetivo que cada quien es, en su radical unicidad. No hay dos prismas iguales, así como no hay dos dolores idénticos, ni dos orgasmos compartidos desde la misma esquina del alma.
La experiencia subjetiva no es el reflejo de un mundo objetivo, sino su ruptura. Un quiebre brillante, fragmentado, una disonancia hermosa que nos recuerda que lo real no es uno, sino multiplicidad. Que la realidad no es una piedra, sino una cascada de cristales rotos por el tiempo y por la percepción. Cada sujeto encarna una forma distinta de esa ruptura. Una fractura distinta. Un color nuevo.
Somos, al nacer, uno de dos caminos posibles: encarnamos una biología sexuada que nos coloca — no sin ambigüedades — en la experiencia de lo masculino o lo femenino. Pero esa biología no es destino, sino punto de partida. Como dos puertas que se abren al infinito, cada una alberga en sí misma un abanico de formas de ser, sentir y amar. No existe “lo masculino”. Existen las masculinidades: tímidas, furiosas, tiernas, rotas, sublimes. Y no hay una única feminidad, sino las feminidades: bravas, suaves, inasibles, rotundas, líquidas.
La epistemología de lo vivido nos muestra que el saber no está en el concepto, sino en el cuerpo. En cómo ese cuerpo siente frío, deseo, vergüenza, poder. En cómo ese cuerpo reacciona, en la infancia, cuando le llaman niña o niño. Y lo que ese llamado despierta: sumisión, rebeldía, euforia o desconcierto. Saber quién soy no nace de definiciones, sino del roce entre mi carne y la mirada de los otros. Es un saber encarnado, doloroso a veces, liberador otras.
El qualia — ese término que en filosofía refiere a la cualidad subjetiva e irreductible de cada experiencia — no es una excepción de la mente, sino su ley más profunda. Cada cualia es un universo en miniatura, una experiencia que no se puede traducir, ni capturar, ni replicar. Nadie puede sentir exactamente el azul que yo siento, ni vivir mi versión de lo masculino o lo femenino. En mí, el ser se pliega, se tiñe y se deforma. Y en eso, soy humano.
Ese qualia es también sufrimiento. Porque vivir lo que nadie más puede vivir significa no poder explicarlo del todo. Porque encarnar una diferencia irreductible significa cargar con la incomprensión. Y sin embargo, también es placer. El placer de habitar un rincón del cosmos que nunca ha sido habitado antes. De ser el primero en ver la luz con mis ojos. De saberse irrepetible.
La sociedad — esa aspiración abstracta a la normalidad — nos exige homogeneidad. Nos promete orden, pertenencia, eficiencia. Nos dice que hay maneras correctas de ser hombre o mujer. Que hay caminos seguros, etiquetas estables, roles que debemos jugar. Pero cada vez que se intenta encajar una experiencia única en una caja común, el alma sangra un poco.
El dolor del mundo no viene de la diferencia, sino del rechazo a ella. De la obsesión por hacer de todos un mismo color, de eliminar las fracturas, los matices, los cuerpos que no obedecen. Cada vez que la sociedad impone su molde, rompe el prisma. Y con ello, apaga una luz. Ante este dolor, la respuesta no es la sumisión, sino el deseo. El deseo de ser. De explorar la sensualidad propia sin culpa. De habitar el cuerpo como se habita un templo, no como se soporta una carga. Cada experiencia subjetiva es una catedral barroca, con pasajes secretos, ángeles caídos y vitrales rotos. No hay plan arquitectónico. Solo exploración.
El placer de vivir no está en ser como todos, sino en descubrir lo irrepetible de nuestra hazaña entre lo masculino y lo femenino. En saber que nadie ha amado como yo amo, ni ha temido como yo temo. Que mi miedo es mio. Y que mi forma de gozar, de pensar, de nombrar al otro, es mía. En eso está la dignidad: no en el nombre común, sino en el susurro secreto de lo singular.
La existencia nos hiere porque somos prismas que no encajan. Pero también nos salva. Porque en esa herida está la belleza de lo humano: en ser incomprensibles, contradictorios, sensuales y fragmentarios. Cada experiencia subjetiva es un poema no escrito. Y cada vida, una metáfora imperfecta de lo divino que no se deja atrapar por reglas, ni por binarios, ni por moldes.
En ese amplio espectro de lo humano, la sensibilidad extrema y la insensibilidad radical aparecen como dos confines igualmente incomprendidos, igualmente rechazados. Se nos enseña a temer la fragilidad del que siente demasiado, y a desconfiar del que parece no sentir nada. Pero estos dos extremos, aunque opuestos en apariencia, se tocan por la intensidad con la que habitan el margen. Ambos son formas de resistencia, de protección, de exceso. Y por eso se parecen: porque en sus límites más profundos revelan que lo humano no es equilibrio, sino tensión. Que lo auténtico no está en la mesura, sino en atreverse a existir desde donde arde o desde donde se hiela.
Y es que hay un dolor inmenso en ser el prisma. En romper la percepción unificada del mundo para descomponerla en una cascada de matices que solo uno puede ver. Ser el fenómeno emergente que, a través de la experiencia subjetiva, fragmenta la realidad y la recompone según su propia voluntad es tanto un privilegio como una condena. Cada uno de nosotros reinterpreta el universo desde una óptica única, irrepetible y, sin embargo, igualmente cierta. Cada mirada genera su verdad. Y en esa multiplicidad de certezas, en esa infinitud de mundos que coexisten en el mismo mundo, se gesta tanto la belleza como la herida: la de sabernos solos en nuestra visión, y al mismo tiempo, responsables de ella.
La sociedad del futuro no será homogénea, o no será. Será un tejido de diferencias brillantes, de cuerpos que no piden permiso para sentir, de almas que no se disculpan por amar como aman. Porque solo en la pluralidad del qualia se hace visible la totalidad del ser.
Y quizás, entonces, dejemos de lastimarnos en nombre de lo normal.
Y aprendamos a vivir como se vive bajo un vitral:
bañados por luces múltiples,
heridos por la belleza,
y reconciliados, por fin, con la fragilidad de existir.