El Intersubjetivista

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Las Palabras no Son Inocentes: El peso invisible de lo que decimos

Juan Álvarez
El Intersubjetivista
5 min readFeb 8, 2025

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Existe una frase que me persigue, una de esas sentencias que parecen inofensivas pero que, al mirarlas de cerca, revelan su filo: “Las palabras no son inocentes” (tampoco los silencios, pero eso es otra historia). En su aparente neutralidad, en su supuesta simpleza, se esconde una verdad incómoda: todo lo que decimos lleva consigo un peso, una intención, una carga que no siempre sabemos medir hasta que se posa en el otro. Y aunque las palabras puedan parecer etéreas, ligeras, incapaces de causar verdadero daño o impacto, lo cierto es que son capaces de construir o derribar mundos.

Hace trece meses, en una de esas conversaciones que solo se tienen con quienes realmente importan, formulé una pregunta que rara vez se dice en voz alta:

— ¿Qué te gustaría que nunca cambiara en mí? Si tuvieras que conservar algo de mi personalidad, de mi forma de ser, ¿qué sería?

No era una simple curiosidad ni un juego de esos en los que dos personas que se aman se desafían con preguntas extrañas. Era una pregunta nacida del miedo, de la incertidumbre, del vértigo de sentirme desmoronar mientras buscaba sostenerme en algo. Ella me miró, dudó en responder y, en cambio, me devolvió otra pregunta:

— ¿Por qué?

Desvié la mirada, buscando un punto fijo en el espacio, como si así pudiera engañar a mi voz para que saliera sin dificultad.

— No soy feliz, no estoy bien — confesé — . Siento que me hago daño a mí mismo y no quiero seguir así. Voy a cambiar cosas en mí, pero odiaría cambiar algo que tú ames.

Ella me sostuvo la mirada y, con una serenidad que me desarmó, dijo:

— Yo no cambiaría nada.

En su voz no había juicio ni reproche, solo la intención de consolarme, de hacerme sentir que, a pesar de todo, yo era suficiente. Pero, ¿qué significaban realmente sus palabras? ¿Eran un halago o una sentencia? ¿Era su manera de decirme que temía perderme, aun cuando yo mismo sentía que ya me estaba perdiendo? Qué desastre. Cuántas palabras no inocentes de lado a lado.

Hoy soy otro, o al menos quiero creerlo. Pero cambiar duele. Duele incluso cuando intentas hacerlo con cuidado, incluso cuando tratas de no odiarte en el proceso. Y, de alguna manera, siempre terminas haciéndolo, al menos un poco.

Desde entonces, he cambiado. No sé si para bien o para mal, pero soy otro, y el proceso de cambio duele. Aun cuando intentamos transformar lo que nos lastima, lo hacemos con el riesgo de perder partes de nosotros que quizá alguien amaba. Y en ese camino, las palabras siguen pesando, siguen resonando, siguen clavándose como estacas o extendiéndose como puentes.

No duermo bien. Tengo una vejiga pequeña y terrores nocturnos. Despertar varias veces en la madrugada no es extraño para mí. A veces, dependiendo de la pesadilla de turno, conciliar el sueño de nuevo se convierte en una tarea imposible. Ayer fue una de esas noches en las que el insomnio, en lugar de ser un castigo, se convirtió en un regalo. Porque ahí, en mi buzón, a las tres de la mañana, había una carta esperándome.

No era un mensaje genérico, corporativo o meramente informativo. Era una carta de verdad. Y confieso: amo las cartas. Las prefiero de papel, con sobres de bordes rojos y azules, con sellos postales y estampillas que cuentan historias de lugares lejanos. Pero también amo las cartas electrónicas, porque aunque les falte el tacto, llevan consigo la misma esencia: alguien, en algún lugar del mundo, decidió escribirme.

La alegría llegó antes que la lectura. Dos posibilidades cruzaron mi mente: o alguien, desde un huso horario lejano, había pensado en mí desde otra parte del mundo, o alguien cercano, en mi misma franja horaria, tenía la urgencia de decirme algo que no podía esperar hasta el amanecer.

Y era una carta de las que más me gustan: una carta sobre palabras pasadas que, de repente, encuentran su eco en el presente.

“Un día, muy triste por tantas cosas que han pasado aquí, te pregunté algo parecido a: ¿Por qué vale la pena vivir? Duele mucho”, escribió ella.

En aquel momento, yo había respondido sin demasiada reflexión, con la única verdad que me pareció soportable:

— Mira, la vida puede ser una mierda, y en eso estamos de acuerdo. Pero también te puedo decir que todo lo que elegimos para que valga la pena vivir, lo vale. Tú eliges lo que quieras. Y te encargas de que valga la pena.

No tenía idea del peso de mis palabras cuando las dije. No pensé en su alcance. Pero ahora, mucho tiempo después, después de una película que recomendé, después de noches que seguro también le dolieron a ella, mi respuesta se hizo clara para ella.

Y cerraba su carta con algo que me desarmó:

“Juan, te digo una cosa: nadie sabe el impacto que tienen sus palabras. Y, aun así, todos los días doy gracias porque tú estás en mi camino para decirme las palabras que necesito escuchar. De todas las personas que puedo ser, elijo no ser las que no quiero”.

Las palabras no son inocentes. No importa cuán espontáneas sean, cuánto las creamos pasajeras o inofensivas. Siempre dejan algo. A veces, una herida. Otras, un refugio.

Las palabras no son inocentes porque nunca son solo palabras. Son ecos que resuenan más allá del momento en que se pronuncian. Son semillas que germinan en quien las recibe, para bien o para mal. Pueden herir sin intención, pueden salvar sin planearlo. Y aunque no siempre sepamos el efecto exacto que tendrán, siguen ahí, flotando en el aire o anidándose en el alma de alguien más.

Pero tampoco lo son los silencios. Callar también deja huellas, a veces tan profundas como las palabras mismas. Hay silencios que protegen, otros que destruyen. El silencio puede ser refugio o abandono, consuelo o condena. No decir algo, cuando se espera una respuesta, también es un acto con peso, con consecuencias.

En definitiva, quizá lo único que podemos hacer es elegir nuestras palabras con cuidado. Porque, aunque sean invisibles, dejan marcas. Y yo, de todas las personas que puedo ser, elijo no ser aquellas que no quiero. Elijo ser alguien cuyas palabras, aunque no sean inocentes, al menos intenten ser justas, honestas y, en la medida de lo posible, un alivio para quien las escucha.

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Written by Juan Álvarez

Autor, filósofo y especialista en narrativa, creatividad, pensamiento disruptivo, y líder en servicios creativos. Story-Coach, guionista y marketer digital.

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