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El Intersubjetivista

Bienvenido a El Intersubjetivista, donde las perspectivas chocan y las verdades se entrelazan. Sumérgete en las profundidades de la experiencia humana, donde se cuestiona la realidad, se desafían las verdades y reina la rebelión contra la sabiduría convencional.

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Padres de los Padres, Hijos de los Hijos

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Desde hace un tiempo bebo café La Bastilla. No por gusto, sino por precio. La etiqueta está rota, la fecha vencida. Cada mañana, la vieja Moka me obliga a una especie de ceremonia: sujetar con cuidado el empaque roto e intentar contener lo que insiste en derramarse. Y mientras observo esas primeras gotas oscuras caer, pienso que así se sostiene la existencia: con esmero, con presión, al borde siempre del desborde.
Duermo en un sofá que alguna vez fue mío. Ahora es prestado. Como tantas otras cosas: certezas, sueños, vínculos. Cosas que ya no nos pertenecen, pero que aún ocupan espacio. En esta cotidianidad gris, a medio camino entre el naufragio y el café tibio, pienso — como pensó Descartes — que si dudo y pienso, entonces existo. Pero yo añado: si existo, ¿para qué? ¿Y para quién?
Pienso en todos nosotros, los que no somos orgullo de nadie. Los que fuimos un “algún día”, un “promete mucho”, un “ya verás”. Los que alguna vez brillamos en los ojos de otro, solo para convertirnos en sombra. Los que fuimos oro aparente, y luego tierra mojada, sin gloria, sin hallazgo, sin semilla.
Y sin embargo, hablo. Converso con Naty, a la luz tibia de muchos cafés, sobre arte, sobre cine y sobre la muerte — como si en esas palabras dispersas pudiera filtrarse, en secreto, alguna forma de redención. El café humea, y en su vapor, la vida se insinúa como un guion que nadie terminó de escribir. No porque carezca de sentido, sino porque nos obliga a improvisar. Y en esa improvisación a ciegas, tropezamos con nuestras propias líneas, decimos lo que no queríamos decir, y actuamos fuera de tiempo, como actores que han olvidado su escena.
Naty tiene un hijo. Y lo mira con la ternura de quien ha dado todo, pero aún — como por milagro — conserva algo más para ofrecer. Esa mirada, espesa de amor y de cansancio, me recuerda a los ojos de mi madre, que a veces me observa como se observa lo que aún puede salvarse del naufragio. Como si, incluso cuando todo se desmorona, su forma de mirarme bastara para mantener algo en pie. Como si, en el fondo de sus pupilas, se tejiera una red invisible, sutil, capaz de impedir la caída.
Una mirada que no exige hazañas, ni pide explicaciones, pero que — en su quietud — lo entrega todo.
Sus ojos siguen siendo refugio. Su amor, una trinchera que no cede terreno. Y mientras ella lo observa con esa mezcla de dulzura incondicional y consunción silente, él la ve como se ve a los dioses en los primeros años: invencible, infinita, fuerte como un roble que jamás se doblará, aunque crujan sus ramas bajo el peso del mundo.
Y entonces pienso: qué distinto sería nacer bajo esa mirada. No como hijo, sino como padre. Que los padres nos vieran como los hijos ven a sus padres al principio: invulnerables, sabios, eternos. Que no esperaran de nosotros más que nuestra mera presencia. Que no soñaran con lo que podríamos ser, sino que amaran lo que ya somos.
Y a la inversa: ¿y si fuésemos nosotros quienes criásemos a nuestros padres? No desde el deber, sino desde la compasión. Rescatar al niño asustado que todavía vive en sus silencios. Responder esas preguntas que nunca se atrevieron a formular. Decirles sin miedo: “Está bien no saber”. “Está bien fallar”. “Está bien tener miedo”.
Sí, no tengo hijos. Pero fui hijo. Fui ese hijo que lo intentó todo. El que se alejó más de la orilla, más del nido. El que, aun con advertencias, eligió la libertad y la incertidumbre. Me fui buscando respuestas que no cabían en casa, y volví distinto — no mejor, como quizá esperaba el mundo — solo otro.
Otro que carga cicatrices, pero camina erguido. Roto, sí. Pero entero. Como la barca de Teseo: cada parte reemplazada, pero aún navegando. Otro que evoca lo que ya no es, que guarda en su cuerpo la memoria de lo que fue y de lo que pudo ser. Y eso me da la mitad del mapa.
La otra mitad se revela cuando uno aprende a observar. No solo hacia afuera, sino hacia adentro. Observar cómo mi propia vida se rompía contra otras, cómo rompí otras sin querer, cómo otras se rompieron en mí, como olas contra un risco que apenas estaba ahí, sin intención de herir, pero inevitablemente testigo y causa.
Porque hay quien cree que para comprender la paternidad hay que engendrar. Pero a veces basta con mirar. Con mirar profundamente, sin juicio, con dulzura, con paciencia, con dolor, con impotencia. Y en ese mirar, descubrir lo que faltó, lo que dolió, lo que se quebró. Y también, lo que pudo haber sanado si hubiésemos estado más atentos.

Imaginemos una vida así. Una en la que el amor no sube ni baja, sino que gira. Como el vapor de un café recién hecho: lento, cálido, envolvente. Una vida en la que los padres no depositen en los hijos sus heridas no resueltas. En la que los hijos no midan su valor según los sueños no cumplidos de otros.
Una vida donde crecer no signifique decepcionar, y cuidar no sea deuda, sino elección.
Tal vez entonces beberíamos cualquier café con gusto. Aunque el paquete esté roto, y huela a pasado, y la etiqueta se deshaga entre los dedos como un recuerdo que ya no necesita ser interpretado. Aunque el sofá ya no sea nuestro, y sus tablas crujan como cruje el tiempo cuando se sienta a conversar con nosotros. Aunque vivamos en espacios prestados, en futuros inciertos, en historias que ya no nos pertenecen del todo.
Quizá ahí, en ese pequeño y sutil giro del alma, empezaríamos a encontrar belleza en lo que no busca ser bello. A saborear lo que no es perfecto. A amar lo que simplemente es.
Y entonces dejaríamos de exigirle a la vida una lógica impecable. Y en lugar de preguntarle por su sentido, la escucharíamos respirar.
Tal vez comprenderíamos que el guion no estaba mal escrito. Solo lo leímos con prisa. Esperando certezas donde había preguntas. Queriendo linealidad donde había espiral. Buscando finales donde solo había un largo entreacto.
Y entenderíamos que no importa si los actos no encajan. Que no importa si los personajes se olvidan sus líneas. Lo que importa es estar. Estar ahí, con voz temblorosa, pero verdadera, real. Estar ahí, para decirle al otro, aunque sea con un susurro: “Estoy aquí. Te escucho. Te veo. No necesitas ser más. No necesitas llegar a nada”.
Quizá, al fin, dejaríamos de buscar la perfección y empezaríamos a reconciliarnos con lo inacabado. Con lo a medias. Con lo que se cae y vuelve a levantarse. Con un café que apenas sabe bien, pero calienta las manos. Con una conversación rota, pero honesta. Con un día más, sin gloria, pero vivido con presencia.
Y tal vez entonces, desde ese lugar sereno y sin nombre, nos demos cuenta de que no hacía falta tanto. Solo mirar con ternura. Solo cuidar con paciencia. Solo estar, mientras el resto — el resto — sigue su curso errático, humano, imperfectamente perfecto.
Porque tal vez — solo tal vez — la vida nunca estuvo mal planteada. Tal vez fuimos nosotros quienes la leímos sin pausa, sin aire, sin margen. Esperando finales donde solo existían comienzos.
Tal vez el error no fue del guionista, ni de las circunstancias, sino del lector que olvidó que algunas historias solo se entienden cuando se leen con el corazón abierto.
Y si aprendiéramos a leer así, con esa apertura de alma, tal vez entenderíamos que no somos solo hijos, sino también padres de lo que aún no ha nacido. Padres de lo que fuimos, de lo que otros esperan, pero también padres de lo que podemos llegar a ser.
Porque, al fin y al cabo, somos hijos de los hijos y padres de los padres.
Abrazando los ciclos de lo humano con la nostalgia de quien sabe que nada es para siempre. Pero todo, mientras dura, puede ser suficiente.
Y por eso converso con Naty, a la luz tibia de muchos cafés, sobre arte, sobre cine, sobre la muerte… — como si, en esas palabras dispersas, pudiera filtrarse, en secreto, alguna forma de redención. Porque en esa conversación que no pretende salvarnos, pero nos sostiene, aprendemos a leer la vida sin exigirle perfección.
El café humea, y en su vapor, la vida se insinúa como un guion que nadie terminó de escribir. No porque le falte sentido, sino porque aún lo estamos descubriendo. Juntos. Con voz temblorosa, pero presente.
Cada mañana, la vieja Moka me exige una ceremonia casi sagrada: sujetar con cuidado el empaque roto, intentar contener lo que insiste en derramarse. Como si en ese gesto — mínimo, íntimo — se revelara la forma del deseo: lo que se cuida con paciencia, lo que se sostiene aun cuando tiende a fugarse.
Y en ese estar — simple, vulnerable, humano — tal vez entendamos que no hacía falta tanto. Que bastaba con mirar con ternura, cuidar con paciencia y conversar sin prisa, como quien enciende una luz en medio de una penumbra clara.
Porque algunas historias no se entienden al final. Se entienden al calor de un café compartido, en el momento exacto en que alguien, sin querer, nos ve.

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Juan Álvarez
Juan Álvarez

Written by Juan Álvarez

Autor, filósofo y especialista en narrativa, creatividad, pensamiento disruptivo, y líder en servicios creativos. Story-Coach, guionista y marketer digital.

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