SOBRE EL DESEO DE MORIR Y LA INCONCEBIBLE DULZURA DE ESTAR VIVO
En el profundo silencio que se extiende en la noche, donde el sueño aún no llega y la vigilia se desvanece, emergen preguntas que no habitan ni en la razón ni en las emociones, sino en un espacio primigenio, anterior al pensamiento. Es en ese lugar ambiguo, donde la experiencia se funde con lo inabarcable, que surgen inquietudes tan profundas que no buscan respuestas, sino compañía. Y entre ellas, una se alza, inevitable en su crudeza, como una sombra que no puede ser ignorada: ¿por qué alguien desea morir?
No es una pregunta nacida del morbo ni del juicio, sino de una mezcla de perplejidad y humildad. Porque yo no. No yo. Y ese “no” mío no es una afirmación orgullosa, sino un susurro de asombro, una confesión desconcertada ante la vastedad de una experiencia humana que, aunque no me pertenece, me cuestionan de manera íntima. Es como si el deseo de morir fuera un continente lejano cuyo contorno intuyo, pero que mis pies jamás han tocado.
Hace poco, una amiga — a quien, por el bien de la narración, llamaré “la astronauta rusa”, aunque ni de oficio ni de nacionalidad lo sea — me confesó que la vida, para ella, se había vuelto un lugar inhabitable. No había drama en su voz, ni desesperación exagerada. Solo lucidez. Y quizás eso es lo que más desconcierta. Su dilema no es el de un ser quebrado, sino el de alguien que, como el cosmonauta suspendido en el vacío, flota en un espacio donde la soledad, la incomunicación y la fragilidad humana adquieren una densidad insoportable.
Fue pensando en ella que evocó al verdadero astronauta ruso, aquel que fue lanzado más allá de la atmósfera, suspendido en una cápsula que era al mismo tiempo útero y tumba. Y a su lado, dos objetos y un concepto — tres pilares existenciales — que condensan las posibles respuestas ante lo incognoscible: una pastilla de cianuro, una escopeta y un “no saber” tangible.
La pastilla es el pilar del límite existencial. Símbolo de la renuncia, la última posibilidad cuando todo lo demás ha fallado: cuando el sufrimiento se vuelve absoluto, cuando no hay retorno, ni posibilidad de comunicación. Como un eco de los estoicos y los existencialistas, la pastilla encarna la radical libertad del ser humano de poner fin a su historia cuando el universo calla. “Si el universo calla, el hombre responde con su última decisión”, susurra Camus desde alguna estrella distante.
La escopeta es el pilar de la conservación. Representa la afirmación de que la vida, a pesar de su absurdo, vale ser defendida. Frente al oso en la taiga siberiana, o ante el caos de un regreso fallido, el astronauta — como todo ser humano — se arma no para atacar, sino para sobrevivir. “El hombre es un lobo para el oso, si el oso lo es primero para el hombre”. La escopeta no niega el absurdo de la existencia, lo enfrenta con la determinación de quien aún cree en la posibilidad de resistir.
Y finalmente, el no saber. El pilar de la ignorancia sagrada. Porque por más exhaustivo que sea el entrenamiento, ningún ser humano puede prever lo inédito. Aquí entra Kierkegaard, con su fe paradójica: actuar sin certezas, avanzar con miedo, y, aún así, dar el paso. El astronauta ruso— como cualquier ser consciente de su mortalidad — no viaja con el control total, sino con el coraje de saber que nunca lo tendrá.
Estos tres pilares, tan distantes en apariencia, son profundamente humanos. Nos pertenecen a todos. Porque el deseo de morir, la defensa de la vida y el asombro ante lo desconocido no son exclusivos de los que exploran el espacio. Habitan también en aquellos que recorren el día a día, plagado de más preguntas que respuestas. Y la astronauta rusa — que no lo es — lleva consigo esos pilares, como todos nosotros, en la mochila invisible con la que atravesamos este mundo. Sin embargo, elige despojarlos, o al menos, rechazar algunos de ellos.
Con estos símbolos flotando como satélites invisibles en mi conciencia, me acerco nuevamente a la pregunta inicial. No para responderla, sino para iluminarlas un poco más: ¿qué lleva a alguien a elegir la nada sobre el todo? ¿Y qué hace que otros, incluso en la oscuridad, sigamos saboreando, casi con obstinación, la inconcebible dulzura de estar vivos?
La primera reflexión es que la muerte, por sí misma, no es ni deseable ni indeseable. No tiene sabor ni peso. Lo que se desea no es la muerte, sino lo que ella simboliza: el cese, la conclusión. El fin de algo que, en su continua carga, se ha vuelto insoportable. Un cuerpo que duele no por un instante, sino día tras día, sin pausa ni esperanza, ¿qué otra cosa puede anhelar sino el reposo? No el de la cama, que ya no ofrece descanso, sino el del abismo, que todo lo disuelve.
Así, el enfermo incurable, el que lleva el dolor crónico, no busca la nada como quien anhela un manjar, sino como quien huye de una tormenta interminable. Y en esa huida hay lógica. No es caos: es pura racionalidad. Y sin embargo, yo, con toda mi comprensión, no puedo seguirlos del todo. No hay dolor en mí que me haya hecho desear no estar. Y esa diferencia me separa de algo profundamente humano.
Pero el dolor físico no es la única raíz del deseo de morir. Hay formas de desesperación más silenciosas, más sutiles, que no se ven. Está el que ha perdido todo: no solo bienes, sino el sentido. El que camina por la ciudad sin ser visto, el que habla sin ser oído, el que ya no espera, el que ha sido borrado. Hay una pobreza más profunda que la del estómago vacío: la pobreza del alma que ya no se reconoce en el mundo.
Está también el que ha visto morir demasiado. El que ha sostenido manos que se enfriaban, el que ha pronunciado nombres sin recibir respuesta, el que ha cubierto cuerpos y ha seguido andando. A veces no ha perdido todo, pero ha perdido tanto, que vivir le parece una anomalía. Su permanencia entre los vivos es casi una culpa muda, una disonancia. No desea morir, pero le cuesta justificar su presencia aquí cuando tantos ya no están. La muerte, para ellos, no es una amenaza ni un alivio, sino una compañía que ha dejado su sombra en cada rincón del alma. Les cuesta reír sin sentir que traiciona algo. Les cuesta amar sin sentir que roba. Seguir vivo entre tantos muertos es, a veces, un exilio. Y entre la culpa y la memoria, la vida se vuelve frágil, un delicado equilibrio entre la lealtad a los que se fueron y el deber de seguir.
La muerte, en estos casos, no se busca como fuga, sino como certeza. No es el deseo de descanso, sino la afirmación de lo único que aún puede elegirse. Porque la vida, en su brutal libertad, se ha vuelto una jaula. No una prisión cerrada con llave, sino un espacio abierto que, paradójicamente, aprieta. La vida como cautiverio: no por sus límites, sino por la forma en que nos contiene de manera incómoda, desbordante, insoportable.
También hay muertes pensadas como actos de poder. El soldado vencido que, antes de caer en manos del enemigo, se lanza sobre su espada. El general que, al perder su causa, se da muerte para no entregarse. ¿Qué deseo los mueve? El de controlar el final. Porque incluso la muerte puede ser una afirmación. No querer ser vencido hasta el último segundo.
Y esto nos lleva al astronauta ruso. Allá arriba, lejos de toda tierra, flota el hombre, atrapado en su cápsula, con una pastilla de cianuro cosida a su traje. ¿Por qué? ¿Por qué llevar la semilla de la muerte a un lugar donde todo ha sido calculado para preservar la vida? Porque no se sabe. Porque la incertidumbre acecha. Porque puede que al regresar no haya regreso. Puede que el suelo que lo reciba no sea hospitalario.
Y así, la humanidad ha hecho de la muerte muchas cosas: rito, amenaza, redención, final, premio, castigo, paz. La ha temido y la ha celebrado. La ha buscado en momentos oscuros y la ha rechazado cuando parecía inevitable. Pero también la hemos trivializado, convirtiéndola en una opción más dentro del repertorio de respuestas humanas ante el fracaso, el rechazo o la vergüenza. Hemos creado castigos tan crueles — aunque no los llamemos así — que empujan a algunos a preferir un final radical antes que seguir dentro del tejido social. El desamor, la quiebra económica, los impuestos imposibles de pagar, el dolor punzante de saber que alguien a quien se amó, ama a otro: todo eso ha llevado a muchos a contemplar la muerte como una salida legítima. Y esto, más que ser condenable, debería hacernos reflexionar. ¿Qué tan válida es una norma, una expectativa, una estructura social, si puede llevar a un ser humano a desear dejar de existir? ¿Qué tan humanas son nuestras exigencias, si frente a su peso, la muerte parece, a veces, una opción más digna que la continuidad?
Pero yo no. No yo. Y esta diferencia me deja perplejo. No me hace sentir mejor ni peor. Me siento ajeno. ¿Qué es lo que me separa de aquel que desea morir? ¿Es acaso una estructura distinta en el alma, o simplemente un lugar aún no transitado? Porque, incluso mientras escribo esto, sé que mi convicción no es invulnerable. Sé que algo podría romperla. Pero mientras no ocurre, me siento como quien se aferra al borde de un barco encantado, sin querer que el viaje acabe nunca.
Y sin embargo, si la muerte se presenta como opción, es porque la vida a veces ha dejado de serlo. Porque hay momentos en que lo humano no es seguir viviendo, sino elegir cómo dejar de hacerlo. Y eso, incluso si no lo comparto, me obliga a respetarlo. A mirar con humildad el abismo del otro. A reconocer que no todo lo que no entiendo es error.
Yo hablo con Cronos a menudo. Le susurro, sin miedo, que me deje estar un poco más. Que su hoz descanse. Que el tiempo me sea largo, aunque no eterno. Porque estar vivo, incluso en lo malo, aún me sabe a fruta dulce. Y este sabor, este gozo íntimo, casi obstinado, tal vez habita aquello que me separa de aquellos que miran la muerte como salida.
Pero también me pregunto: ¿bajo qué condiciones un ser humano, o incluso una sociedad, acepta, sin escándalo, renunciar a sus tres últimos recursos? ¿Cuándo dejamos de lado la pastilla que promete el cese, la escopeta que ofrece la defensa, o el no saber que abre la puerta a lo inesperado?
Tal vez lo hacemos cuando la esperanza se convierte en carga más que en horizonte. Cuando el silencio se vuelve tan denso que ya no se desea romper. O cuando la incertidumbre deja de ser aventura y se convierte en amenaza. Hay personas — y pueblos — que abandonan esas herramientas no por cobardía, sino por agotamiento. Porque la promesa de descanso parece más real que la de redención. Porque defenderse exige una fuerza que ya no está. Porque el no saber, en ciertos contextos, deja de ser posibilidad y se convierte en castigo.
Hasta ahora, yo no he estado allí. Incluso en la noche más larga, he preferido el riesgo de lo incierto a la seguridad del final. He muerto, sí — de manera clínica, más de una vez — pero nunca para siempre. Este artículo, de alguna manera, da fe de eso. Para mí, la muerte aún no ha sido definitiva; más bien, me ha parecido un producto sobrevalorado, vendido como la solución final por un marketing sombrío que ha hecho de ella una obsesión cultural.
Mientras tanto, la vida — que es la verdadera rareza, el milagro oculto — sigue siendo tratada con desdén, como si su presencia fuera un error o un trámite. Como si lo lógico fuera no sentir nada. Y sin embargo, yo elijo. Siempre he elegido. No sé qué me deparará el futuro, ni qué umbrales podrían quebrarme, pero hasta hoy — y mientras pueda — elijo la escopeta. No por violencia, sino por amor. Para defender la fragilidad del placer, la dulzura efímera de estar vivo, aunque duela. Porque para mí, eso basta. Vivir, aun con miedo, sigue pareciéndome una aventura digna.
Y sin embargo, sé que no todos sienten lo mismo. Hay otros que, desde abismos que no comprendo, ven en la pastilla o en el silencio la única salida honesta. Esa experiencia me es ajena, es mi punto ciego, y no aspiro a colonizarla con comprensión, porque tal vez no se deje comprender. Pero lo respeto. Porque eso también es el libre albedrío: la posibilidad sagrada de elegir, incluso cuando esa elección duele o incomoda a quienes, desde sus propios abismos, nos miran con otros ojos. Tal vez amar la vida como yo lo hago solo sea posible después de morir muchas veces y regresar, o quizás no. Tal vez simplemente soy así.
Y por eso insisto: el mayor placer universal es este instante, el estar aquí, ahora, entre nosotros, los seres vivos, que nos negamos — con terquedad hermosa — a la inercia de lo inerte y lo eterno. Ya tendré tiempo para explorar la eternidad de lo muerto cuando la muerte me alcance, o cuando Cronos me dé su sancadilla.
Hasta entonces, seré el lobo vivo que enfrenta al oso de la muerte. Corriendo con el viento en mi rostro, sabiendo que el peligro es inminente, pero sin perder la furia de la vida en cada zarpazo hacia el futuro. En su abrazo frío y silencioso, la muerte aguarda, pero mientras yo resista, seré el lobo que no se arrodilla ante su sombra. Cada paso que doy es un rugido contra la inevitable quietud, un desafío que me recuerda que solo en el momento de enfrentar al oso, uno sabe lo que realmente significa estar vivo.