Sobre la dicha de salir contigo mismo un viernes en la noche.
“Noli foras ire, in te ipsum redi: in interiore homine habitat veritas.”
— San Agustín
En el calendario profano del mundo moderno, hay un día que brilla como promesa de goce y escape: el viernes en la noche. Se viste con luces de neón, con risas ajenas y copas en alto. Es el día en que la carne se sacude los grilletes del horario, y el alma — si aún se recuerda — queda relegada a lo invisible. Pero ¿qué sucede cuando, en vez de correr al encuentro del otro, uno elige encontrarse consigo mismo?
¿Qué misterio se oculta en esta herejía sutil, en este acto casi sacramental de salir solo, pero no abandonado? ¿Qué sentido ontológico, qué deleite metafísico, qué latido de eternidad puede encontrarse en el simple gesto de decir: “Hoy, saldré conmigo mismo?”
No hay herejía más dulce que negarse a la urgencia del ruido, y preferir, en su lugar, la compañía del yo. El alma, cual monje errante, regresa al claustro de su pecho. No se trata de soledad, sino de elección: de hacerse cita, no con otro, sino con uno mismo. No para evadirse, sino para habitarse.
He aquí la primera proposición:
El amor propio no es un espejo, sino un diálogo.
No consiste en contemplarse narcisamente, sino en sentarse a la mesa con el alma y decir: “Aquí estoy. He venido a escucharte.”
Salir contigo mismo no es caminar solo. Es permitirte ser dos en uno: el que anda y el que observa; el que piensa y el que es pensado. El cuerpo se vuelve anfitrión de sus pensamientos. Cada paso es una palabra, cada esquina un suspiro. Se camina no por huir del silencio, sino por invitarlo a conversar. El alma, liberada del bullicio ajeno, recobra su voz antigua, esa que hablaba con la creación en la infancia, antes de que la prisa la hiciera callar.
Caminar contigo mismo es aprender a no temerle al eco que deja tu voz cuando no hay otros que te respondan. Es ser testigo y peregrino. Es escribir un evangelio sin dogmas sobre el asfalto, verso a verso, entre farolas que, como centinelas mudos, custodian tu paso.
¿Quién dice que el cine fue hecho para dos? Sentarse en la oscuridad contigo mismo es un acto místico: ves la película, y también te ves viéndola. Cada imagen despierta una memoria dormida, cada escena es espejo de una emoción olvidada. Te ríes sin permiso, lloras sin testigos. Y, cuando las luces se encienden, no hay que justificar la emoción. Nadie te pregunta qué entendiste, ni tú debes fingir comprensión. El arte te habló, y tú estabas presente. He ahí la más alta forma de comunión: la soledad del espectador que se vuelve uno con la obra.
En la penumbra compartida de la sala, donde todos parecen estar solos, tú lo estás de verdad, y por eso no estás vacío, sino lleno de ti mismo. Como en una misa silenciosa, el rito de observar se vuelve contemplación pura, y el alma se arrodilla — invisible — ante el altar de la belleza.
Ah, qué sacramento es sentarse en una mesa, frente a una taza, contigo mismo. El café no se enfría cuando hay pensamiento; se templa al ritmo de tu reflexión. El vapor que asciende es incienso sin templo. El mantel es altar. La silla, confesionario. Y tú, pecador y sacerdote, te escuchas sin interrupción.
Miras por la ventana como si fueras un cuadro. Observas a los que pasan, y te piensas observado por tu yo más sabio, el que juzga menos y escucha más. En ese instante, eres amante y amado, confesante y confesor, cuerpo y alma. Eres la cita que nadie puede cancelar.
Y entonces sucede el milagro: no necesitas hablar para sentirte escuchado. No necesitas compañía para sentirte visto. El mundo continúa girando, ajeno a tu pequeño milagro cotidiano, pero tú sabes que esa taza de café, en tus manos, es una eucaristía secreta.
Dice Tomás de Aquino que “el fin último del hombre es la contemplación.” Y ¿qué es contemplar, sino el arte de quedarse con uno mismo sin prisa? De saberse suficiente, no por vanidad, sino por sabiduría. De saborear la existencia como se saborea un buen vino: a sorbos, sin compañía que lo apresure.
Contemplar es resistirse al vértigo de la inmediatez. Es convertir el viernes — que el mundo reserva para el exceso — en un espacio de recogimiento gozoso. Es, como diría el místico, desnudar el alma ante el espejo del tiempo y no sentir vergüenza.
Invito, a quien lea estas líneas a hacer de su viernes un altar. A vestirse para sí, a salir consigo, a reír solo en la penumbra de una sala de cine y a sonreírle a su reflejo en la taza de un café. A pactar con su soledad, no como castigo, sino como privilegio. Que cada quien se regale la cita más importante: la de estar presente ante su propia presencia.
Pónte un perfume para ti. Escoge la mejor mesa. Camina como quien se dirige al santuario. No porque estés solo, sino porque estás contigo. Y contigo basta.
Porque, en última instancia, quien se enamora de sí mismo no se vuelve ególatra, sino libre.
Y no hay libertad más grande que saber gozar de tu propia compañía cuando el mundo espera que busques otra.
Amén.
Y que así sea cada viernes.
Y si es posible, también los martes.