¿Por qué llora el señor de la caminadora No11?
Hace más de doce años, alguien me preguntó cuál era mi mayor defecto. Tras pensarlo un instante, respondí: “que siempre estoy bien”. Mi interlocutora frunció el ceño, incapaz de entender cómo algo así podía ser una falla. Años después, lo comprendió con total claridad. Convivir con alguien que, sin importar lo que suceda, siempre parece estar bien, puede convertirse en un suplicio.
Hoy, después de más de 35 años de llenar mi cabeza con ruido, por primera vez desde la adolescencia, ya no estoy bien. Pero, ¿qué significa eso realmente? ¿Significa que algo en mí se ha roto o, por el contrario, que algo finalmente se está reparando?
Ese ruido que me acompañó durante toda mi vida, que alguna vez sirvió para acallar el silencio ensordecedor que me aterraba, hoy grita cosas distintas. Ya no me protege, ya no me distrae, ya no me anestesia. Ahora exige mi atención, como una deuda que nunca dejé de acumular. Y hoy, en la caminadora N.º 11, mientras corría sin avanzar, las voces se impusieron sobre el ruido.
Y entonces ocurrió algo extraño.
Un hombre de casi 50 años, llorando como un niño perdido, en medio de un gimnasio lleno de gente. Un hombre adulto llorando es una anomalía. Un glitch en la simulación, una imagen que desentona con el mundo. Me sentí como un unicornio rosado con puntos morados en un zoológico: por más exótica que sea la otra fauna, nadie puede apartar la vista del unicornio.
Y confirmé algo que hasta hoy solo había sospechado: nadie le pregunta a un hombre adulto por qué llora. Nadie se acerca a preguntar si está bien. Nadie extiende la mano. Tal vez porque, en algún rincón del inconsciente colectivo, se asume que “seguramente se lo merece”. Y tal vez sea así.
Siempre me ha costado llorar. No me sale de manera natural, ni siquiera al ver a otros llorar. Puedo acompañar a alguien en su tristeza, sentir empatía, pero nunca al punto de derramar mis propias lágrimas. Pero estos últimos meses han sido distintos. Como si el llanto reprimido de 35 años hubiera decidido manifestarse de golpe, sin previo aviso, cobrando con intereses cada lágrima no derramada.
Y aunque llorar en público es terriblemente incómodo, una parte de mí disfrutó el espectáculo que di. Terminé mi rutina con los ojos rojos, los cachetes húmedos y una camiseta empapada, no solo de sudor, sino también de lágrimas. Un llanto silencioso, ahogado en la respiración agitada de trotar.
Nadie se acercó. Ni hombres ni mujeres. Nadie ofreció una señal de empatía. Y no porque fueran indiferentes, sino porque nadie sabe qué hacer con el dolor ajeno cuando no viene envuelto en palabras o excusas. Cuando el llanto no tiene un contexto visible, cuando no hay un muerto reciente, una mala noticia o una herida abierta, el sufrimiento de otro se vuelve incómodo, casi una anomalía. Pero hay un matiz adicional y cruel en todo esto: el dolor masculino es, en esencia, un tabú. La sociedad acepta la tristeza en una mujer, la compadece en un niño, la comprende en un anciano, pero la rechaza en un hombre adulto. Se espera de nosotros entereza, control, dureza. El llanto masculino no despierta ternura ni solidaridad; genera desconcierto, incluso rechazo. Porque si un hombre llora sin justificación aparente, sin un permiso socialmente aceptable para derrumbarse, parece estar rompiendo un pacto silencioso: los hombres no lloran.
Yo, que toda mi vida he procurado acompañar a otros en su tristeza sin esperar nada a cambio, de pronto descubrí que estar del otro lado es un abismo más profundo de lo que imaginaba. Y me pregunté cuántas veces yo también habré mirado hacia otro lado, cuántas veces mi compañía o consuelo fueron el único puente entre alguien y su propio abismo. ¿Habrían seguido adelante sin mi presencia, o mi mano en su hombro, mi simple escucha, fue lo único que evitó que se sintieran completamente solos? Y si así fue, ¿cuántas veces más habrán necesitado ese consuelo sin que yo estuviera ahí para darlo?
Hace unos días hablaba con mi hermana menor, la más sabia emocionalmente de los tres. Conversábamos sobre cómo la emigración constante nos ha hecho sentir extraños en todas partes. Cómo aprendimos a navegar el mundo sin pertenecer del todo a él. Es un aprendizaje práctico, pero también doloroso. Sentirse ajeno nos ha hecho más empáticos con otros que, como nosotros, no terminan de encajar. Buscamos conectar y dar consuelo, pertenecer, aunque sea momentáneamente.
Nunca me he sentido ni colombiano, ni sueco, ni he querido pertenecer a un club cuya afiliación me otorgue un orgullo falso. Siempre he pertenecido a las personas y a las ciudades que he habitado, pero sobre todo a las primeras. Aquellos a quienes he elegido querer son mi verdadero hogar.
Pero entonces, ¿por qué lloraba en la caminadora?
Porque el ruido de mi mente ordenó, de pronto, todas las conversaciones dispersas que flotaban en mi interior. Y en ese nuevo orden, vi con claridad algo que siempre había estado ahí:
Yo siempre elijo a las personas que quiero, sin cuestionar si ellas me eligen a mí con la misma intensidad.
Es la conversación de la Coca-Cola: “¿La Coca-Cola desea ser bebida tanto como yo deseo beberla?”. Si no me hubiera esforzado en forjar mis amistades, ¿ellas se habrían esforzado por elegirme? Tal vez por eso hoy no tengo muchos amigos, porque la respuesta es, obviamente, no.
Y, de repente, el paradigma cambió.
Me vi, como el negativo de un hoyo negro: un punto de luz en un universo oscuro, un sol que brilla fulgurante sin que el universo le haya pedido su luz. Un brillo fútil, un esfuerzo inútil, una energía desperdiciada en iluminar lo que no necesita iluminación.
La sensación de no pertenecer es un estado liminal, un espacio intermedio donde la libertad y la soledad se entrelazan en un dilema constante. No pertenecer otorga una perspectiva única: la libertad de observar sin compromiso, de cuestionar sin miedo a perder un lugar que nunca se tuvo.
Pero esa misma libertad también pesa. La soledad no es solo una consecuencia, sino una condena.
La Coca-Cola que no te desea, el sueño que no sueña contigo. Es una imagen poderosa. Soñar implica desear, imaginar un futuro posible. Pero cuando ese sueño no te incluye, cuando sientes que corres hacia un horizonte que siempre se aleja, la desesperanza se instala. Como gritar en un vacío que no devuelve eco.
Y, sin embargo, quizá en ese mismo vacío resida la oportunidad de crear un sueño propio. Un espacio donde no se estorbe, donde la libertad y la precisión finalmente se reconcilien.
Tal vez la clave esté en aceptar que no pertenecer no es un fracaso, sino una condición que puede convertirse en fortaleza. No estar atado a un lugar o grupo permite explorar, reinventarse. La verdadera pertenencia no se encuentra en la validación externa, sino en la autenticidad y la aceptación de uno mismo. En lugar de esperar a ser elegido, quizás la respuesta sea elegirnos a nosotros mismos.
Tal vez llorar en la caminadora N.º 11 no fue un signo de derrota, sino la grieta necesaria para que algo nuevo pudiera entrar. Tal vez este dolor inesperado, esta sensación de no pertenecer, no sea una condena, sino la puerta de salida de un laberinto en el que ni siquiera sabía que estaba atrapado.
Porque siempre estar bien no es fortaleza ni consuelo, sino un muro impenetrable; no es equilibrio, sino la más sutil de las negaciones.
No estar bien, en cambio, es prueba de que algo se está moviendo, de que hay un cambio en marcha.
Así que quizás, por primera vez en mi vida, no estar bien signifique que estoy más cerca que nunca de estarlo realmente.