VIII. Libros, librerías, bibliotecas

Victor Navarro-Remesal
El peor explorador del mundo
12 min readAug 29, 2020

1. Leo, en estos días de verano varado, a Saramago, a Cela, a Julio Llamazares, a Annemarie Schwarzenbach, y con ellos salgo un poco de la isla. También leo Temporada alta, en el que el palmesano Nadal Suau reflexiona con brillantez sobre cómo el turismo de los que salen a la isla está devorando Ciutat y, en general, cualquier ciudad. De todos ellos apunto frases que me disparan el pensamiento y enseguida quiero mencionar aquí, la más contradictoria esta de Nadal Suau: “Necesito transcribir dos citas ajenas aquí, yo que querría escribir este libro sin servirme de ellas, sin apelar a otra autoridad que la nacida de mi mirada honrada (¿cuándo es la cita honradez, cuándo prótesis? ¿cuándo revela imaginación y cuándo pereza?)”. No sé si yo sería capaz de escribir estas notas sin usar citas, pero sé que no querría hacerlo. Si he de hablar del viaje, o del turismo, no me fío de mi sola mirada. El viaje es un palimpsesto, y al recuperar esta idea ya estoy citando de nuevo y escribiendo sobre escrito.

2. Digo todo esto para explicar que me cuesta separar viajes de libros, y no sólo de los que tratan sobre el viaje, y que por eso casi siempre que he de ir a algún sitio lo primero que busco son sus librerías.

3. Viajamos a librerías, bibliotecas, mercados de libros de segunda mano, museos de literatura, casas de escritores. Ya he hablado de Taiwán, de sus librerías públicas y sus inacabables tiendas Eslite y su museo de la literatura nacional, y podría mencionar también las visitas a Mollie Used Books y todos los libros que nos llevamos del país. Un trozo de Taiwán espera en nuestras estanterías, esperando todavía a ser descubierto, y mientras no los leamos nuestro viaje no habrá acabado del todo.

4. Podría hablar también de Kanda y Jimbocho, el distrito de los libros de Tokyo, o de Bosu-dong, la calle de los libros de Busan. De las cadenas Junkudo (Japón) y Kyobo (Corea), con sus múltiples pisos y sus subterráneos y su orden y simetría y sus lectores sentados en pasillos y escaleras. Del desorden, en contraste, y las pilas de libros crecidas casi como maleza salvaje en las tiendas de segunda mano asiáticas. En Bosu-dong conseguí una copia de Ji-do. Antología de la narrativa coreana contemporánea, un libro editado en castellano en 2009 y ya descatalogado, y otra de On Liberty, de John Stuart Mill, en el inglés original pero con una introducción en japonés que todavía no puedo leer. En el centro comercial Ryubo, en Naha, nos hicimos con varios cuentos infantiles ilustrados, confiando en que el vocabulario sencillo y el hiragana no tensasen demasiado nuestro pobre japonés. En el laberinto de Heiwa-dori, un shōtengai o galería comercial techada de las que todavía abundan en Japón, nos perdimos felizmente durante mucho tiempo en busca de Urara, una tiendecita de libros de segunda mano de la que nos llevamos, creo recordar, más cuentos.

5. ¿Por qué esa fijación con las librerías de Asia Oriental? Siento un extraño placer, acompañado siempre de una frustración pragmática, al perderme entre libros cuyos alfabetos no sé leer, que ni siquiera me dejan saber sus títulos. Es más que un imperio de los signos. Es una complicidad silenciosa, y acaso sólo imaginada, con los lectores que por allí transitan. Una comprobación de que el corazón de esos países late (“aquí se lee”, parecen decirme). B. suele bromear con que esas librerías nos permiten el placer de estar en nuestro entorno mientras nos protegen de volver a casa con la mochila demasiado llena. Allí, la barrera lingüística y alfabética reduce el libro a reconfortante fetiche, la librería a refugio, nuestra bibliofilia a topofilia.

6. Pese al gesto romántico, me gusta comprar libros que pueda leer. Tampoco quiero olvidar que una librería es un negocio: nada más representativo del destrozo turístico que lo sucedido con la librería Lello, en Oporto, convertida en atracción imprescindible, en un bonito fondo instagrameable más, en ficha de TripAdvisor a la que acuden turistas agrios para quejarse de tener que pagar entrada. (El precio de la entrada, por cierto, se descuenta del importe total si compras algún libro, pero sospecho que para ellos eso es un doble agravio). Ni siquiera necesito que el libro sea local para que me sirva de recuerdo: paseo junto a mis estanterías y me alegra recordar que esta edición de Conan vino de Islandia, este The Lathe of Heaven de Ursula Le Guin de Dinamarca, este libro de Mark Kermode me lo trajo B. de Londres.

7. Londres es, por cierto, uno de mis lugares favoritos en lo que a librerías (nuevas y de segunda mano) se trata. Skoob Books (estuvimos allí por última vez el diciembre pasado y B. fue la última clienta del año), Judd Books, Forbidden Planet (sí, las tiendas de cómics son librerías), Book and Comic Exchange, Brick Lane Bookshop y otras tantas son culpables de que alguna vez haya vuelto con la mochila a reventar y un par de botas viejas abandonadas en el hostal para hacer sitio a más libros.

8. Encontré un libro académico que incluye un capítulo mío en la Blackwell’s de Oxford, y (aunque no pasaran de unas pocas páginas profesionales, impersonales) por una vez sentí la punzada de la escritura que se escapa y viaja sola, sin necesitarle a uno.

9. Una de las primeras cosas que hicimos en Thimpu, en Bután, fue pasear en busca de libros. Es una ciudad pequeña, agradable, suficientemente ordenada, y no nos fue difícil dar con varias librerías. En Pe-Khang, junto al cine Lugar (otro día hablaré de los cines, también imprescindibles en mi idea de ciudad), pudimos demorarnos un tiempo y llevarnos varias lecturas: My Day & Age: Bhutan in the Twenty First Century, una recopilación de columnas del periodista Pema Wangchuk para el diario nacional Kuensel, y The Morning Sun, biografía de una butanesa llamada Sonam Yangki cuyo hijo tiene parálisis cerebral, escrito por Monu Tamang. No me llevo, y me arrepiento de ello al día siguiente, Dawa: The Story of a Stray Dog in Bhutan, de Kunzang Choden, la primera mujer del país en publicar en inglés. Días más tarde la buscaré en Paro y no la encontraré, pero a cambio me haré con las actas del segundo seminario internacional del Centre for Bhutan & GNH Studies, celebrado en 2006 y centrado en el tema, ¡qué casualidad!, Media and Public Culture.

10. En Thimpu leímos sobre el festival literario del país, Mountain Echoes, y fantaseamos con asistir algún día. Años después, mientras escribo estas notas, ahora mismo, paro para investigarlo un poco más. Empezó en 2009, ahora se llama Drukyul’s Literature Festival: Bhutan Echoes y, por supuesto, existe un paquete turístico para visitarlo. Este año, 2020, se tenía que haber celebrado entre el 20 y 23 de agosto: hoy estaría acabando. La sombra del virus no desaparece de estas notas. Como Bután está en cuarentena, el festival ha sido sustituido por una campaña online. En su Instagram, con el hashtag #LockdownReads, encuentro una foto de la directora, Sonam Wangmo Jhalan, con una copia de The Testaments de Margaret Atwood.

11. No encontré mi sitio en Cuba salvo en un par de ocasiones. La primera, en el mercado de libros de segunda mano (queda claro que debería rezarle al dios de los mercados de libros de segunda mano de Night Is Short, Walk On Girl) de la Plaza de Armas, en La Habana. Allí, entre hagiografías de revolucionarios y álbumes de cromos de la revolución (me compré uno), un chico joven me habla con entusiasmo de Pedro Juan Gutiérrez, de su prosa seca, salvaje, descreída, triste. Me llevé El insaciable hombre araña (relatos) y Arrastrando hojas secas hacia la oscuridad (poesía, o prosa poética) y pronto se convirtió en uno de mis puentes con la isla. Quiero volver a la Cuba que hay en las páginas de Gutiérrez, y me alegra saber que su Trilogía sucia de La Habana me espera en la biblioteca pública. También disfruté con el drama medio policiaco medio personal Cena con Buda, de Armando Cristóbal, y como siempre más tarde me arrepentí de no haberme llevado más libros.

12. La segunda ocasión fue en la casa de un matrimonio de periodistas veteranos, Vivian Núñez y Manuel Juan Somoza, que nos invitaron a cenar a E. y a mí. Con ellos charlamos sin prisas del oficio de escritor, de las dificultades del periodismo en Cuba y en el mundo, del reporterismo y la corresponsalía, y conocí mejor el país y su historia que con todo lo demás que vi allí. Al despedirnos, Manuel Juan nos regaló copias de su libro, Crónica desde las entrañas, una novela semi-autobiográfica que recorre la historia reciente del país con un tono de derrota y resistencia, y pensé que ningún viaje en que un autor te regala su libro puede ser malo.

13. No he ido a Lello porque (todavía) no he estado en Oporto, pero cuando fui a Lisboa no me demoré en visitar Bertrand, “a livraria mais antiga do mundo”. Más allá del récord y las expectativas que éste acarrea (leo una reseña, ese mal tan de la forma de viajar de nuestros tiempos, que lamenta que sea “una librería más”), disfruto de su enorme catálogo, de sus sucesivas estancias unidas por arcos encadenados, de sus bonitas reediciones de Saramago. Bertrand es ahora una cadena, la más grande del país en su ámbito, pero no estoy de acuerdo con la reseña: ninguna librería es una librería más. Me hago con un libro de José Luis Peixoto, Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte, y nos sentamos a tomar un café mientras esperamos a que pase la lluvia.

14. Las cafeterías son otro de los lugares que me gusta visitar, así que agradezco cuando se me ofrecen ambos espacios a la vez. El binomio café y libros es ya un cliché esteticista, pero con él paso buena parte de mi tiempo libre, de mi rutina diaria y de mis viajes. Todavía en Lisboa, bebo una taza de café con leche y compro un libro de Pessoa y una reedición del Tratado das Contradições e Diferenças de Costumes entre a Europa e o Japão, escrito por el jesuita Luís Fróis en 1585, en Ler Devagar (“leer despacio”), una enorme librería/espacio cultural que aparece en espacios hípsters como la web Lisboa Cool. Durante mi estancia de investigación en la ITU, en medio del invierno danés, acababa muchos días en la la Facultad de Humanidades de la Universidad de Copenhague, situada a pocos metros, ojeando libros de saldo más baratos que el café soso y caro que tomaba después allí mismo. Otras veces, caminaba media hora hasta el Diamante Negro, la Biblioteca Real de la ciudad, donde me esperaban más café caro, otra tienda de libros y varias estupendas salas de lectura. Además, justo detrás, en una pequeña plaza entre la Biblioteca y el Museo Judío, hay una estatua de Kierkeegard que me gustaba visitar, aunque fuera para comprobar que, un día más, alguien había puesto velas a sus pies.

15. También tiene cafetería la espectacular Boekhandel Dominicanen, una antigua iglesia de Maastricht reconvertida en librería, quizá porque alguien se cansó del cliché “templo de la literatura” y quiso hacerlo literal. Volvería allí ahora mismo, como volvería a Bókakaffið (literalmente, “libros y café”), en Selfoss, Islandia. Esta pequeña cafetería y librería de segunda mano es íntima, acogedora, calmante, una experiencia estética casi opuesta a la abrumadora arquitectura dominicana, pero iguales en lo que importa. Me gustaría decir que de allí salí con varios libros de Halldór Laxness, pero creo recordar que lo que compré fue algo de Robert E. Howard. (En Maastricht compré un volumen de Moorcock, y con esto ya han aparecido aquí los tres creadores de mundos fantásticos que nombré hace poco.)

16. Sí puedo decir que visitamos Gljufrasteinn, la casa museo de Laxness en Mosfellsbær, no muy lejos de Reikiavik, aunque nos conformamos con su exterior. Hay algo extraño en visitar las cosas museizadas de escritores, en su manera de intentar presentarnos sus espacios de trabajo como si la escritura se pudiera congelar en un escritorio, en instrumentos ordenados, en lugar de suceder entre paseos, duchas, desayunos o noches de insomnio. Los escenarios de la escritura prefiero buscarlos en las calles y plazas por las que sus autores paseaban, en aquellas cosas que pudieron mirar durante sus ensimismamientos. Cuando fuimos a Gljufrasteinn estaba leyendo Gente independiente y me pareció que el libro no salía de ningunas paredes sino de aquel paisaje. Y aún así, lamento a menudo no haber visitado el ya cerrado museo de Soseki en Londres y me prometo ir algún día a su nueva ubicación en Sussex.

17. Estando en Fukuoka, en la isla de Kyushu, descubrí que la casa de Kumamoto donde vivió Lafcadio Hearn también se había convertido en museo, y rápidamente tomamos un tren hacia allí. La ciudad acababa de sufrir un terremoto que había dañado su castillo y dejado heridas por todas partes, y la residencia de Hearn estaba, como casi todo, cerrada. Nos hubiéramos conformado con sentarnos cerca y admirar su fachada un rato, pero al poco de estar allí un amable anciano notó nuestra curiosidad y se acercó a preguntar. Como buenamente pude, le expliqué mi devoción por el autor y su obra, y enseguida, con gestos rápidos, nos animó a seguirle hacia el interior. Entramos, con mucho cuidado. Era una vivienda tradicional japonesa y no había sufrido demasiados desperfectos, aunque algunas partes, como el kamidana o altar doméstico, sólo pudimos verlas a la distancia. En aquella casa escribió Hearn, en 1894, Glimpses of Unfamiliar Japan, y ciento veinte años después pude estar allí, en silencio y soledad, sintiendo los azares que nos conectaban, la fuerza con la que sus textos habían contribuido a llevarme a aquel país.

18. Todavía no he visitado la casa de Robert Graves, en Deià. Algún día. Siempre es bueno que quede algo por ver en la isla.

19. A los pies de un olivo centenario traído de su Azinhaga natal, las cenizas de Saramago reciben al que se acerca a la Casa dos Bicos, sede de su fundación en Lisboa. Es un edificio extraordinario, único, con una fachada de cuatro pisos revestida de piedras talladas en forma de diamante. Pero para mí, lo importante estaba en aquel olivo. Soy poco dado a las mitomanías y las idolatrías, a las tumbas y los homenajes, pero el adolescente que fui confió en poder ver en persona a una de las voces que lo formaron aunque fuera de modo fugaz, en una presentación, en una firma de libros. No pudo ser, y el mundo sin Saramago se encogió tanto como después sin Le Guin, sin esas voces que lo explicaban en toda su crudeza y aún así consolaban. Entré a la fundación y de allí me llevé Da Estátua à Pedra e Discursos de Estocolmo, para que don José me siguiera hablando saltándonos las distancias de los tiempos, los espacios y la vida.

20. Adoro las librerías italianas, siquiera por lo fácil y económico que es encontrar allí a Umberto Eco. De Rimini, o de Boloña, o tal vez de Roma, me traje una edición de Come viaggiare con un salmone que leí hace poco con paciencia y gusto. Por cierto: había dicho al inicio de estas notas que nunca había estado en Roma, y como puede verse es algo que ya ha cambiado. Una de las primeras cosas que quise visitar fue la biblioteca Casanatense, que descubrí gracias a las Historias de Roma de Enric González. Ambas, la biblioteca y las historias, me las recomendó el amigo J., porque en esto de los viajes y la bibliomanía lo mejor es pasarse información de primera mano. La encontramos cerrada. Bueno. Confieso que no me apenará tener que volver a la ciudad para verla.

21. También fui, finalmente, a París, y B. quiso llevarme nada más llegar a Shakespeare and Company, uno de los lugares más sagrados para los bibliófilos de cualquier lugar. La actual librería no es la que abriera la americana Sylvia Beach en 1919 y cerró durante la ocupación nazi (la historia, quizá apócrifa, pero qué más da, dice que Beach lo hizo para no vender su última copia de Finnegans Wake a un oficial alemán). Tampoco importa que no lo sea: el símbolo permanece. A un tiro de piedra de Notre Dame, curioseo libros cerca de las camas instaladas en el local y leo que allí han dormido varias decenas de miles de escritores aspirantes. Ahora mismo, un gato gordo remolonea en una de ellas. Compro un libro del filósofo Eugene Thacker y al pagar me lo sellan en el interior: “Shakespeare and Company, Kilometer Zero Paris”.

22. De Shakespeare and Company hay alguna tote bag por casa. También de The Tribune (“fight evil, read books”), de Bertrand (“só sei que nada sei”), de Babel, de Skoob, de otras tantas. Con ellas paseo con uno de mis pocos gestos a la moda (¿están de moda?), sintiendo que llevo un poco sus librerías conmigo, y las lleno siempre con uno o dos libros por si se alarga el paseo y tengo ocasión de sentarme en una cafetería o un parque a leer.

23. Me cuesta separar viajes de libros. Estas notas errantes también lo son de lecturas, y si antes de empezarlas ya decidí que era mejor considerarme el peor explorador del mundo, como lector espero merecer al menos el grado de voluntarioso. Voy acabando este capítulo y miro los libros de Schwarzenbach y Nadal Suau que tengo que devolver a Can Sales, la biblioteca pública de Palma, uno de los lugares que hacen que la ciudad sea mi ciudad. Iré pronto, y saldré de nuevo cargado: le tengo echado el ojo a un par de volúmenes sobre el Tíbet.

Palma, 25 de agosto de 2020

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Victor Navarro-Remesal
El peor explorador del mundo

PhD, Game Studies. Videogames, play, animation, narrative, humour, philosophy. The unexamined game is not worth playing.