El ídolo del desequilibrio

Aguinaldo
El resto que falta
Published in
9 min readOct 30, 2020

Publicado en Aguinaldo #2: Calor & Mañana

Texto por José Santamarina | @josepsantamarina

Ilustración por Malena Guerrero | @malena.gb

El mundo le sopla las velas, ya 59, y él está ahí: de pie, haciendo equilibrio sobre la prótesis de la rodilla derecha, envuelto en el conjunto de gimnasia de Gimnasia y con una lata de Speed en la mano, entregado en partes iguales al efecto de los psicofármacos y al afecto del pueblo futbolero, que lo recibe en cada cancha festejándole la hazaña de estar, el milagro de ser. Su última aventura en la Tierra, en forma de un nuevo contrato que dice que es director técnico, bien puede convertirse en una gira despedida o en un renacimiento. No lo sabe ni él. Lo único cierto es que a esta hora, al cierre de esta edición, Diego Maradona está vivo.

Y un poco más: que el hecho de que esté vivo es un asunto de Estado. Algo que nos interpela y nos excita y nos incomoda. Algo con lo que no sabemos bien qué hacer: un problema nacional.

Unas horas antes de la presentación, un cronista de TyC Sports interceptaba hinchas al borde del estadio para preguntarles, cómo no, sensaciones. Las respuestas aludían a Dios, a mi vieja que está en el cielo, al pueblo, a que ya no importa nada y a los putos de Estudiantes. A que la tienen adentro. Hasta que el micrófono vio venir, caminando solo, a un nene de 10 años.

–¿Qué venís a ver? –le preguntó.

–A Gimnasia –contestó el chico.

–No. Venís a ver al Diego –lo corrigió el periodista.

–No. A Gimnasia –insistió el niño–. No porque venga el Diego lo tengo que venir a ver a él. Vengo a ver a Gimnasia, el cuadro de mi corazón.

Y siguió caminando.

Se sabe que la inocencia infantil mueve montañas pero hay que ver si logra mover a Maradona cuando se para adelante, cuando el mundo adulto entero le pide al nene que mire eso. Desde la cabina, el conductor Gonzalo Bonadeo decía: “Yo les pido que por un instante se saquen de encima al Diego amigo de Menem y de Fidel”. Y en otro canal, Sebastián Vignolo: “Yo a Maradona lo quiero ver en su hábitat, en el verde césped”. Y en otro horario, Martín Liberman: “Poner en duda su capacidad porque tuvo algunas situaciones vinculadas a lo extradeportivo es llamativo”.

Todo alrededor de Maradona está teñido de silencio. De balas que se esquivan, de cosas que no se pueden nombrar. De lo que no tiene palabras.

Diego pegándole de emboquillada contra Belgrano; Diego pegándole a Rocío Oliva porque no suelta el celular; Diego pegado a la raya en el festejo de su gol a Bélgica; Diego pegado a la raya.

Esa misma tarde, después de haber sido aclamado por 25 mil personas, Maradona aceptó el micrófono de Marcelo Benedetto, que primero le dio un beso y después le preguntó, cómo no, sensaciones. Diego respiró hondo, cargó los ojos de lágrimas, disparó: “Cómo puedo explicar yo con palabras las sensaciones que a uno le pasan por el cuerpo”.

Haciéndose cargo a medias, tercerizándose hacia el final de la frase pero con la misma inocencia del chico, Diego estaba expresando uno de los grandes dilemas de la experiencia humana: que toda historia es la historia de un cuerpo. Que a todo cuerpo le hacen falta palabras. Y que las palabras nunca alcanzan. Vivir es convivir con el vacío de sentido que nos toma cuando lo que nos pasa no cabe en el lenguaje. Esa impresión de orfandad por no llegar con precisión ni justicia a describir lo que transcurre adentro, sea físico o emocional. El miedo de que el otro va a entender otra cosa.

Esa insuficiencia que expresa Maradona es la misma que expresan los medios cuando lo miran y dicen las cosas por la mitad y es el problema esencial de la comunicación humana, ese ejercicio imposible y de frustración permanente en que la conexión con el otro se vuelve la línea del horizonte en el mar: un truco que está ahí nomás pero inalcanzable. Comunicarse, ponerle palabras a las cosas, es rodear lo imposible. El lenguaje nunca es la flecha que da en un blanco: es, más bien, una granada, que se lanza a un punto impreciso con la esperanza de romper un destino, de tomarlo por completo, y que se encuentra invariablemente con que a veces sí y a veces no. A veces el mismo tiro que la semana pasada bajó una pared ahora ni la rasguña.

Diego al aire entrevistando a Diego en La noche del diez; Diego suspendido en el aire, su gol a Italia; Diego y su aire comprimido para balear periodistas.

Contra ese obstáculo, la vida diaria abre dos caminos posibles: dejar de hablar o seguir hablando. Rendirse al fracaso repetido y abandonar porque es imposible o entregarse a la insistencia del intento porque es mejor que nada. O porque la palabra, arbitraria e insuficiente, construye un puente. Para ejemplo de esta segunda alternativa sirve la gran escena de la vida de Maradona, ese segundo gol a Inglaterra que vemos entero, de punta a punta, cada vez que nos cruzamos. Es una escena absurda, una confusión de diez segundos en la historia del universo que no tiene sentido describir. Y sin embargo, el relator Víctor Hugo Morales la escribió encima. Entendió que lo que estaba mirando era el gol de todos los tiempos y lo dijo, y en lugar de inhibirse por lo indescriptible se entregó a la utopía de describirlo, sabiendo que las palabras que eligiera, si no iban a explicar la escena, al menos iban a acompañar su viaje. Así es que su verborragia exaltada, la inminencia del llanto y la metáfora del barrilete cósmico, que no significa nada, cruzaron al futuro junto con el gol, no tanto porque les hiciera justicia sino porque el ser humano necesita una conversación para subsistir. Que lo que no tenía nombre ahora lo tenga.

La excepcionalidad de ese texto improvisado se recorta con crueldad de lo que pasa en general alrededor de Maradona, sobre quien se elige, la mayoría de las veces, mejor no hablar de ciertas cosas. Que en este caso, claro, no es sólo una cuestión de no encontrar las palabras exactas sino, mucho antes, el flagelo de meterle moral a todo. Encarcelada en el sistema de creencias judeocristiano en el que hay cosas que están bien y hay cosas que están mal, y en el termómetro social resultante que separa a la gente buena de la gente mala, la conversación pública argentina queda empantanada cuando el amor que destila se dirige hacia alguien a quien habría que odiar, y entonces todo se llena de incisos y de notas al pie: que hay que saber separar una cosa de la otra, que nadie es quién para juzgar la vida privada de un personaje público, que una cosa es Maradona y otra cosa es Maradona.

Lo cierto es que ese hombre parado, que necesita sentarse, lleva unas 500 mil horas vivo desde 1960 y que pasó mil de esas horas, o el 0,2% de su tiempo, jugando al fútbol profesional: el acto remunerado de buscar una pelota en un tumulto para patearla hacia un lugar mejor. Y que en el ejercicio de esa actividad física, la más popular de todas, fue una de las mayores expresiones estéticas de la historia humana: fue el David de Miguel Ángel, fue la luz de los cuadros de Rembrandt, fue el bombardeo de Apocalipsis Now, fue la dulzura de Robert Plant en Stairway to heaven, pero no fue una obra desprendida de su autor porque su arte fue él mismo, todo su cuerpo, y algunos movimientos precisos de ese cuerpo en control de la pelota desequilibraron el 99,8% de las horas restantes en que miró tele, fue al baño, comió, se drogó, se reprodujo y todos los etcéteras posibles. Ninguno de los que estamos en este texto, jamás, va a hacer una actividad al nivel en que Maradona hizo la suya. Eso es un dato. Y éste es otro: ninguno, jamás, va a reventar su propia obra, su cuerpo, como lo hizo él.

Lo que vemos cuando lo vemos es hijo de esos instantes ínfimos, porque hay segundos que definen a una persona, y también de esas miles y miles de horas muertas, porque las personas se moldean en el tiempo. Y entonces mirarlo es preguntarnos qué hacemos con él, con lo que nos atrae y con lo que nos repele, mientras nos sube la vergüenza ajena cuando estira la E, de la misma forma en que mirarnos a un espejo es preguntarnos qué hacemos con nosotros mismos, con el amor y la bronca que le tenemos a ese cuerpo que somos, a las destrezas y las actitudes miserables de que ese cuerpo es capaz.

Diego en juicio contra Claudia por las camisetas y los banderines; Diego irrumpiendo en Mar de fondo para abrazar a Ortega; Diego negando a su primer hijo; Diego negándoles la herencia a sus hijas; Diego gritando hijo de puta en la cara de Castrilli.

En la era de la corrección política, la referencia a Diego Armando Maradona, su nombre completo, se vuelve una elusión. Se nublan los matices de su vida y de su obra en virtud de la vida y de la obra de otro que no es él sino su alter ego mitológico, el hombre que nos dio tanto, como alguna vez dijo Marcelo Bielsa, que nos impide la posibilidad de expresarnos: haga lo que haga y diga lo que diga.

Hasta él cae en esa trampa. En la primera página de su autobiografía, editada en 2000, Diego cuenta que empezó jugando al fútbol en la defensa, de líbero, porque le gustaba mirar las cosas desde atrás. Es decir: cuando tiene que plantar su vida, dejarla impresa para siempre, el tipo empieza mintiendo. No hay forma de que en las calles de tierra que describe y a esa edad, en que los chicos corren la pelota como a un sonajero, haya jugado en esa posición, pero siente que su mito necesita esas marcas, que la grandeza de su carrera no alcanza si no se la adorna con detalles imprevistos, con guiños que sacudan el destino con más fuerza que con la que él mismo lo sacudió.

Bueno, no: se puede ser más libre que eso. El punto es que las contradicciones ajenas se conectan, al menos en el chat silencioso que todos llevamos dentro, con las contradicciones propias. Y que escuchar en uno mismo esas contradicciones es abrir una puerta riesgosa. Atrás de esa puerta, las cosas no tienen la certeza de la división entre el bien y el mal sino la imprecisión de la realidad, en que el deseo y el deber ser, como la pulsión de vida y la de muerte, tensan una cuerda elástica que no se corta nunca.

La mano de Diego prologando su propia guerra de Malvinas; la mano de Diego evitando el gol de la Unión Soviética; la mano de Diego agarrada de la mano de la enfermera hacia el control antidóping.

Por eso Diego, la historia de ese cuerpo, es, también, la historia de un misterio. Es difícil reconocer en ese gordo de barba gris a esa cara lisa de 1986 que se parece tanto a una estampita. Es difícil conjugar su ingenio y su tartamudez, la gambeta al servicio del deporte y las evasiones de su vida íntima. Sería más cómodo que Diego fuera el del calentamiento al ritmo de Life is Life, que Maradona fuera el que le pega a las mujeres y que en el medio estuviera Armando, la conjunción enigmática de dos planetas disociados. O que se muriera de una vez, para que el cortocircuito mental que nos produce su existencia se resolviera hacia babor o hacia estribor, sin el oleaje de la incertidumbre, y nos liberáramos de procesar ideas complejas. Así como está, su figura nos pone ante el dolor de aceptar que todos cambiamos, que de a ratos vamos para adelante y de a ratos para atrás, que somos capaces de la belleza y del caos.

La lucha es la de mirarlo a él, como a cualquier objeto, sin expulsar su singularidad, sin entregarse tan fácil al reduccionismo moralizante ni a ningún discurso totalizador que pretenda atrapar lo que insiste en escaparse. Y que Maradona sea, para cada uno, lo que sea. Que incluso quererlo así, con la irracionalidad con que lo queremos tantos, no sea un acto de cobardía masificada ni el producto de sumarle horas de YouTube a sus pases y restarle sus escándalos sino un acto de amor: esa sustancia intangible que nunca tiene fecha de origen y que siempre está buscando algo más en el sujeto amado.

--

--