El enemigo

Entre el mandato de la salud y el de amarse tal como somos hay un cuerpo indeciso, inestable, amorfo. ¿Podemos reconciliarnos con la incomodidad inherente que implica habitar uno?

Aguinaldo
El resto que falta
8 min readDec 9, 2020

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Texto de Marina Yuszczuk | ig @marinayuszczuk

Ilustraciones de China Ocho | ig @chinaocho

Publicado originalmente en Aguinaldo #3 — Moda & Miedo, diciembre de 2020. Podés comprar este número en www.aguinaldorevista.com.ar

Los dos hombres que retiraron el cuerpo de Marilyn Monroe del hotel donde murió nos dejaron como legado un relato espantoso: Alan Abbot y Ron Hast, dueños de una funeraria, contaron que Marilyn estaba sin depilar y sin teñir, no tenía puesta la dentadura postiza ni las prótesis mamarias que usaba para crear su característica figura curvilínea y en general, a sus 36 años, parecía mucho más vieja. “Se veía como una mujer promedio, que no se había cuidado mucho”, dijeron. Además de misógino, hay algo profanatorio y brutal en el relato de los funebreros, que sirve para pensar la relación de nuestra cultura con los cuerpos bellos y con el cuerpo en general. Lo que es veneración sostenida, deseo y consumo se convierte muy rápido en profanación y en un impulso destructivo muy particular, como si se gozara en comprobar que, en realidad, todo era una puesta en escena. Lo que dice también el relato, con ese carácter descriptivo que apenas pretende disfrazar una crueldad mayúscula, es que ningún cuerpo es suficiente, nunca. Ni siquiera el de la chica más linda del mundo, que tuvo el mal gusto de morir sin haberse retocado las raíces. Parece que tuvieron que trabajar varias horas sobre ese cuerpo para que en el funeral, y a los ojos del público, se pareciera a Marilyn Monroe.

Aun así, hay algo de la belleza que, al menos por un instante, parece contener una promesa de inmortalidad. No me parece que el culto a la belleza sea algo frívolo; es insoportable, desde ya, pero encierra la aspiración de que en algún lugar exista algo mejor que esta carne corruptible, de poder mirar otra cosa. Por eso la saña contra Marilyn que, en la hora final, se revela solo humana. El año pasado murió Anna Karina a los 79 años y me sorprendió cómo todos los cinéfilos que lamentaban su muerte compartían las mismas fotos de ella cuando tenía poco más de veinte años, con flequillo, tal como quedó fijada en las películas de Godard. Como si no importara realmente la muerte de esta señora casi octogenaria que tuvo cáncer pero, sobre todo, como si esa muchacha con flequillo de la que todos estuvieron enamorados, como si el cuerpo de esa muchacha no hubiera sido destruido hace mucho por el tiempo. Entiendo el culto por la belleza preservada como solo el cine puede hacerlo; pero también se trata de una manera de ver y no ver, de desviar la mirada del cuerpo de una mujer envejecida que murió porque estaba enferma pero también porque había cumplido su ciclo en este mundo, y a la que nadie en su sano juicio le hubiera dedicado en sus últimos años de vida el supremo, cretino piropo de “¡Estás igual!”.

¿Será que se quiere congelar la mirada en imágenes de belleza intacta porque no se soporta que el cuerpo sea esta cosa que se deteriora, que se derrumba, que se viene abajo? Sin embargo el terror por el cuerpo aparece, se cuela, se filtra de diversos modos, como una mano huesuda que sale de un ataúd para aferrarnos. Lo que está detrás de todo esto es, quizás, que hay un punto en que es insoportable tener un cuerpo. O ser un cuerpo, si es que prefieren pensarlo así.

Hace unos años se estrenó It follows, una película de terror cuyo título resumía en dos palabras todo un procedimiento: “it”, esa cosa, “follows”, sigue, o quizás, como se tradujo el título al español: “Te sigue”. La historia era la de una chica a la que alguien le pasaba una maldición durante el acto sexual: algo te va a perseguir, no sabés del todo qué ni por qué, y la única manera posible de sacártelo de encima es pasárselo a otro a través del sexo. Muy pronto ella también empezaba a ser acosada por estas presencias que no eran zombies ni fantasmas ni demonios: eran, ni más ni menos, cuerpos. Pero no el cuerpo que, como suele suceder en el cine de terror, se convierte en portador de una fuerza demoníaca o en una víctima del mal. No. Se trataba de cuerpos que asediaban, que eran ellos mismos el mal, cuya sola amenaza parecía consistir en desplegar los varios modos en que un cuerpo puede padecer, sufrir y retorcerse: cuerpos como no queremos verlos. Los que se ocultan, los que nos hacen desviar la mirada. Un cuerpo distinto cada vez, que aparecía a lo lejos y producía el momento de terror cuando se acercaba implacable; cuerpos de chicas desnudas, de viejos, blanquecinos, con una bata de hospital o con la ropa desgarrada. Cuerpos que parecían haberla pasado mal, violentados o enfermos o muertos. Y eso era todo: con esa idea, brillantemente ejecutada, It follows resultó una película inolvidable, que mete el dedo en la llaga de una época. ¿Cuál? La de amarse a uno mismo, la de “todos los cuerpos son hermosos”, “cuidarse es quererse” y todo tipo de slogans que se arremolinan alrededor de la misma idea: la de reconciliarse con el cuerpo, gozarlo, gozarse, sentirse plenos, amar empezando por uno mismo. La que se muestra en selfies sonriente y bella y se pasa de manera furtiva por whatsapp las fotos de Alan Kurdi, Araceli Fulles o Natacha Jaitt. La de tantear incansablemente quiénes somos y cómo nos ven, la de buscar en la belleza y el bienestar un refugio contra la muerte. La de poner a la autoestima como condición para el más mínimo movimiento.

Es cierto que en los últimos años el énfasis se desplazó del verse bien al sentirse bien y estar saludable: en alguna medida los ideales de belleza se reemplazaron por otros de vida saludable y consumo consciente, pero la idea sigue siendo la de ponerse a salvo. Como en cualquier religión, la información se traduce en mandatos. La prevención y lo saludable constituyen una ética cargada de imperativos y sobre todo, de prohibiciones: no hay que fumar ni consumir alcohol en exceso, hay que ejercitarse con regularidad, hacer vida al aire libre, no excederse con las comidas, no excederse con nada en general, practicar la mesura y en lo posible consumir alimentos orgánicos, naturales, lo menos procesados posibles y también hasta veganos y “cruelty free” (otro sintagma que me parece merecedor de un largo análisis). Nos preguntamos cómo mostrarnos, qué comer, qué tomar, cuáles vicios es aceptable sostener, cuántas veces por semana es normal coger, cómo y cuánto dormir, y contrastamos nuestros hábitos cada día con los de miles de desconocidos. La catarata de información que tenemos a mano se convierte en una responsabilidad ineludible porque, con la cantidad de recursos a mano, ¿quién se puede enfermar? ¿Quién puede ser gordo? ¿Quién puede tener la torpeza de morirse? La ilusión que se genera es la de un acatamiento que redundará en una vida saludable, larga y feliz; la meritocracia se extiende a la relación con el cuerpo y por lo tanto, el que padece es porque se “deja estar”, porque no se esfuerza lo suficiente en la “batalla” contra el sedentarismo, el “combate” contra los signos de envejecimiento, los “venenos blancos” u otro tipo de alimentos caracterizados como enemigos.

Pero si a pesar de todos esos recaudos uno se enferma, hay terapias alternativas que nos ayudarán a dilucidar qué es lo que hicimos mal, por qué nos hemos provocado una enfermedad y hasta por qué nos hacemos responsables de la suprema vulgaridad y mal gusto de morir, porque morirse siempre es un error en esta época, como lo indica la frase “murió joven” que ahora se aplica prácticamente a todo el mundo. Me parece que nos hemos creado un mundo imposible de habitar, y me pregunto: ¿hay alguna posibilidad de no estar, todo el tiempo, en falta? ¿Hay alguna alegría real en los mil gestos de placer, consumo y buen vivir que exhibimos?

Hoy en día parece haber un hedonismo extraño cuya contracara es la culpa; hay una marejada de imágenes, selfies y mensajes donde nos tratamos de ver o mostrar de cierto modo y, en el backstage de todo eso, como indica el título de este número de la revista, hay miedo. Miedo, odio, desprecio, fragilidad. A pesar del sueño incumplido de reconciliarse con el cuerpo, siempre hay una puja porque el cuerpo nunca está a la altura, nunca alcanza. Se escapa a toda posibilidad de dominarlo: si nos devuelve la imagen que deseamos, si nos conforma, es solo por un instante, antes de convertirse en otra cosa que no esperábamos. Y en el fondo no deja de ser el capullo del cadáver que hemos de ser, algo que tarde o temprano va a matarnos. Quizás entonces, y dado que en el cuerpo hay algo de enemigo agazapado, esta nueva tendencia de amarse y gustarse esconde una especie de trampa: ¿podríamos sentirnos reconciliados, de una manera lisa y continua, con ese otro? O, en lo que respecta a este nuevo imperativo de “aceptarnos”, ¿podríamos no gustarnos, y de todas maneras vivir?

Sea cual sea la respuesta, definitivamente no se encuentra en las imágenes, que es donde nos sentimos compelidos a buscar. No habrá nunca una foto, propia o ajena, ni espejo ni reflejo de ninguna especie que nos devuelva una certeza en relación al cuerpo. Pienso bastante seguido en estas palabras del Marqués de Sade como personaje de la obra de Peter Weiss: “Cuando estaba en prisión aprendí/ durante trece años/ que este es un mundo de cuerpos/ que cada cuerpo contiene una fuerza terrible/ torturándose a solas con uno/ desgarrándose/ a solas, te digo, en medio/ de un mar de muros”. Peter Weiss le hace decir estas líneas al Marqués de Sade como oposición al idealismo político de Marat, pero de paso revela todo lo que hay en el cuerpo de irreductible, indomable, irredimible, esas fuerzas oscuras que no se dejan decir y sin embargo somos.

No tengo muchas certezas, pero me parece que la única manera genuina de gozar el cuerpo es de adentro hacia afuera, no mirándose. Porque el cuerpo tiene esta capacidad fantástica de volverse imperceptible cuando uno está realmente transportado. Y porque con el cuerpo nunca se puede estar seguro: ese momento supremo en el que decidiremos de una vez y para siempre que nos “aceptamos”, que nos hemos reconciliado, que ahora sí, podemos empezar la verdadera vida sin ese desdoblamiento insidioso, no va a llegar. Con el cuerpo siempre es arrojarse, como en el instante de saltar al agua o de sacarse la ropa delante de otro por primera vez. A ciegas.

Aguinaldo es una revista semestral impresa de Argentina.

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