Ilustración por La Delmas

Morder atravesando

Aguinaldo
El resto que falta
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5 min readMar 14, 2021

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Por Silvina Giaganti

Empecé a leer A propósito de las mujeres de Natalia Guinzburg y en el primer relato hace una apreciación sobre las mujeres que me interesó por su opacidad:

“Sin embargo, se me olvidó decir algo muy importante: que las mujeres tienen la mala costumbre de caer en un pozo de vez en cuando, de dejarse embargar por una terrible melancolía, ahogarse en ella y bracear para mantenerse a fondo: ese es su verdadero problema. Las mujeres se avergüenzan a menudo de ello, y fingen no tener problemas, que son enérgicas y libres, y caminan con paso firme por las calles con grandes sombreros y bonitos vestidos y los labios pintados y un aire resuelto y altivo, pero nunca me he encontrado con una mujer en quien no haya descubierto al poco rato algo doloroso y lamentable que no he visto en los hombres, un peligro continuo de caer en un gran pozo oscuro, algo proveniente del temperamento femenino y tal vez de una secular tradición de sometimiento y esclavitud, que no será nada fácil vencer; he descubierto precisamente en las mujeres más enérgicas y altivas algo que me inducía a compadecerlas y que entendía muy bien porque yo comparto ese mismo sufrimiento desde hace muchos años y hasta hace poco no he comprendido que se debe al hecho de ser mujer y que será difícil librarme de él. Dos mujeres se entienden muy bien cuando se ponen a hablar del pozo oscuro e intercambian impresiones sobre esos pozos y sobre la absoluta incapacidad que sienten entonces de comunicarse con los demás y de hacer algo serio, y sobre los forcejeos para mantenerse a flote”.

Lo que me interesó de este párrafo de la autora nacida en 1916 es la ambigüedad con la que retrata una porción de nuestra vida emocional que, leído a las apuradas, podría pensarse que lo que hace es atacarnos. Porque al captar ciertos aspectos — el pozo oscuro, la melancolía, el fingimiento, la caída, la incapacidad, el tironeo para no sucumbir a la disolución — que deflacionan a las mujeres, parece estar jugando con las cartas del opresor, para quien la mujer es el sexo débil.

Sin embargo, desinflar esa idea de mujeres inmunes a la caída, o al menos no confirmar la obligación de serlo, libera. Libera a las mujeres, y sobre todo libera la escritura de las mujeres y libera a las lectoras.

La ambivalencia es una próxima guerra que estaría bueno dar, como seguramente otros den, próximamente y con muy distintos intereses, la guerra por el agua. Porque negar la ambivalencia, ese estado de emociones simultáneas y en conflicto, es negar una parte bastante opulenta de la naturaleza humana. La ausencia de ambivalencia es como volver a ser bebé y que te hagan avioncito con una cuchara llena de papilla. Una nutrición mega dirigida. Poder ser ambivalente y poder admitir que otros lo sean es admitir que una tiene dientes.

También estuve leyendo a Paolo Sorrentino, el artista total. En Todos tienen razón, el cantante Tony Pagoda, el narrador que le da máquina a sus recuerdos, al ver a una mujer pasandole el trapo a los muebles de la casa, recuerda a su propia madre y realiza, en su memoria, un encomio napolitano que abrevia, en una frase, decenas de libros buenísimos sobre economía feminista que fueron publicados en los últimos años:

“No lejos, sobre el mueble de palisandro oscuro, Rita había olvidado el trapo del polvo. No se me escapan estos detalles, porque pasé mi infancia contemplando a mi madre, mientras realizaba las tareas de la casa. Y yo sabía conmoverme, viéndola tan ocupada en esa clase de trabajo que no deja nada sobre la tierra, ningún rastro”.

Y yo estoy acá en el punto huracanado del conflicto, acompañando la conmoción de un varón, Tony Pagoda o Paolo Sorrentino — da lo mismo — y pensando en mi propia madre sacando el polvo de los muebles; y apoyando la moción de una mujer, Natalia Guinzburg, la de desinflar todo lo que para bien o para mal, pueda convertirse en puro, blanco, liso y mítico.

El otro día una amiga me dijo “vos no tenes problemas con las personas no del todo limpias, lisas, sin manchas”. Tener conflicto con eso sería como entrar en guerra porque los perros tienen cuatro patas, pienso. Esas personas limpias que menta mi amiga tienen la característica de no existir, en primer lugar; y, que en caso de existir, vivirían maquilladas con kilos de cosméticos, de un espesor tal como para actuar en una película sobre María Antonieta o sobre Michael Jackson, pero no para estar en la calle, a menos que quieran que las confundan con un cuerpo encontrado en Pompeya, blanco como la ceniza caída del Vesubio.

En los últimos años me reconozco en el día de la visibilidad lésbica más que en ningún otro día. Debido a mis características poco afirmadas en el género asignado, mis amiguitos y amiguitas de mi edad, mis compañeras y compañeros de colegio y mi familia me atacaban un poquito — asumo que creyendo que era sin costo — confundiendo mi falta de aptitud para encarnar un concepto satisfactorio de feminidad con lo que ellos entendían que era ser una mujer. A través de la combinación infalible de maldad y de ignorancia, sin embargo, se acercaron a Monique Wittig, para quien las lesbianas no son mujeres. Las cosas siempre están más cerca de lo que parecen. Claro que la manzana que me tenía rodeada lo hacía para disminuirme, mientras que Wittig lo hacía para enhebrar la idea de que una lesbiana, al no participar del sistema heterosexual en donde los varones y mujeres estan generizados en roles bastante esquemáticos, está más allá del género que tal sistema tiene previsto para las mujeres: ni políticamente, ni económicamente, ni ideológicamente, la lesbiana es una mujer. Sin embargo, pocas cosas me gustaban más que cuando mi ex novia, una ex novia importante, me decía: sos tan mujer Silvina, sos toda una mujer. Los sentimientos son confusos, y no hay que preocuparse ni esconderlos, a menos que una quiera tener los contornos de una estatua y no una de persona.

¿Entonces qué soy? No sé, sinceramente. Por lo pronto, soy alguien que nunca pudo acostumbrarse a pedir perdón — por no cumplir con las expectativas de otros, por no satisfacer el género asignado, por no suministrar una respuesta tranquilizadora sobre cómo vivo -. Pero tampoco quiero acostumbrarme ahora a pedir perdón por no dar con los conceptos adecuados, por pensar que no existe la pureza ni la transparencia, por aburrirme de los discursos saneados y por creer que los corrales que juntan animales de la misma especie, adocenan. Creo más bien — aunque como con todo, por momentos — en el hexagrama vigesimoprimero del I Ching “morder atravesando”, es decir, sobreponerse a los obstáculos empleando la fuerza.

Y en el fondo, creo que soy alguien que, reduciendo los deseos a lo básico — y que por básico no se entienda menor — soy alguien a quien le gustaría acampar sola en el pie de una montaña y no tener nada pero nada de miedo. Soy alguien a quien le gustaría sentir que el mundo es también suyo.

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