Ilustración por La Delmas

Soy feminista porque soy una bestia

Aguinaldo
El resto que falta
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5 min readMar 11, 2021

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Por Ángeles Salvador

Cuando trabajaba en un hotel frente a la central y marginal plaza Once, paraba por ahí una pordiosera loca de toda locura, ida de toda idea, que vestía unas polleras negras que levantaba para mear y cagar a la luz del sol. Estaba siempre tirada, no respondía, no pensaba, hedía y había perdido el pudor que le hubiera impedido levantarse los trapos que se sostenía como pollera -un remedo de humanismo- para hurgarse el culo en la vereda de la calle La Rioja a las diez de la mañana. Los policías de la plaza, que eran los que la corrían cuando mostraba todo a los transeúntes o aullaba monótonamente, contaban que por las noches los crotos borrachos de la estación y de Cromañón (para esa época ya era la ceniza del horror) la penetraban en la vereda. Algunos la violaban, otros la amaban, alguno, tal vez, le daba comida. Era, más allá de la repugnancia y el temor que causara la mujer, una mujer a mano, un bocado para llevarse a la boca.

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“Las mujeres somos bestias”, me dijo una vez una vieja psicoanalista -digo vieja porque era anciana. Todo hay que explicarlo-. Las mujeres somos bestias, me dijo y me convenció. Me convenció la pose, me habilitó la idea, me revivió la memoria de una cadena umbilical hacia una hembra bípeda, hambrienta y nodriza, lastimada, molesta hasta la furia y atemorizada hasta la inteligencia. Me vi bestial pensando barbaridades, gritando dolores de parto, imputando condenas, insultando imbecilidades -las mías y las de él-, escondiéndome para sobrevivir. Me vi bestial escudriñando la violencia, calculando la salida, me vi bestial agarrando el celular a las dos de la mañana con ansias criminales. Me vi y me convencí.

Que fuéramos bestias, nosotras, significaba que ellos, los hombres, no lo eran. Al menos, no con el aura primitivista que endiosa. ¿Me estaba diciendo la verdad la vieja psicoanalista? Yo sabía, ya sabía, que las mujeres éramos mentirosas y desconfiadas. Mentirosa la psicoanalista, desconfiada yo, en este caso. ¿Y lo bellas? ¿Dónde había quedado lo bellas que fuimos? ¿Era mejor ser bestia que ser bella? ¿La maldición se había invertido? ¿Qué era más conveniente: ser bestia en el consultorio de mi psicoanalista para conjurar mis reacciones, mis contestaciones y ser bella en la calle, en mi baño, en las redes, en los pasillos de la oficina o sentada en los restaurantes, para sobrevivir? ¿O era mejor ser bestia con las bestias, guardar el secreto y atacar, atacar, atacar, atacar?

¿Qué me estaba diciendo esta vieja de mierda?

¿Que somos bestias apaleadas, anestesiadas con dardos temporales, latigueadas, sonrientes por el agua y la comida que nos cambian cada mañana, por el auto con nafta, domesticadas en lo doméstico? ¿Que somos bestias violentas, brutas y siniestras para el sentir, para el decir y para el obrar al fin de cuentas? ¿O me estaba empoderando para salir a matar?

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¿Por qué soy feminista? La pregunta es falsa enunciada por mí. No necesito responder. Un interrogante que parece un pedido de explicaciones. Siempre dando explicaciones, siempre recibiendo explicaciones (aquí una primera respuesta). Una vez enunciada retóricamente para escribir por el Día Mundial de la Mujer la pregunta se vuelve clave: hará falta fingir un postulado, dar una lección, abrir conciencias, irritar a sabiendas, irritar sin querer, declararse en rebeldía, gobernar en la comodidad, contradecirse en defensa propia, disparar en defensa ajena, vengarse. Todas acciones necesarias, partes de la experiencia de ser mujer. ¿Cuál me hace falta hoy?

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No hay feminismo sin genealogía materna. Una genealogía mortal, por definición, pero también por derrame machista. Todavía nos subleva, todavía nos enferma. Una joven muerta después de un parto, la tatarabuela regalando una bebita, una huérfana criada en el campo, una mucama alcohólica embarazada por un arpista paraguayo, una estudiante universitaria enferma de lupus y listo: después una entra en depresión post parto con la tarjeta personal de una psicóloga experta en puerperio en la mano y una recién nacida que adelgaza en un moisés. Es momento de hacer un llamado desesperado.

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Un viejo profesor de teatro insistía, hace casi 30 años, en la guerra de los sexos como prerrogativa básica para el conflicto teatral: el malentendido intrínseco e indescifrable entre lo que llamamos géneros. El malentendido entre ellas y nosotros como nudo gordiano de la existencia. “No tiene solución”, decía incomprendido y sin poder comprender a su sinfín de alumnas-novias. “Las mujeres y los hombres nunca nos entenderemos”. Tenía razón, pero la pereza para buscar los motivos era sospechosa.

Es que el vínculo con los hombres siempre fue una locura.

Que te miren, que te pongan en un lugar, que te suban al pedestal, que te bajen del pedestal, que comamos del mismo plato, que tengamos el mismo plan, el mismo ticket de avión, la misma clase, que tu madre y que mi padre, que tengan una vida para ofrecer, que tengan dinero para crecer, que tengan estabilidad para convertir, que digan la verdad con la mirada también, que luchen, que prendan un fuego, que hilen conceptos complejos, que nos peinen con prolijidad y que inviten, que tengan una erección donde permanecer, que coleen en el ripio, que no vuelvan tan tarde, que no molesten, que no molesten tanto. Y que no me hagan reir, por favor, para dar la risa estoy yo.

Pero “las cosas se pusieron más difíciles -y sabes que sí-”, cantábamos como locas en la canción de Thelma y Louise ya saben de quién.

Que te miren, que te encierren en un lugar, que se suban al pedestal, que no bajen nunca del pedestal, que paguen tu plato, que premediten un plan, que palpen en el bolsillo las llaves del auto para huir, que usen tu clase para culpar, que tu ex, que tu ex, que el compañero de trabajo, que tu ex, que tengan una vida para destruir, que roben dinero para no dejarte tener, que tengan estabilidad para la red, que causen miedo con la mirada también, que peguen, que te prendan fuego, que hilen insultos hirientes, que peinen su desenfreno, que tengan una erección para hacer doler, que coleen en la esquina para hacerse ver. Que no vuelvan nunca más, que no nos maten. Y que no me hagan reir pidiendo perdón, por favor, que para autoengaños estoy yo.

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Una voz dulce y sexy y un portacosméticos sucio y vacío me definen como mujer. La mesa dividida entre hombres y mujeres y esa cerrazón sobre el mundo que hacen con gesto de croupier, me definen como feminista.

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