El poder de la salsa

Condimentando la vida

Darina
El sabor del amor

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Lo conocía poco o nada. Más bien poco. Mejor dicho nada. Lo conocía de un par de días atrás.

Uno no debería hacer esas cosas, supongo, porque es del tipo de cosas que siempre te advierten que no hagas. El caso es que no lo conocía mucho y me invitó a conocer su casa.

Era un sábado y claro que podría resultar bien. Después de todo los sábados son para hacer cosas nuevas. ¿Una excursión hacia lugares que uno no tiene idea de cómo señalar en el mapa? Por qué no.

Resultó ser una de esas unidades habitacionales en medio de ninguna parte, que antes eran terrenos ejidales y se vendieron por una bicoca a compañías constructoras con la elegancia y sentido del estilo de un niño de 3 años jugando Lego. Auténticos depósitos de personas alineados de forma totalmente alienante.

Casas de “El Infonavit”

Muchas casas se veían en total estado de abandono. Apenas unas pocas habitadas y muchas más estaban aún espera de ser vendidas. ¿La razón? La falta de transporte público o servicios en la zona volvían a la colonia un páramo árido, donde poco o nada había por hacer en varios kilómetros a la redonda.

Paraíso suburbano de compleja inmersión en la sociología de “quiero tener mi casa propia”, que se volvía un poco más complejo cuando veías que para llegar a trabajar tenías que dar en sacrificio dos horas de ida y dos de vuelta.

Nos conocíamos poco, ya lo dije, al grado de que al llegar a su casa, ya habíamos acabado los temas de conversación. Me dio un rápido tour por la casa, en donde sólo tenía un sillón (blanco, demasiado blanco para el polvoso territorio en que se encontraba) una barra (que ya venía incluída entre las amenidades que entregaban con la casa) y un refrigerador casi vacío.

__ ¿Qué vamos a comer? — Pregunté yo o preguntó él. No recuerdo en cual de los dos cabía más la cordura, pero se notaba a leguas que estabamos lejos del Centro Comercial más cercano y ni siquiera le habían instalado el teléfono.

Una vez que la pizza quedó descartada, hice un rápido examen de su despensa: un par de huevos, tortillas, jitomates, chiles…

Y sí, allí, abandonado entre los triques que le envío su madre para no dejarlo en la miseria total, un molcajete sencillito y de uso. Seguramente fue curado en su tiempo con ajo o con sal de mar.

“Una salsa”, fue el pensamiento feliz que llegó a mi mente al ver el molcajete y me puse a asar jitomates y torear los chiles, para que quedara mejor.

Me alcanzó el ánimo para preparar “Sopitas con huevo”, el plato que mi madre nos preparaba los sábados cuando ya no quería cocinar: 3 tortillas cortadas con 2 huevos, por porción. Las tortillas se fríen y se le revuelven los huevos.

—Nunca las había comido así— Dijo él, mientras se servía abundantes cantidades de salsa. Estabamos contentos.

No morimos, claro. Le gustó la comida y me propuso matrimonio. Culpo del todo a la salsa.

Regresé a casa.

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