CUE // 19–12–2014

CE-11
El Tiburón
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12 min readJan 4, 2016

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Una visión: la ciudad, en la noche, desde el balcón. ¿Puedes contemplarla? Los farolillos resplandecían con nuevos destellos, como si ya no necesitásemos del sol para que las fachadas se nos revelen completas. Parecía uno de esos cuadros de Brueguel, o el Toledo del Greco: en primera instancia, la visión arrobadora, la realidad completa, vista de lejos, que inauditamente permite la inmersión en todos sus detalles. Pero no era una pintura: no había pinceladas, sino ciudadanos, y cada uno de sus actos, y los actos de sus padres, concretizados sobre el valle, que ahora sí se mostraba absoluto, contorneado por nevados y cuencas y los Andes, que por está ocasión habían sido pintados con verdores azulados y tramados nocturnos, pero que se extendían mucho más allá de la urbe. Al detenerme en ellos, y en su repujado irregular, pude también desvanecer al poblado humano que sobre ellos habíamos levantado. Pude ver al mundo sin el hombre, y dejó de ser mera sede de dramas y enredos sentimentales; se mostró con un organismo en sí mismo, que poco nos necesitaba pero que también nos contenía, y entendí que éramos solo cerdas de este tejido colosal. ¿Es que algún pintor podría mezclar todos esos matices, provisto de todos los óleos y de todas las horas? Imaginé el alcance del foliaje y quise separar cada especimen vegetal del adyacente y abarcar a cada ser en una sola clasificación -con ese desconsuelo intelectual de que muchos de esos árboles ya habían vivido más que yo; habían superado más otoños y más primaveras, y habían albergado a más cánticos desde sus ramas y cuyas raíces se extendían, kilométricas, en subsuelos inhóspitos. Una vez, durante un experimento alarmante, escuché cómo el agua se trasladaba a través de ellas y a través de la montaña, y en su desplazamiento la redefenía, y la montaña, como nosotros, se hacía un segundo más vieja. ¿Pero cómo podíamos imaginar a un árbol sin el que lo sucede, sin el monte que lo nutre y que lo acoge, y sin el monte adyacente, y todas esas vidas cíclicas revoloteando en sus designios, a lo largo del planeta entero, reemplazando matices inalcanzables por otros igual de complejos, no solamente un tapiz majestuoso, sino la vida misma, unitaria: la orgía molecular divinamente organizada, la extrema armonía entre paraje y paraje, la voluntad natural de la existencia completa?

Pero yo no soy un naturista, y pronto me dedicaría a observar otras cosas. Astros y mesetas volvieron a ser paisajes. Antes, sin embargo, intuí que nunca los comprenderíamos enteros, y que, por eso mismo, esa contienda por el entendimiento no culminaría nunca, y, lo que es más, pudiese no traer ningún fruto consigo: nada más que una impresión, artificiosa, de los mecanismos perfectos de la eternidad, que tan poco exige de raciocinios. Los que exigimos pensar somos nosotros. He allí nuestro fetiche, y ahora, como nunca, entiendo del error de Eva, y de sus hijos, en intentar saciar curiosidades. ¿Qué progreso verdadero ha traído el conocimiento, si no esta atolondrada redisposición de montañas y océanos en adefecios simbólicos, en comodidades ilusorias, en grandezas abstractas, y por ende, inexistentes? Vi lo que vi y por ende ahora también dudo de la separación de hermanos, padres, hijos; dudo que haya diferencia entre machos y hembras y entre primates y berbenas; he escuchado el cantar de cascadas y golondrinas y ya no puedo saborear los constructos de las más intricadas sinfonías; en nada se diferencia para mí la catedral que más sacrificios haya exigido de la rutina del más ínfimo de los insectos: incluso creo que la complejidad del segundo, sus mociones y kinestesias, superan en creces el alcance de ningún arquitecto, cuyos planos y cuadrículas solamente han reordenado, en falsa divinidad, la impenetrable e inmortal grandeza natural. La gloria humana ya ha deformado demasiadas bahías y demasiados peñascos.
¿Erróneamente? ¿No han sido nuestra agallas las que han dictado y ejecutado estos actos monstruosos? ¿No es nuestra naturaleza dudar de esa voluntad original e ilusionarnos por nuestras redisposiciones vanidosas? Si somos el animal más poderoso, ¿cómo se supone que habríamos ahora de liderar la biósfera? ¿Podemos hacer tal cosa -despojarnos de grandezas y reincoporarnos armoniosos, pero también, a través de nuestras numerosas herramientas, forjadas de fuego y tierra, seguir desafiando mareas y panteras y domesticar la primavera para que proceda con más eficiencia? ¿O debemos resignarnos a montaraces, forasteros rebeldes, que no pudieron sobrellevar su dominio sobre selva y estepa y por ende se vieron obligadaos a escapar a palacios abstractos y reinos imaginados, donde no hay separación entre pensamientos y deseos propios y ajenos, donde podemos pulular a gusto en nuestra hegemonía sobre lo que no existe, y hay plena sintonía entre emociones e impresiones, y no es necesario medir, ni separar, porque todo ya es infinito?

Mi método ineficaz a mí sí me obliga a separar -quizás la limitante la imponga la consciencia, tan ineficiente para la simultaneidad, para la confluencia y confusión de todos los seres y todas las cosas en una sola instancia total. Y porque sigo siendo, o al menos eso creo, un humano, me vi obligado a destruir este paisaje en esfuerzos confraternos, cada cual a su tiempoo. Será que el humano sigue siendo mi animal favorito, y aún minúsculo, sigue tejiendo los más intrigantes enredos. La realidad solo es, y no nos cuenta ninguna historia, y no trae consigo enseñanzas ni mensajes. Sin embargo, nuestra obsesión por el comprendimiento nos obliga a redisponerla en espacios y tiempos, a otorgarle clímaxes y tedios, a viajar, con ella, a través de sus procesos. La ciudad reapareció, un universo entero, y una vez se disiparon los efectos de su resplandor, tuve que transformarla en ficción. ¿Pero cómo empezar a describirla; cuál es el orden propicio en el cuál esparcir mi impresión? Es como si esa noche hubiese conseguido absorberla entera. Primero vi la catedral; luego, las edificaciones que la rodeaban, ordenadas en hileras. A lo largo de quinientos años, habían sido pensadas por españoles y franceses y criollos, levantadas por indios azuayos. Vi ventanales, balcones, arcos, portones; ni tan altos, pero cada cual con sus ornamentos y colores. El cuadro contenía una hilera particular, el barranco, y bajo neones bochornosos y sauces centenarios, fluía el Tomebamba, que en un principio figuré eterno, pero cuyo cauce se renovaba a cada momento y cuyo lecho no tendría más de unos cuántos miles de años. Esa misma noche, unas horas antes, había estado allí, y había contemplado el discurrir de corriente con fascinación insólita. Cada ola, me dije, era distinta de la que la había precedido; los murmullos nunca eran los mismos. El río, y sus orillas, protagonizaban entonces la composición; yo estaba parado sobre el puente, y vislumbraba, con el extremo de mi ojo izquierdo, al templo de Todos Santos, y la noche entonces refunfuñaba lagañosa, pero para cuando llegué al balcón ya se había desnudado. ¡Las nubes también tenían su agenda! ¡Cuántas cosas sucedían a cada instante! Haber estado allí, y hace tan poco, fue lo que me recordó que el cuadro contemplado no era un cuadro, sino una realidad en movimiento. Lo que es más, ese recuerdo me hizo recordar los sortilegios que trae consigo nuestra escala natural y la altura de nuestros ojos.
Y es que era incomprensible que ese sauce, ahora minúsculo, sea exactamente el mismo sauce que minutos atrás me guarecía, tanto más grande que yo; entonces solo podía incorporar las puntas de sus ramas en mi visión. Bajo el sauce, cada estímulo era indispensable, y mi realidad solamente podía ser la que se desencadenaba, sensorial, ese mismo instante. Ahora era minúsculo, y yo mismo, recordándome, lucía minúsculo bajo él.

Ese sorprendente juego de escalas continuó a lo largo de la ciudad entera. La pude deconstruir, si no en escenas, en escenarios. Divisaba un semáforo, allá abajo, y me lo imaginaba sobre mí, impidiéndome el paso. Divisé los parques y recordé las aventuras que había vivido sobre sus bancos. Recordé la anchura imponente de cada tronco y tan poco después los divisé flacuchos. Las aventuras del pasado y las contemplaciones del presente se sucedían alternadas inmediatamente. Y nuestra consciencia, sí, nos arroja a estos zigzagueos de la memoria constantemente -puede usted recordar, por ejemplo, regresar a su ciudad y, desde la ventana del avión, encontrarse con su casa. Qué pequeña luce. Minutos después, tras desempacar, sentirá los encantos inigualables del hogar, y una vez se haya acomodado en su templo favorito -climatizado y ornamentado con familiaridad inconfundibles- poco recordará de la pequeñez en la que hace tan poco lo había contemplado. Seguramente también olvidará de esos miles de otros hogares que contempló, y pasó de largo, hasta llegar al suyo; minutos después de su arribo, ya estará en los innumerables dramas que se hayan propagado en su ausencia, dentro de su casa y en las cercanías. Saludará a la parentela, regará las plantas, visitará la cocina, se pondrá al día en higienes y deberes, escuchará y comentará los chismes escandalosos y las hazañas heroicas. El calor del hogar no se compara con ningún otro.

Muy bien, ésta fue la particularidad de mi visión: podía contemplar la ciudad, desde arriba, en plano general, e ingresar en algunas de las edificaciones que ya la componían -como un videojuego moderno, excepto que no había simulacros pixelados, sino la realidad sucediéndose a cada instante. Veía el trazo cuadricular y la disposición de edificaciones en manzanas; luego, pero sin dejar de contemplarla desde arriba, a la manzana, cientos y miles de veces más voluminosa que yo, como si estuviese parado sobre ella. Y luego, imaginar el drama y concurrencia desencadenándose en cada edificación que albergaba. Quiero decir que entré, insustancial, en un departamento de solteras, y vi la refrigeradora vacía y la vajilla plástica orgullosamente adquirida, y, un parpadeo después, entré en un viejo convento, y contemplé ídolos de oro y madera y apolillados retratos de milagros, y muy poco después me pasée por comedores vacíos, porque padres e hijos ya estaban durmiendo, e imaginé, silencioso e invisible, pugnas pasadas sobre esa misma mesa: cómo Hija había logrado que Padre extienda el toque de queda para la noche siguiente, y cómo Madre se había sorprendido parcialmente de su logro y había arremetido indirectamente, la noche del evento, contra sus fachas. Ahora bien, la festividad en cuestión no era más que una trama secundaria en la consciencia de Madre, que no podía quitarse de la cabeza la confesión de Hermana y su atracción extramarital hacia Agente Estatal Colega, que hace no más de nueve meses era carcomido, noche a noche, por la acumulación de deudas, pero que, tras una racha de aciertos laborales, fervorosos y emocionales, había conseguido zafarse de moras y renovar su autoestima, pese a que cargaba y cargaría siempre estigmas provistos por su propia madre (si es que lo hubiesen psicoanalizado hubiese referido al repetido incidente en el que es menospreciado, justamente por su falta de compromiso, frente a sus dos hermanos, que ya se han mudado hacia otra parte) que estallarían tarde o temprano y que desmantelarían el affaire con violencia con rezagos en el carácter de los hijos de Agente Estatal Colega por años y décadas venideras. ¿Cómo manejaría Hermana la situación? Quién sabe, sobre todo porque no existe, y es solamente un ejemplo iustrativo de nuestras atiborradas y ensimismadas consciencias, que se reúnen por cientos de miles a organizarse entre sí pero a obsesionarse con ellas mismas.
¡Y con cuán poco detalle la he ilustrado! Tomos enteros podrían redactarse sobre Hermana, sobre la nobleza de su ascendencia y sobre la calidad de su infancia; sobre cómo conoció a su marido y cómo, en tardes atareadas para razón y corazón, decidió quedarse con él; describir las rutas que encaminaron juntos, y cómo poco a poco ella comenzó a dominar su lenguaje de gestos y fobias; cómo se sintió la primera vez que se acurrucaron juntos frente al televisor; en qué locación hicieron por primera vez el amor, y cómo fue, y de qué hablaron luego, y cómo así se casaron, y cuál fue su canción, y por qué ella, años después, empezó a desenamorarse, y qué es lo que ha visto, recién, en Agente Estatal Colega como para que le haga considerar siquiera semejantes fechorías y así, la vida entera. Parpadeo. Veo la ciudad. Hay, al frente mío, 200.000 de esas. Escenas infinitas desde subjetividades infinitas.
Me retiro de estas intimidades ajenas (antes de salir, echo un vistazo a rosarios y portarretratos, celofanes y álbumes fotográficos; cada objeto es inerte, pero cada objeto cuenta también su historia; acarrea, con el recuerdo, cierto valor emocional. ¿Qué son? Las montañas, esculpidas y dadas sentido. Cada templo también es distinto) y contemplo las mías. No encuentro novedad, aunque sí me imagino a la cena desintegrándose en mi estómago y al tejido de piel desprendiéndose del brazo y unas cuantas neuronas pidiéndome clemencia mientras las acallo con más gin. Qué poco me conozco, me digo, si total yo también soy todo esto, si total lo que tengo es heredado, si total todo está conectado. Tomo un atajo: todos somos energía, y por ende, todos somos inmortales. Los gusanos fortalecerán tras digerir nuestro cadáver. Tiene que haber una fuente original, y de ella somos parte.
Cierro los ojos y creo en Dios.

Los abro de nuevo, y la ciudad sigue al frente, resplandeciente. Ha tomado más de quinientos años erigirla. Pero más que hermosa me resulta fascinante, y ahora me pongo a pensar en sus ladrillos y tejas. Son innumerables -excepto que no, son finitas, y cada uno fue fabricada a su tiempo, en su proceso, y exigió tales y cuales esfuerzos energéticos. Así también cada baranda y cada adoquín. Luego regreso al trazado que tanto ha ponderado la UNESCO. Me pregunto cómo, desde la colonia hasta nuestros días, habremos lotizado y repartido este valle, con qué arbitrariedades ciertas parcelas, de ciertos tamaños, han ido en parar en ciertos propietarios. Imagino, ya que lucen tan lejanos, y ya que sigo en ácido, cómo fue crecer en un pequeño patio encementado y en medio de una colina amurallada. Qué tales vidas habrían vivido los unos si se hubiesen mudado a donde el otro. Las iusiones de riqueza y nobleza y precariedad, y cómo, pese a ser ficticias, regían el mundo real. Pensé en el capitalismo y en cómo, usurpando al valle y usurpándonos entre nosotros, habíamos construido un pueblo tan bonito, de destellos tan profundos. Pero es muy de pueblo, pensé, pensar que el mundo terminaba allí. ¿Será que solamente estos ríos y este valle regían a esta urbe?

Ha pasado un poco más de un año desde mi visión. Los especialistas de macroeconomía pronosticaban que nuestro país tendría que sobrellevar inimaginables obstáculos para mantenerse a flote dadas las nuevas condiciones del mercado. Dicho y hecho: la inversión estatal se suspendió y empresas públicas y privadas han sufrido los estragos, y ya hemos podido percibir cómo nuestra economía nacional tiene menos dólares en circulación. Los efectos económicos han mutado a efectos políticos, y quién sabe qué hubiese sucedido si el mismo Papa -máximo representante de la iglesia romana católica- no hubiese venido a calmar los espíritus. Pero no solo es nuestro país el que está en crisis, sino también, por ejemplo, la China, que ahora le compra menos cobre a Chile, cuya economía consecuentemente se ha deteriorado. El otro día la Miriam de Vickys no me quiso fiar tabacos. Me dijo que en estas épocas ya no podía. ¿Es por sus errores de provisión y administración, o es porque los Estados Unidos de América invadieron Medio Oriente oportunamente y llenaron sus arcas de petróleo y por ende disminuyeron el valor del barril, y por ende atrofiaron la base de nuestra economía? ¿Cuán autónomos y soberanos somos realmente? Y la globalización no está solamente por el intercambio de vienes, sino, y sobre todo, me parece, por ese dominio mediático-tecnológico que establece la agenda de unos pocos, muy lejanos a nuestro entorno y circunstancias, como propia -la tendencia la puede establecer cualquiera, es todo democrático, pero los privilegiados de la masificación del internet han sido los más poderosos. Ya están en nuestros bolsillos; nunca han sido tan íntimos con nosotros. Recuerdo que esa noche, en el balcón, dije que si teníamos que iniciar alguna lucha sería la de resistencia cultural -imaginé que estábamos siendo sometidos a un nuevo tipo de conquista, y que la globalización difícilmente nos convendría. ¿Pero era esta ciudad tan diferente a una ciudad noruega, o tailandesa, o somalí? ¿No era la estandarización un paso importante hacia el entendimiento y la empatía universal? ¿Cada uno de nosotros es un contenedor individual, irrepetible, de contornos rígidos; o somos más bien, como humanos, un solo animal, un solo tejido en constante erupción, organizado en ficciones pero esencialmente unitario?

Luego amaneció y sonaron todos los pájaros y fue la canción más conmovedora que he escuchado nunca. Cuando bajé a la calle, los árboles lucían bidimensionales, renderizados para cada ocasión y en cada momento. Me dije: quizás todo esto es una ilusión, un sueño, pero la verdad, si ese es el caso, es que hasta ahora no he despertado. Entendí, solamente después, que mi consciencia no podría nunca abarcar la majestuosidad de este mundo. Mucho trataría luego de ordenar las impresiones y calcular una síntesis, pero todos mis fracasos serían miserables. También me dije: si ya es tan complejo: ¿cómo puedo yo cambiarlo de alguna forma? ¿No soy, y seré siempre, minúsculo? ¿Si pudiese efectivamente lograr un cambio, cuál sería? No sé todavía, pero en cambio no desistiré. Será vano, pero yo no desistiré hasta haberlo entendido, hasta conectar los eslabones y ordernarlos. Y luego sí: ensamblar la nueva semilla y vamos desde cero.

-Espérate no más — me dice Arturo. — El deseo secreto de todo científico serio es hacerse estúpido de nuevo.-

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