cuenquita

Arturo
El Tiburón
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3 min readJan 4, 2016

Han de ser los ríos, que son cuatro y nunca paran de fluir. Fluirán cuando llegue, cuando se vaya y cuando regrese; están fluyendo ahora mismo, bajo sauces, laureles y claveles. Cierre los ojos y encuéntrelos usted: a veces en calma, a veces violentos, nunca del todo iguales a la última vez. El recorrido de corriente discurre incesante hacia el oriente, y las aguas cantan encerradas en sus lechos de siempre, pero cada ola es distinta y susurra su propio rumor. Puede sentarse por horas en el Barranco, distinguiendo oscilaciones, o puede dejarlas como están: paisajes en movimiento. Siempre están allí. Debe de ser por eso.

¿Cómo, si no, explicarla? Una ciudad chica, gigante, ni gélida ni sofocante, susceptible a todos los climas restantes para lo que queda de la tarde. Modesta aldea enladrillada sobre un valle entre los Andes, sede de encontrones astrales y ancestrales; que todavía no sabe si es pueblo o si es metrópoli, porque todo el tiempo pasa todo y al mismo tiempo nunca nada, excepto por el caudal, que jamás cesa, ni la edificación perpetua, detalle por detalle. Que fue Guapondélig, santuario de guacamayos, y luego Tomebamba, cuna de emperadores. Que fue demolida y reconstruida y abatida y redimida, y que para ni sé cuántas gentes de ni sé cuántos lares también ha sido casa: todos han ido dejando alguna gracia en alguna de sus terrazas. Que parecería tan grande: para empezar por las iglesias, a raudales, pero así mismo por los parques y museos y plazas y rodeos, y también por los platos, de todas partes: si las recetas son propias, tendrán mote o nata o chancho o papa; quién sabe qué llevarán las ajenas, y para qué que han llegado tantas. La cosa es que tendrá que irse acostumbrando, porque cada fruto brote de sus huertos llevará alguna pulpa, textura, blandeza o aspereza que no llevaba el anterior. Y es que como que aquí nada nunca es del todo igual.

Hay cómo decir que se bebe a cada rato y no será del todo cuento, pero a usted no tiene por qué cogerle ningún recelo al respecto: cuencanas y cuencanos han demostrado ser un encanto, y si les encuentra en ese estado, seguramente le darán proponiendo algún brindis que celebre a lo foráneo. Por lo demás, más temprano, serán cordiales y discretos, y mucho se han de preocupar por usted. ¿Qué es lo que hacen, mientras tanto? Artesanías, digamos: en barro y hierro y cobre y cuero, y también todos esos elegantes sombreros, pero eso no es más que un ejemplo, porque lo que pasan es cantando, como los ríos, abajo arriba y arriba abajo, cada uno a distinto temperamento y a distinta velocidad. Son inconfundibles. Y muy amables, sobre todo, aún cuando haya que prevenir de todos estos rasgos singulares, germinados por los destellos ante cada orilla y por el pasado, agitado, sometido, esplendoroso que subyace cada cúpula, baranda y adoquín. Es como tranquila, Cuenca, pero es también una locura: basta que la contemple desde alguno de sus puentes y verá cómo también se le escapa la explicación. Para cuando trate de pescarla, el río, sereno y salvaje, ya la habrá silenciado en los confines de su cauce. Ni para qué consternarse. Parece más prudente permitirse deslumbrarse: el verdor, el fragor y el fervor también se habrán ido en un ratito, y en un ratito ya han de estar en otra parte.

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