De turismo por el Cusco

Tancredo Preta
El Tiburón
Published in
6 min readSep 30, 2015

Ves la puerta del teatro de la Mesón de la Estrella y ves cómo ha sido dividida en retículas y cómo en cada celda se ha tallado un decorado distinto: flores, escenas, ornamentos que, conglomerados, llevan a la grandiosidad del constructo. Pero no lo olvides nunca, ¡es tan solo una puerta! (las estacas doradas, como colmillos, forjadas a través de moldes, rodelas y varillas; los pilares de concreto, en forma de ídolos, apilados uno sobre el otro; la disposición curva, en islotes, de otros grabados en madera y cobre; la cerradura masiva, bañada en pan de oro; uno se imagina, de dónde la habrán traído, dónde se ha cocinado esta belleza, bajo el comando de qué cura, cuánto tiempo después -será que el tiempo solo premia estas luchas de la vida lenta- se han redispuesto los despojos de la tierra mediante calma controlada; ves al artesano masacrado, que toma la roca, formidable, una y otra vez, que con mucha paciencia la traslada hasta los hornos, y al artista escultor, que efectúa las planificaciones y pasa los bocetos, al cura que efectúa el comando y dice que hay que partir la montaña en pedazos, que hay que pegar estas y estas otras partículas solidificadas, una sobre otra, y mejor olvidémonos de su humildad mineral antecesora, y redispongamos los elíxires de la montaña en belleza previamente visualizada y trazada y, cuando plasmada, un umbral monumental; tan solo, hoy, un paisaje, un fondo agradable para la fumareda ahora mismo ejecutándose -qué poco nos importa, minuto a minuto, este asunto de la trascendentalidad-; para que los muchachos y muchachas -sobrehormonales, sobreestimulados- que protagonizan la tertulia del balcón del frente decidan, quizás, al fin, romper las esferas de la individualidad y el comfort social y, gracias a moléculas y químicos y fluidos se atrevan a actuar no en pos, ni siquiera, de su reproducción, sino más bien por su impasible, inalterable, impostergable vivacidad) Es no más que una puerta: la entrada a otro cajón, la entrada y salida a aún otro microcosmos, tangible, real, habitable, sede de encuentros infinitos, donde se dirá lo que sea que se quiera decir y se hará lo que se quiera hacer y, digo, pueden llegar las potestades humanas de allá tan lejos y decirnos: no, no, no es solo una puerta, es un patrimonio, es una postal intangible, concreta, que va más allá de nuestras ridículas necesidades inmediatistas, este es el hombre superándose a sí mismo; no, pelado, no se pone mucho mejor que esto, esto es inmortal, y quedará para siempre.

Pero ahora ves el portón de cobre de la Mesón de la Estrella y ya no ves la majestuosidad colonial sino a los ni sé cuántos incas que ya habían llegado antes, que se habían tomado este pedazo de tierra, y los ves, también, entrando y saliendo de sus propios aposentos para completar sus quehaceres urgentes, vestidos y embestidos de lumen y destello, también apurados por completar lo que sea que se hagan propuesto, hablando y rondando en tosquedad y pericia, diciéndose cómo mejor habría que tomar esta otra ruta, llevar a cabo este otro proceder, apurándose ante la presencia de soles y lluvias y también presas de infinitos dramas humanos -cada uno, recordemos, presa de su consciencia; cada uno necesitando y sintiendo y pensando y torpemente diciéndole al otro, con o sin palabras, cuál es la mejor manera de gastar su tiempo, qué es lo mejor para ellos y para los suyos, pero, ah, muy poco después, todos estarán muertos, sobre los adoquines coagulará su sangre, su estirpe se desintegrará en masacre. ¡Cómo retumban todavía, las estridencias de la muerte! Llegan los frailes forjadores de puertas y toman lo que fue y lo rehacen a su dogma, según su enredadísimo sistema de creencias; según lo que, tras muchas disertaciones, han decidido, es lo que es, su forma de asimilar al mundo; su percepción, simbolizada y sintetizada, de quiénes somos y qué es lo que nos rodea, y cómo debería de ser, y se calientan los hornos y las forjas y las labores de todos los subordinados al dogma y se plantean metas -casi siempre subyugadas las redes de necesidad animal de las que ningún hombre ha logrado exonerarse- y manos a la obra, camaradas: hay que, una vez más, inventarse un planeta. Curas, monjes, catedráticos y restauradores (tantas veces ajenos a su cuna) se aglomeran (a través del tiempo, cada quien toma su turno, pero una vez rota la secuencialidad, los puedes ver a todos, algunos repetidos) y entran y salen a través de la puerta, que ya ha demostrado ser, entre otras cosas, antisísmica; cada quien con muy urgentes necesidades por saciar (a veces diferentes el uno del otro, aún siendo el mismo. ¡Cómo nos cambia el tiempo! Cómo es que los días se suceden en circunstancias tan similares, en sistemas de vida casi idénticos, y, aún así, plagados de incidentes distintos, y, así, el martes de esta semana estaremos en una encruncijada tan distinta al de la anterior, y, pese a todo, al mismo tiempo, el mismo tipo, el mismo nombre, ¡la misma puta puerta! ¿A quién conmueve?) Ah, no, pero no es solo la puerta (y la fachada entera, con malas yerbas en los tejados, que puede ser descrita como “bonita” o “colonial” o “sustento cultural de una civilización conquistadora más poderosa” o “vestigio vivo de una humanidad claramente inmortal” o “monasterio dominicano en Mesón de la Estrella, Cusco, Perú” o “cúmulo de madera y cobre y concreto fervorosamente levantado, de resultado vistoso, como tantas otras fachadas de esta urbe histórica”); es la calle, adoquinada y cuadriculada, que se construyó hace tanto, tanto tiempo; tanto, que parecería que ha estado allí desde siempre, y que ha sido también defecatorio de palomas con plumajes de todos los motivos (imaginar un sitio tan viejo que en él hayan cagado distintas especies de aves; el segundo especimen ha evolucionado del primero), que ha sido el sitio, por ejemplo, en el que Víctor y Augusta se besaron por tercera vez y primera noche, después de cinco gin tonics, y por sesenta horas ninguno dejó de sonreír, que meses después se pelearon, regresaron a lo suyo, pero, cuando se acuerdan -y si se concentran, duele, todavía- dirán: “Cusco, qué lugar maravilloso” y ni zona los frailes, los artesanos, los forjadores, y es que no pues, este es un lugar donde nace y germina el amor. ¿Qué será de Augusta?

Ahora mismo, sin ir más lejos, la fachada es solamente fondo romántico en segundo -o tercer, o aún más lejano- plano de muy intenso ritual comunal de baile, desfogue, eroticismo; de ataduras que agradablemente se rompen; griterío, éxtasis mansos pero prometedores de seres humanos que se encuentran con sus pares sin haberlos conocido antes, que están libres, y cuya auto-consciencia ha sido maravillosamente acribillada por muy numerosos rituales kinestésicos, cuyas miradas no reposan y que se dejarán llevar por el gozo comunal y los movimientos de sus pares. Ahora mismo, el balcón donde vimos al portón está siendo ocupado por el chusco, desfachatado anfitrión argentino y sensual rubia brasileña de mirada seria y labios carnosos (y voluptuosa, de blusa transparente, de pantalones blancos ajustados; parecería medio filática pero plenamente en confianza, ahora mismo, de cómo luce, de cómo es, ni si quiera tan delgada, y que imprime violencia al abalanzar sus brazos contra su amante), y cómo se están besando, y qué fin tendrán esta noche; que mañana seguramente se levantarán con agradabilísima sensación de despojo de duda y culpa, y dirán, luego: hey, cómo se farrea en el Cusco, las cosas que pasan en ese sitio, y que tendrán hijos, descendencia (probablemente cada uno por su cuenta) y él dirá: mirá, así es como encarás a una mina, pero la verdad es que la técnica se le escapa, como se nos ha escapado a todos, que hemos parido hijos, nombrado calles y construido ciudades más que nada porque así nos lo han dictado nuestras agallas, porque a ver qué pasa, y puede ser, puede ser, que no haya más que la gozosa kinestesia, el aplacante fervor, el turbulento raciocinio, la serena percepción y la interminable necesidad, y que hacemos las cosas según cómo habría, se supone, que hacerlo; pero, quiero decir, lo hacemos porque así nos lo han enseñado, tal y como se les enseñó a quienes nos antecedieron. ¿Estaban equivocados? ¿Qué más hay, si no esa pugna por el bien estar y el bien hacer, cómo sea, cómo salga, a lo que dé lugar? ¿Qué otro dictador, sino la naturaleza? ¿A dónde nos habríamos de ir, si no a dónde nos lo obliguen nuestras células? Pero somos ellas, y somos, tenuemente, las de todos los otros, que fueron y serán, y quizás luchemos tanto por ser de una forma y no de otra solamente porque la muerte se avecina, y, así las cosas, es imperativo decidir cómo contribuiremos nosotros, qué función desempeñaremos, a ciegas, siempre a ciegas, pero siempre necesitando algo; siempre luchando contra alguien, nunca seguros a favor de quién.

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