Hombres de fe

Hugo Molchanvique
El Tiburón

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El hallazgo atronador no llegó por el ánimo heroico de Tifón, a quien naturalmente se le atribuiría, sino por uno de los tantísimos ingenieros a quien este se había encomendado. Específicamente, por Raúl Pristía, de modales poco ostentosos pero pasado lustroso, cuyo tío, Enrique, había dedicado muchas noches al pasatiempo de la radio-afición. Fue un incomprendido. A eso de las cuatro ya salía a enfrentar a la antena e insultar a la estratósfera; luego cogía alguna de las botellas de la sala de estar, se despedía y se encerraba en la buhardilla a jugar, entre silencio e intermitencia, junto a mapas, polillas y cajones de metal. A Raúl nunca le dejó entrar, pero una vez vio cómo el cartero, absorto, llegaba con sobres con estampillas de Noruega, Marruecos, Pakistán.
- ¿Qué llevan dentro? — preguntó.
- La confirmación del contacto — dijo Tío Enrique, que apenas y le dejó ver alguna de las coloridas cartulinas, repletas de números y símbolos y letras, de distintos portes, revueltos sin explicación.
- ¿Y no les puedes hablar?
- Usamos el código morse, pero no se trata de eso.-
No lo entendería sino hasta el momento del suceso, pero, entenderán, entonces no pensaba en eso. Entonces no pensaba, y Raúl no era Raúl. Apenas y reverberaron las frecuencias, crocantes y violentas, desapareció el curco seboso de tecleo vertiginoso y así también las ojeras, los monitores y las torres de modulación. Tres segundos enteros fue lo que duró la transmisión.
- Dios mío — dijo Rául.
- ¿Qué han respondido! — gritó Tifón, desde la sala de control.-
- No sé. Una especie de bramido.-
- Increíble.-
No pasaron ni cinco días que despegó el transbordador. Lo demás, como se suele decir, ya es historia.

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