#JeSuisParis

Tancredo Preta
El Tiburón
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9 min readJan 4, 2016

Empecemos con que estamos viviendo la época más pacífica que hemos vivido en mucho tiempo. La urgencia de la guerra, horrorosa, traía consigo sentido, hasta que nos dimos cuenta, finalmente, de que no hay gloria alguna en los hermanos decapitados. Sin embargo, con esta paz -tan relativa, tan conflictiva, en la que la tanta sangre se derrama remotamente; es como si las forjas se hubiesen convertido en sastrerías- también han venido nuevos cuestionamientos. Los fundamentos de la civilización son artificiosos, y, desde que nos dimos cuenta de aquello, no podemos encontrar respuesta acorde al desenvolvimiento de sucesos que constituye la estadía de la humanidad en nuestro planeta. Nos estremecen el absurdo y el nihilismo. Hemos ido hacia atrás, hacia muy atrás, y hemos visto que esos dogmas impregnados en cada ciudadano son invenciones de próceres lejanos, muy creativos, que se la figuraron de cierta forma para que los monitos hermanos no se pierdan mientras avanzan en la senda del progreso y nos sucumban ante el caos, el estancamiento y el vacío. El cristianismo, el capitalismo, el nacionalismo, el socialismo, el fascismo, usted diga el que le guste: otorgan orden, proveen bienestar, brindan lazos de pertenencia a individuos forzados a desarrollarse en sociedad y en pos de objetivos comunales cuya ejecución puede bien concatenarse en constelaciones más extensas que la que sus protagonistas podrían sospechar. Nos alivia pensar que no somos más que las minúsculas cerdas -erguidas, he allí el encanto- de un organismo colosal que aún no podemos descifrar, que nos acoge y alimenta pero que bien puede rechazar nuestras arremetidas y tribulaciones y desintegrar a hechiceros y hechizados con la misma violencia con la que los crió. Pero ese es un tema complejo, y no es el que quiero tratar.

Anteayer el servicio electrónico Facebook -el servicio con más usuarios de la corporación del mismo nombre, que también es propietaria de los servicios Instagram y Whatsapp, entre otros- me preguntó si quería apoyar a París cambiando mi foto de perfil. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Apoyar a quién, cómo? Yo, que solo he pisado París mediante letras y fotogramas, podría condolerme con la tragedia de un pueblo lejanísimo solamente al cambiar mi avatar -nuestro especimen contenedor ya lo había hecho durante los incidentes de Charlie Hebdo; él se justifica con que se trataba de la voz de una revista de humor que apoyaba a otra revista de humor, que se trata de un conjunto más chico, pero sus justificaciones no toman en cuenta que la vida obliga constantemente a abrir y cerrar círculos de empatía, a ser unos y, por conseguiente, dejar de ser otros. ¿Existe, es factible esa empatía masiva, universal, en la que todos y cada uno de los seres humanos puedan respetarse, agraderse y hasta quererse entre sí? Nuestra mente, nuestro tiempo, nuestra inevitable expiración nos obliga a pertenecer a un bando y por ende dejar de pertenecer a otro. Us and them. Siempre. Pero esa división pende de anaqueles terriblemente inestables. Pero no nos atolondremos hacia el artificio: está la sangre, los genes, el color de piel; blancos que se juntan con blancos y negros que se juntan con negros. También: los intimísimos lazos sanguíneos. La procedencia biológica. Parecerían inexorables, pero, ah, como muchas otras veces, la genialidad de nuestra especie permite saltarnos también esas barreras: empecemos, eso sí, con que los rasgos sensoriales inapelables son los que más nos cuestan apartar. Pero lo hemos visto: podemos pertenecer a clubes heterogéneos; seguir vocaciones, evaluar afinidades, sentirse mejor con unos que con otros y pertenecer. Aferrarse. Si se renuncia a ello, caer al vacío.
Luego sí: los artificios. La religión. La religión da para tanto: a veces es como si de eso se tratase todo el abrir y cerrar de círculos: enciérralos en una ideología, aíslalos de otra. Entonces tenemos, por ejemplo, el cristianismo, que no es monoteísta completamente (¡contemple su muy considerable catálogo de santos!), que de alguna manera puede discernir entre el bien y el mal y además proponer libertad e igualdad. Hay un cielo, un infierno, una vida más allá. Hay que sentirse culpables medio que todo el tiempo. No podemos comprobar que tal cosa exista. No estoy seguro de que debería ser así: para mí esto basta, una vida basta. La inmortalidad energética se encarga del resto. Pero no: nosotros, para organizarnos como debemos, debemos no solamente crear, sino creer. Así, pues, hemos erigido no solo templos, sino vidas enteras (y creo, todavía, en que las segundas valen más que las primeras) alrededor de ese complejísimo sistema de creencias: cuándo se peca, cuándo se erra, cuándo actuamos según la gracia del Señor. Ahora bien, la Biblia es también un manual económico, una constitución, un panfleto político: en sus letras aguardecen naciones. Por eso, a través de las enredadísimas tramas del mito, pudo penetrar tan profundamente en nuestra percepción de lo que es el mundo y qué deberíamos hacer en él. Pero no es el único libro sagrado. A veces pienso, con respecto al objetivo del Alacrán, que habría que competir contra los coranes y los toranes y con las meditaciones de Confucio, sin embargo, no hay por qué atolondrarse hacia esas ambiciones. Antes de eso, habría que tomar en cuenta que el ser humano no es solo ese vórtice de inquietudes metafísicas y dilemas morales; nuestros actos traen consecuencias a nuestro entorno, y de allí que la organización económica de los pueblos haya regido, igual, artificiosamente pero con aún mayor inmediatez -pues, a menos que usted sea un monje que ya trascendió y que no necesite de estúpidas palabras, el cuerpo y sus necesidades imperan sobre las cuestiones del alma- sus ocupaciones, sus motivaciones, su momento a momento en esta estadía terrenal. Podemos hablar ahora del capitalismo y de cómo impera sobre nuestro proceder con más potencia que cualquier ideología y cualquier encariñamiento; pero a mí, ahora, me interesa más el fenómeno derivante, el liberalismo, en el que tú eres tú de una manera en la que no has sido nunca, en que tus acciones trascienden las fronteras familiares, amorosas, confraternas; en el sistema portas una identidad, una persona, y tú decides, o al menos eso parecería, qué es lo que debería pasar con ella: gustas y sientes y opinas de una forma única, irrepetible, y eso puede ser verdad, sí, pero jamás ha sido tan celebrado y ponderado como ahora, y así, hemos importado la privatización de las empresas a la privatización de nuestras vidas, en las que cada ser humano tiene pleno derecho a mantener una vida lejos de las miradas incisivas de quienes lo rodean, tiene derecho a pensar y sentir privadamente, así le corresponde, y, lo que es más, como es portador de una vida, sagrada, y puede opinar y expresarse como le apetezca -porque poco a poco se ha hecho con las herramientas para ser escuchado y estará esencialmente acertado -sigue tus sueños, sé quien quieras ser, no olvides hacer dinero y producir de alguna forma porque si no todo se va abajo, pero por lo demás eres libre a seguir tus agallas y hacer del mundo el lugar que quieres que sea. Todos somos hermosos y todos tenemos la razón porque todos sentimos y todos pensamos. Si no eres capaz de comprender que todo ser humano es equitativo a otro, tal y como consta en la constitución norteamericana desde 1763 (a diferencia, digamos, de la constitución babilónica, 1763 a.C., que explica justamente lo contrario), eres un insolente, inhumano, eres incapaz de la empatía, no se te ocurre pensar que al otro lado hay también batalla y sinfonía. ¡Todas son maravillosas!
Bueno.

No sé si podamos conseguir esa empatía universal en la que todos somos todos y no hay ellos y nosotros; por lo menos no tan aferrados a nuestra individualidad inequívoca. ¿O será que ya la conseguimos, y la echamos a perder? Think Babel. El liberalismo permite que todas las culturas -que trascienden a las naciones, que trascienden a las divisiones imaginarias ideológicas, políticas y geográficas- fluctúen libremente entre agentes previamente ajenos y quizás hoy, o en un mañana cercano, podamos hablar de culturas no nacionales ni provinciales sino individuales y luego, poco después, universales. Quizás ese sea uno de los efectos de la globalización, que “nosotros” nos hagamos enormes, porque podemos nutrirnos de todas las perspectivas, podemos brincar de una esfera a otra libremente, podemos empatizar con todos los prójimos. Pero para eso, ¿qué se necesita? ¿Erudición enciclopédica? Si ese fuese el caso, los computadores efectivamente nos superarán más bien temprano. ¿Ternura y gracia dignas de santos? ¿Esa capacidad de saltar del contenedor propio y abalanzarse al ser humano que está al otro lado, ya que lo amamos, los amamos a todos, nada nos produce rechazo, nada nos produce repugnancia, no hay instancia que no podamos imaginar y por ende no hay individuo que no podamos abordar completamente, en plena comprensión de su fe y su verdad, así como esa gente que, dicen, cinco minutos después puede ver a tu alma desnuda? Todos, todos trabajando al unísono -¿en pos de qué? ¿La supremacía biológica? ¿La mera supervivencia? ¿La conquista planetaria? Yo también creo que vamos hacia la unificación, pero a veces pienso que si quebramos todas las barreras también perderemos toda identidad, y que entonces el liberalismo se fulminará en una danza aforme en el que todos los espíritus sean uno solo, el regreso al paraíso (que tenía que conseguirse tras la muerte, según otra jugada profética magistral, por eso tenemos que seguir luchando, quién sabe si no haya más destino para nuestra carne que la putrefacción y que nuestra consciencia e individualidad se derrita hacia el manantial original, pero, en cambio, nuestros hijos están forzados a operar sobre nuestros adagios y por ellos es imperativo anti-intuitivamente seguirnos sacrificando) en el que hay entendimiento perpetuo, y en el que se ama desmedidamente, y pudiésemos imaginar orgías verdaderas si es que el ritual no fuese tan selectivo en un principio [es el sexo el motor? Sí? Tirar indefinidamente, de eso se trata todo? La javalina y el volcán, al encontrarse, pueden evocar a todos los tipos de catársis y sin necesidad de símbolos, (y en ellos podemos, ya si nos ponemos extremos, enumerar gemidos, latidos, fragores; están allí, pero no conllevan significado, son solo rasgos atmosféricos; el éxtasis incesante proviene no tanto de la acumulación de estímulos como de la vida que está milagrosamente propagándose; como contrapunto, nos preguntamos cuánto tiene que ver la existencia de la consciencia, y como se la puede acribillar mediante delirante ritual kinestésico, con la satisfacción sexual humana; dicen los científicos que no hay mamífero que lo disfrute como nosotros). Muy bien, todos somos todos, ahora a pasárnosla farrón. Yo no sé qué haríamos con las gestaciones venideras; antes de eso, le propongo que empiece a tirar con la humanidad entera y usted, más que considerar a las hordas de suecas delgadas o colombianas voluptuosas o, si así lo prefiere, brasileños fortachones, bien puede pensar que su coito involucrará billones de billones de asiáticas de alientos exóticos y también, por qué no, obesos con tetas que ahora sudan en texas y paquistaníes sin afeitar. Como que la transmutación a espíritu mediante el coito total pierde tantito de encanto, ¿eh? Todos no somos todos. (Me pongo a pensar en Sakuntala y en sus flores de loto. Esa concepción tan distinta de todo. ¡Artificio! Razón que hay tantos hindús pues no.) Pero no nos desviemos en transmundos] -¿es posible, mediante la concepción liberal del mundo, que un solo ser empatice profundamente con todos y con la misma, máxima intesidad? No hablo de ser amable, no hablo de respetarlo: hablo de sentir sus entrañas como propias, de convertirse en el otro, de pensar como el otro, de sentir sus anhelos y pavores, de hallar los magmas incandescentes escondidos y sumergirse en ellos sin temor a ninguna inmolación: desintegrarse en sus consideraciones más adeficiosas y en sus triunfos majestuosos, respirar su mismo aire, entenderlo sin ningún juicio y sin ninguna diferenciación. Y así con todos. Mire a quien le rodea ahora: olvídese de usted y sea ellos. Diríjase a los sociales y la misma cosa: uno por uno, deje de ser usted y sea el otro. Luego hágalo simultáneamente: sea varios, sea todos siempre. Y que todos hagan lo mismo siempre; que no los detengan cerrojos ni paredes. La globalización entonces será total. Podemos de aquí partir hacia las implicaciones: cómo cada uno se mantiene uno más allá de sus rasgos biológicos y se mantiene individual. ¿Pero si podemos entender todas las culturas, todos los ritmos, todas las concatenaciones que llevan a cada acto, no es factible que poquísimo después se desvanezca nuestra individualidad, nuestro tú vs yo, nuestra carga de irrepetibles? Muy bien, puede que no sea tan malo. Excepto que nuestra creación entera se basa en diferencias. Lo que llamamos lenguaje, por ejemplo: un sistema que nos permite diferenciar cosas de otras, plagado de definiciones que pueden ser ordenadas para lanzar látigos de comprensión en la vorágine, indescriptible, de la realidad. Estos son los límites, nos decimos. Y con ellos construimos nuestras rejillas. Así moldeamos nuestra clasificación del mundo: nuestra clasificación moral, de deleite, de status, de posición social, de momentos, de quiénes somos y cómo debemos aportar. Ese conjunto resume, nos hemos convencido, nuestro rol en el planeta. ¿Cómo derrumbarlo, y romper de una vez con nuestro egoísmo descomunal?

Bueno, ¿vas a hablar de política internacional algún rato o qué?
Hoy no. Ésta es quizás la ventaja de pasar hablando solo.

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