Mi primera vez

Las primeras e intensas horas de mi primer viaje independiente.

David Fuentes
El viejo continente

--

Día 0:

Ahí estábamos Bea, Narci, Ariel (que luego ha hecho una carrera mucho más fructuosa que yo en esto de los viajes) y yo, cual pardos, con nuestro macuto al hombro en la terminal 1 del aeropuerto de Madrid-Barajas con un billete de Easyjet a Ginebra en una mano y con un billete de dos zonas de Interrail en la otra dispuestos a afrontar una odisea de tres días para llegar a nuestro primer destino.

Para los cuatro era nuestra primera experiencia viajera independiente; todos habíamos viajado fuera de España, sí, pero en viajes con el colegio, viajes de inglés, con los padres, pero nunca por nuestra cuenta. Pero nos lanzamos a ello con muchas más ganas que miedo.

Llegamos a Ginebra cayendo la noche, y no habíamos planificado tiempo para visitarla, así que nos lanzamos a la calle nada más llegar al centro, sabedores de que no teníamos mucho tiempo, aunque finalmente creo que podemos dar por visitada esta ciudad a caballo entre Francia y Suiza (tan a caballo que el aeropuerto tiene salida a pie a cualquiera de los dos países), aunque fuera con nocturnidad, aunque poca alevosía.

Geneva by night, by Kevin Gessner

Cuando dimos por vencido el paseo, tocaba dormir; afrontábamos un viaje con muchas ganas y poco dinero en el bolsillo (a toro pasado, es excepcional ver lo barato que salió el viaje en su totalidad), así que recién comenzada nuestra andanza nos vimos en una situación que posteriormente sería más común, pero que para los cuatro era nueva: dormir en una galería de la estación de tren. Uno descubre que hay una vida paralela, muy chunga, alrededor de estos lugares por Europa, incluído Suiza, de donde nadie lo habría pensado y que al final terminó siendo la peor de esas vidas paralelas. No sin miedo logramos pasar la noche casi tomando turnos para hacer guardia, pero sin ningún importunio.

Día 1:

Nos despertamos el día 1 con buen madrugón, aunque más que madrugón fue trasnochada… porque creo que no había amanecido aún cuando nos subimos a un tren con destino Milán; un tren que, a posteriori he leído por ahí que es de los más escénicos de Europa, que pasa por lugares increíbles y esas cosas de las que te ruge el alma cuando te enteras a toro pasao… pero yo lo vi todo del color de mis párpados por dentro. Una lástima.

No terminamos de llegar a Milán (foto de Marco Mazzone) y ya estábamos reservando asiento en un tren que nos llevaba hasta Ancona, en la punta del “gemelo” de Italia. Nada excepto un paseo por la estación y nos subimos a un tren de alta velocidad, pero más chulos que un ocho decidimos (sin saberlo) que nos subiríamos en primera clase, ¿por qué no? Así que muy cómodos anduvimos hasta que un simpático revisor nos abrió los ojos y nos mandó a nuestro lugar con una recetita en la mano. Cosas de novatos.

El caso es que llegamos a Ancona, y fuimos directos a sacarnos el billete del ferry con el que surcaríamos los mares. la ridícula cantidad de diez euros tuvimos que pagar en concepto de tasas portuarias por un trayecto de más de 1000 kilómetros. Chollo.

Y en realidad no teníamos pensado visitar la capital de Marche, pero nos vimos con un poco de tiempo hasta embarcar y decidimos poner pies en ritmo con la mochila a la espalda. Y oye… pues nada mal eh. No tuvimos tiempo de visitarla a fondo, ni mucho menos, pero un rápido paseo por el centro, nos dejó (creo que puedo hablar por los demás) bastante buen sabor de boca. Un pueblo muy mediterráneo, alrededor del puerto, un duomo bastante original, buenas pizzas, nada espectacular para ser Italia, claro, pero absolutamente digno de una parada en cualquier paso por las cercanías.

Duomo di Ancona, by Photoperhobby
Ancona, by Luis Guillermo Pineda Rodas

Y entonces nos subimos al ferry. Que lo llaman ferry, pero aquello era un crucero en toda regla. Está bien que nosotros no teníamos habitación, pero el lugar tenía piscina, discotecas, varios bares, un casino, restaurantes y un largo etcétera de cosas que no suele haber en ferries… al menos en mi experiencia. Teníamos veinte horas por delante y un sitio reservado con nuestros sacos de dormir en la cubierta del barco, con mucha gente en nuestra situación.

No tengo excesivo recuerdo de este viaje (y no por ningún tipo de intoxicación etílica), pero sí recuerdo pasarnos por la popa del barco y que hubiera un grupo de gente tocando una guitarra y que nos acogieron en su divertimento. Y no recuerdo cómo llegó la situación, pero uno de ellos; el dueño de la guitarra en concreto, decidió que tenía sitio para nosotros cuatro en su camarote, y con el morro, nos acoplamos a su habitación, haciendo mucho más cortas esas veinte horas. Gracias, personadelaquenorecuerdosunombre.

Día 2:

Entonces llegamos a Patras, aunque lo único que vimos de esta ciudad extremos del Peloponeso fue el kilómetro de paseo hasta la estación de tren (muy muy básica para la tercera ciudad del país heleno, por cierto), pues íbamos un poco justos para tomar el tren hasta Atenas. Tren que más que de un país de la Unión Europea, parecía de mediados de Siglo XX de un país centroafricano, pero sin problemas llegamos anocheciendo a Atenas, con el tiempo justísimo para acallar a nuestros estómagos con un Souvlaki, que es de las mejores comidas que recuerdo en toda mi vida.

Old train in Larissa Station, by Pavlos Georgiadis

Este día pasó por nuestras vidas sin pena ni gloria, pues a media mañana llegamos a Patras, de ahí todo el día hasta Atenas para coger otro tren nocturno en la estación de Larissa (no sé porqué, pero recuerdo este nombre), justo enfrente de la estación del Peloponeso, hacia nuestro destino. Este tren ya parecía más de verdad, moderno, con aires de alta velocidad, aunque con velocidad de baja velocidad y con él llegamos hasta la estación de la foto de cabecera de este artículo.

Día 3:

Ellos lo llaman Pythion, nosotros lo llamamos Picio, y diría que es el origen del famoso dicho castellano…

Un lugar de muerte entre Grecia y ningún sitio, con un control de pasaportes, un ultramarinos venido a menos y una letrina en la que nadie querría encontrarse enfermo, excepto Ariel, que tuvo que sufrirlo, de manera bastante escatológica. Mucho tiempo de parada innecesaria, con sensación de haber sido secuestrados por un grupo de albanokosovares (sin ánimo de ofender a esta minoría) bajo un terrible calor, y sólo un apeadero de tren a nuestra vista.

Y el tren que llegó no fue mejor. En absoluto. Camarotes que parecían saunas con tri-literas hasta el techo, aunque con buena compañía, y todos muy absortos en lo que llegaba. Casi dos horas antes de llegar a nuestro destino, los apeaderos ya llevaban su nombre como apellido, dándonos la magnitud de megaurbe (por Klearchos Kaputsis) a la que nos acercábamos, y a la que, al fin, llegamos.

Y llegamos. Tres días no perdidos, totalmente al contrario, invertidos a la más alta rentabilidad. Porque Estambul… Estambul lo justifica todo.

Podéis encontrar la versón traducida al inglés de este post en la colección Lost in translation.

--

--

David Fuentes
El viejo continente

Pachorro, viajero, despistado, Molone, pensador, ingeniero, coherente, baterista, madrileño, cervecero, rayista, seriéfilo, comidista, chanante y submarinista.