El Flecha

Mi pequeña incursión en el mercado negro.

Ácrata y Banquero
En el borde de la navaja.
9 min readOct 1, 2013

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Un invierno muy frío me recibió cuando me radiqué en Buenos Aires. Entre el aguanieve y la nostalgia llevaba un par de semanas enfermo y cumplía con una oscura jornada de trabajo entre la puesta del sol y el amanecer. Cuando yo entraba a trabajar el mundo salía a festejar. Cuando yo llegaba a dormir, el mundo ya se despertaba renovado. Mi título, bachero turno noche siete a siete. Lavaba platos y ayudaba a mi amigo Chumy a hacer pizzas. También, irreductiblemente entrada la madrugada y con ella su frío, lavaba el baño. Para entonces ya estaba ebrio, porque nosotros recibíamos la propina por derecha. Recuperábamos copas de champán y vino que dejaban los comensales. Sumado al hecho que para soportar el tedio de la jornada fumábamos con Chumy porritos de paragüa recontra prensado que nos regalaban los policías cuando iban a mendigar veladamente pizza. Un trueque de la noche.

Uno de esos días, acosado por el brillo del sol que ya se me hacía extraño, caminando por la avenida Florida a cambiar dólares me topé con un paisano colombiano, caleño. Se veía más malo que la sarna pero era curiosamente amable conmigo. Me cambió los dólares, hablamos un poco y después de compartirle mis penas con el sueño y el lavado del baño en la madrugada, me sugirió que trabajara con él en el mercado negro vendiendo dólares. Me duplicaba mi mísera ganancia y no tenía que seguir un horario que le daba la espalda al sol. Era como si volviera a habitar la superficie, sin considerar mucho más que recuperar la luz del día, acepté. Inmediatamente llamé a Chumy para que hiciera pizzas sin mí. No le expliqué con mucha precisión porque ni siquiera yo conocía los detalles de la recién asumida posición laboral.

Viernes

Primer día en funciones, viernes a las siete de la mañana. El caleño me presenta a otro colombiano, rolo, un par de peruanos que eran hermanos y a El Flecha; boliviano. Estábamos en un local bajo tierra. El Flecha me miró con desaire y nos dio un papelito a cada uno donde decía los precios del día para cada divisa. Le ordenó a uno de los peruanos que fuera mi tutor y luego nos hizo retirarnos. Salimos del subsuelo al mundo donde el sol ya despuntaba con decisión. El rolo que recién había conocido se me acercó y me dijo príncipe, usted es de buena familia, yo también y por eso lo reconozco, pilas con el caleño que es una rata. Yo a él no le hablo.

Ahí estaba yo en mis primeros diez minutos de vendedor callejero o como pronto aprendí arbolito en lunfardo, y tenía mil voces en la cabeza cuestionándome la secuencia de decisiones que tomé para llegar a ese punto. Mientras caminaba en un cuadrado dibujado en el piso que según me explicó el peruano que me instruía, era un espacio de El Flecha que se lo había asignado la policía. Por supuesto, porque es la policía la que administra el espacio de trabajo del mercado negro. Para mi fortuna, con el pasar del día empecé a ganar seguridad y me di cuenta de que yo no era del todo malo en este mundo. La tarea era sencilla, gritar con mi vozarrón al aire, alterando el orden de vez en cuando: ¡Cambio dólar, euro y real, casa de cambio!. Al cabo de unas horas ya había cambiado poco más de mil dólares. Para la cumplir con la cuota de tres mil, me quedaba el resto del día. Empecé a sentir que lo tenía dominado. Después de todo, vender animales los domingos en los locales de mis tíos en Bogotá a los ocho años sirvió para algo. Mientras voceaba y aguzaba mis sentidos para oler los dólares, el peruano encarnando su rol me hace señas y me dice ¡andá a darte una vuelta, perdéte! y me señaló el otro extremo de la calle donde cuatro argentinos uniformados de la gendarmería con lentes de sol me miraban. Huí. Me metí por pasillos, por galerías, locales, caminé con prisa, con calma. Aparenté hablar por teléfono, me quité el abrigo, simulé vender paquetes turísticos, ser un turista común y corriente y al cabo de veinte minutos volví a donde estaba el peruano. Me explicaba con la paciencia de quien le enseña a un niño que la gendarmería también llevaba su tajada de nuestro negocio, y que al no conocerme irían por mi cuota, y eso, mientras se aclara, nunca es bueno.

El día avanzaba sin sobresaltos con gente que salía y entraba con fajos hasta que se acercó una morocha hermosa que definitivamente conocía de mi vida anterior, colombiana. Quería cambiar dólares y cuando me reconoció automáticamente disparó ¿al final te soltaron la correa?. Este bombón que me hablaba era la prima de mi exnovia. Tantas veces nos comimos con los ojos en la casa de mi novia de entonces, que hacía hasta lo imposible para que no nos cruzáramos. Nunca fueron muy amigas. Después de cambiar se alejó mirándome con los restos de una sonrisa que se los llevaba el viento frío y hostil. El encuentro no pudo ser más aleatorio, más azaroso. Al rato pasó una argentina que había conocido en la cena del partido comunista. Finalmente pasó Antanas Mockus y mi cabeza explotó con tanta sincronicidad que precisaba interpretar. Una tenue psicosis derivó en una profunda duda existencial.
Fin de la jornada. Resulté el mejor vendedor. Suerte de principiante. Me pagaban el doble sin lavar un plato. Pudiendo dormir de noche, estando en el borde de la navaja. Me sentía mejor. Mucho mejor.

Sábado

La ansiedad por caminar de nuevo por la cornisa brotaba por mis poros. Quería empezar, olfatear turistas y viejitas con billetes de cien dólares o euros. Sin embargo el ambiente no estaba como el día anterior. Un paraguayo muy delgado, cabello oscuro y amanerado se pavoneaba de extremo a extremo en este universo cuadriculado. El asunto es que el paragua que tendría alrededor de veinte años estaba invadiendo mi cuadrado y además perseguía a los turistas ofreciéndoles paquetes de viaje a las cataratas de Iguazú. El problema es que entre cambistas teníamos las fronteras muy bien definidas pero entre rubros no. Es decir, los de los paquetes turísticos no reconocían nuestros limites y mucho menos los respetaban. El peruano me dijo que lo opacara con mi voz. Eso hice pero el paragua lograba llamar la atención. Yo no estaba consiguiendo nada, él espantaba todo. Mientras se definía quien tenía derechos sobre el cuadrado, apareció la esposa de El Flecha. Ella indignada y con desprecio le dice que se largue. Él con su voz agudizada a la fuerza suelta un ¡ja! mirá a esta vieja gorda tan mandona, si me lo pidiera a las buenas hasta podría considerarlo. Mi instinto me dice que esto no está bien. Mientras termino de articular ese pensamiento y repaso el cuadro, veo la cara del peruano transformarse. Parpadeo y se abalanza sobre el paragua propinándole un cachetazo sin mediar palabra. El peruano logró asestarle un cachetadón con una precisión tal que casi lo decapita. La mano de Miguel era como una plomada y con el frío que hacía, tendría que ser como plomo derretido en la cara. Ojo inflamado, llanto, el paragua sale corriendo y entra en un galería. Asumí inmediatamente que tendría por varios días el cuello ortopédico. Una vez más, mi instinto me dice que algo no está bien. Termino de articular el pensamiento y aparece un chileno alto que viene como alma que lleva el diablo. Se va encima del peruano que es bajo y fornido y lo tercia con un cachetazo de técnica inferior pero efecto idéntico. Este, aturdido y con aire dramático se quita la chaqueta y empiezan a forcejear. Golpe va golpe viene. Con la mirada busco al resto de mis colegas para leer en su mirada que harían ellos ¿intervienen? ¿esperan a que alguno muera?. En el ínterin salgo corriendo a llamar a El Flecha, que no se ve por ningún lugar, pero encuentro a su esposa en el local y la pongo al tanto de la situación. Cuando vuelvo a donde está el peruano, lo veo sangrando y cayendo mientras le pegan entre varios. Nadie hace nada, ni su propio hermano -el otro peruano-. En un acto de principios pero profunda inconsciencia, me resisto a dejarlo morir frente a mí, empujo a los sujetos y como puedo lo levanto, hago que se incorpore y mientras lo siento en un banco, me doy cuenta de que está sangrando demasiado. Lo que es peor, siento como un hilo cálido se expande por mi pecho. Asumo de inmediato que estoy apuñalado y me palmo el pecho, el cuello y básicamente el cuerpo entero hasta que logro determinar que esa no es mi sangre. Es la sangre del peruano la que me escurre por el cuerpo cuando la duda existencial aparece rauda y cruel. Se presenta como un espectro sin ninguna gracia y con la palidez del azúcar abandonando mi sangre, mis mejillas mientras saluda preguntando ¿Qué vienes a buscar aquí?. Me hubiese desplomado pero logré divisar a El Flecha girando por nuestra esquina y la adrenalina me reanimó. Venía trastornado y balbuceando nos hizo ir al local bajo suelo. Se esforzó por articular bien sus preguntas, a pesar de tener la mandíbula agarrotada y con residuos de coca. Preguntó quién, cómo, cuántos y porqué había pasado lo que pasó. Que por si no lo sabíamos ya estaba a poco de ser un desafío abierto en la calle entre las dos facciones. Hablé hasta donde pude porque mientras le contaba, el chileno y cuatro tipos más se dejaron ver por el cristal, del otro lado de la puerta de la oficina. Mi paranoia se disparó. Fui consciente de la situación en la que estábamos; encerrados en una habitación, en medio de un pleito en el contexto del mercado negro, con nuestros contendientes profundamente agraviados del otro lado de la puerta en posición de ventaja. Sumado al hecho de que al estar reunidos en un espacio cerrado, si nuestros contendientes sacan una subametralladora y disparan un rafagazo, caeríamos todos sin la oportunidad de buscar resguardo. La historia me la conozco de memoria en las noticias de Colombia. En mi cabeza escuchaba como sería la noticia de mi muerte en la radio— En internacionales, un colombiano murió en un intercambio de disparos en Buenos Aires, las autoridades afirman que se trataba de alias el cejas, jefe de una temible banda de maleantes— mientras El Flecha discutía airadamente con los hombres y en la mitad de la discusión dice -y me hela la piel- ¡no te metás conmigo que yo tengo tres colombianos! y pienso para mis adentros tendrá dos porque yo no tengo ni m-i-e-r-d-a que ver acá. Ellos eran cinco y con esa afirmación y un par más del calibre de sacá lo que querás que vos sabés que con una llamada te lleno esto de fusiles y granadas, El Flecha que no tenía mucha musculatura, a diferencia de nuestros contricantes, los convenció de que una guerra contra él y por extensión nosotros, era muy mal negocio. Tendría que serlo porque después de un extendido silencio, pidieron disculpas y desaparecieron del subsuelo mientra el peruano sangrando les gritaba ¡y si quieren hay más, mierdas! Inmediatamente la galería cerró.

Cuando pude me inmiscuí para salir a la luz, salir del subsuelo, temblaba y no pensaba morirme por unos dólares que definitivamente no eran míos. ¿Qué pasó? me pregunta el caleño socarronamente, curioso porque se perdió toda la acción. Le cuento todo y mira con asco las manchas de sangre sobre mi campera mientras y se desata en risa ¿los del problema eran esos que nos llegaron a la oficina? ¿Esas pecuecas? ¡ja, ese Flecha es un marica, nada más que me diga, que les ponga precio y yo con esta hambre de plata le arreglo esa vuelta mijo!. Llegó la policía, que mientras todo pasaba, hablaban tranquilamente a cienmetros del ring. Haciendo cara de malotes. Cuando todo estuvo bajo calma, y mis temblores me indicaban que el azúcar estaba por los tobillos, vino el rolo y me entregó un chocolate mientras me decía parcero, ¿y es que usted qué creía?¿Qué aquí los problemas se arreglan llamando a la policía? Esto es el mercado negro papá! Y creáme que no ha visto nada. El tenor de la psicosis se tradujo en una decisión irreductible.

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