El ignorar la ley, pajarito, no te libra de su castigo.

Ácrata y Banquero
En el borde de la navaja.
4 min readFeb 23, 2024
Photo by Levi Jones on Unsplash

El aguilucho se despertó antes del alba, el desespero lo mantuvo en vilo y apenas durmió. Pasó la noche entera considerando y analizando el plan. Tenía que funcionar, lo había repasado una y otra vez, así no estuviera del todo convencido de estar haciendo lo correcto. Eso poco importaba, no era capaz de reflexionar cuando la necesidad le erizaba las plumas; todo su ser intentaba superar ese horrible padecimiento.

Necesitaba calmar la sed que le invadía cada rincón de su cuerpo; apagar el fuego que le carcomía el pico, las venas y el alma. Debía recuperar la lucidez que sólo una cosa podía ofrecerle e iría por ella. Después todo sería mejor, los problemas se arreglarían, mejor aún, desaparecerían.

Cuando levantó vuelo notó con horror que inconscientemente estaba aleteando con ímpetu y vigor, su cuerpo no podía darse el lujo de esperar segundos a llegar, pero a pesar de que le costó, se contuvo. No podía llamar la atención. Con una determinación que desconocía de sí alivió el vuelo y se posó a unos metros de su objetivo con el mayor de los sigilos. Esperó al acecho a que los colibríes iniciaran su recorrido matutino. Llevaba días observando y calculando cuánto tiempo descuidaban el nido y cuál era el mejor momento para atacarlo. Sabía que tenía escasos minutos pero eran suficientes para cumplir con su cometido. Se había propuesto trasgredir, sin que lo lograran identificar.

Una vez que los colibríes se alejaron con su despreocupada gracia, avanzó sobre el nido con todas sus fuerzas. Se posó sobre una rama. Al no considerar su peso ni la fragilidad de las ramas sobre las que los colibríes ubican sus nidos, esta se quebró. El aguilucho intentó aletear pero la distancia al suelo era muy corta para sustentarlo y junto con el nido cayó al suelo, reventando contra la tierra estéril los esmerados huevos de los colibríes.

El aguilucho se incorporó y jadeante hurgó en los restos del diminuto nido del que sobresalían fragmentos de unos diminutos huevos que hasta entonces eran el orgullo de su clan. Los miró con ternura y compasión y antes de que su corazón se afligiera por la tragedia que presenciaba, un halo frío lo invadió y le recordó el porqué estaba ahí. Giró los pedazos con desprecio y buscó los polluelos con desesperación. Los encontró tibios. Bebió su sangre con voracidad. El efecto fue instantáneo, volvió a ser ese pájaro maravilloso del que una vez se sintiera orgulloso por triunfar en la caza. Una sensación cálida lo inundó y la mañana se hizo infinitas veces más brillante. Se elevó sin esforzarse y sintió que podía cruzar el mundo en ese preciso instante si así lo quisiera.

Una chispa de razón le recordó que tenía que huir antes de que alguien notara lo que había hecho. Emprendió el vuelo sin el recaudo de verificar que todos los polluelos estuviesen muertos. No fue así y uno, moribundo, atinó a inflar sus pulmones aún en formación y con el último aliento entonó el canto de auxilio que universalmente todos los colibríes conocen y apelan a sus más profundos temores. Su clan estaba en peligro. Después de la tristísima melodía el polluelo cayó muerto. Logró su cometido, todos los colibríes detuvieron su vuelo en señal de luto primero y luego se apresuraron con furia desbordada al origen del llamado. Allí, la red de colibríes que iba formándose mientras llegaban más y más miembros, había arrinconado al aguilucho que, envuelto en su trance, se imaginaba que volaba sin despegarse del suelo.

Los colibríes miraron con asco su actuación y aprovechando la ceguera del aguilucho, ebrio de placer, empezaron a afilar sus picos sincronizando el ritmo de sus movimientos hasta que una canción se fue formando con la vibración de sus filos. Esperaron hasta que el efecto de la sangre se desvaneciera y ahí alertaron al aguilucho de su presencia. Lo hizo el padre de las crías que yacían muertas a unos aletazos de allí. Miró los cuerpos de sus crías que ya estaban cubiertos de moscas, se arrancó una pluma del ala izquierda y la lanzó clavándose en el suelo entre él y el aguilucho cuyos ojos espantados no podían dar crédito a lo que veían. Así oficialmente los colibríes declaraban la enemistad a quien les ofendía.

El aguilucho no lo sabía y apeló a la piedad como pudo para evitar el castigo. Los colibríes empezaron a volar a su alrededor para que desistiera volar, así una esfera brillante lo rodeó y cubrió por completo. Ésta se fue cerrando de a poco. Hasta que al contacto con las alas del aguilucho y usando la velocidad que habían adquirido con su frenesí vengativo, clavaron sus picos; los hundieron hasta los huesos y con el mismo compás succionaron tanta sangre, como sus delicados pulmones les permitieron. El águilucho murió instantáneamente. La familia había perdido a sus hijos, pero el clan los recuperó y ahora estarían con ellos en cada aleteo y cada zumbido hasta el final de sus días. A su vez, la sangre maldita nunca más podría hacerles daño.

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