Nietzsche, año uno

Luis Alberto Álvarez
En el vórtice
Published in
3 min readMar 24, 2015

--

Nada quiere conservarse, todo quiere crecer y acumular. La vida tiende a un sentimiento máximo de poder. [F. Nietzsche: ‘Nachgelassene fragmente’ (1888)]

Cualquier lector que se aproxime una sola vez al pensamiento de Friedrich Nietzsche (1844–1900) debería ser consciente de que el filósofo alemán le inoculará un virus de por vida. No existen anticuerpos, ni siquiera el manoseado recurso del olvido. No, Nietzsche, su doctrina, mina las mismas bases culturales, morales y políticas de Europa, con la misma fuerza hoy que cuando escribió Más allá del bien y del mal.

Prevenidos, supongamos que ante la finitud del espacio de un texto como este y lo inabarcable del pensamiento de Nietzsche — disperso en notas, ensayos, poemas, aforismos— debemos abordar un único aspecto, algo que defina su sistema, que le defina a él. Eterno retorno, superhombre, hay multitud de nociones. Yo me quedaría con su concepto de libertad como puerta de entrada y eje vertebrador de su doctrina.

Sin libertad simplemente no existe filosofía, y Nietzsche, si fue algo, fue un espíritu libre hasta sus últimas consecuencias. Sólo así se puede aprehender su hipótesis de la voluntad de poder. Nietzsche se inspirará en la tragedia griega para conocer la esencia de la libertad. La actitud trágica consiste en no encontrar ningún consuelo ante el absurdo del mundo. La tragedia representa la realidad como lo contrario a un orden imperante, a un cosmos. La Naturaleza así entendida se rige por el azar, es un perpetuo devenir. La tragedia, de alguna forma, nos invita a tomar conciencia, a aceptar la vida, el mundo, tal como es y así poder superarnos y volvernos a inscribir dentro de la Naturaleza. Aceptando este condicionante, el ser humano se inserta en una dinámica de lucha. El hombre se constituye como una fuerza más que se encuentra en el mundo y su caótico devenir.

La tragedia, de alguna forma, nos invita a tomar conciencia, a aceptar la vida tal como es y así poder superarnos y volvernos a inscribir dentro de la Naturaleza.

El héroe trágico — sujeto consciente de su lugar en el mundo — lucha con otras fuerzas que se le oponen. Una de ellas es el destino, la necesidad, la determinación, lo legislado. Mediante la lucha el héroe consigue avanzar en su autosuperación, alcanzando el dominio de sí mismo y de la realidad. El filósofo considera que la voluntad del mundo es esta confrontación de fuerzas, lucha entre deseos, mientras que la libertad se situaría entre estos deseos, entre los puntos de lucha.

En esta confrontación de fuerzas sólo hay dos posibilidades, mandar o ser dominado. El héroe será quien consigue salirse con la suya. La voluntad de poder, en cambio, es el propio marco, el diálogo entre el que quiere mandar y el quiere ser dominado. En este contexto no se puede no querer hacer algo, pero es la propia libertad la que permite decidir qué se quiere ser, o señor o rebaño. Unos hombre podrán ser libres y otros no. El señor, el noble — en el sentido metafórico — será quien alcance el autodominio, disciplinar sus pulsiones. Aquel que no es libre es aquel que está a merced de sus impulsos descontrolados.

La libertad sólo se logra con disciplina y un duro y largo entrenamiento.
Su fin es la creación de nosotros mismos.

No estamos determinados, sino que es posible ejercer la libertad siempre que seamos conscientes de la herencia de rebaño que nos condiciona. Esto se puede conseguir usando las mismas técnicas que permitieron condicionarnos, pero a la inversa. Es necesario una táctica educativa que economice las pulsiones otorgando mayor protagonismo a la razón. Esto sólo se logra con disciplina y un duro y largo entrenamiento. Su fin es la creación de nosotros mismos.

El objetivo de la libertad es, por tanto, llegar a ser lo que se es o, lo que es lo mismo, llegar a ser lo que se puede ser.

Cualquier día es bueno para comenzar a ser libre.

--

--