Foto: Luz maría Guzmán Fernández

El pez más grande del mundo

El verano que conocí a Rhincodon typus, el tiburón ballena, fue el verano que conocí el asombro.

Víctor R. Hernández
6 min readAug 10, 2013

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Los enormes cuerpos oscuros entraban y salían del agua y parecían imitar el nadar de una ola: una inercia indiferente y un empuje imparable en el mismo movimiento. Era una danza que me hacía pensar en un escenario ancestral, un escenario donde el tiempo mismo es más joven.

Yo miraba como hipnotizado a esos leviatanes de piel moteada, sin dejar que el bullicio del mar ni el sabor a sal en la boca ni el fuerte aroma a gasolina de los motores de la lancha me distrajeran de sus contoneos. Por muchos documentales que haya visto o libros que haya leído sobre la fauna marina, mi encuentro cara a cara con los tiburones ballena este verano fue algo que me dejó un sobrecogimiento profundo.

De mayo a septiembre, los tiburones ballena llegan a las aguas caribeñas del norte de la Riviera Maya a darse un banquete con el florecimiento del plancton local. Los acuarios con buena fortuna tienen uno o dos individuos, pero en estos mares se han llegado a reunir casi 500 tiburones ballena en un solo día. Es una verdadera fiesta de titanes.

A finales de junio, mis amigos y yo fuimos a conocer a Rhincodon typus. Estábamos emocionados. Casi todos somos biólogos, y un encuentro así es el equivalente a conocer a una superestrella cara a cara para un fanático del cine o a visitar El Prado para un pintor. Luego de un viaje de 45 minutos en lancha desde una laguna cercana a Cancún, comenzamos a ver en el horizonte una aglomeración de embarcaciones llenas de turistas que, como nosotros, esperaban llenarse de asombro. Minutos después, comenzaron a aparecer en el agua las enormes siluetas de los tiburones. Cada uno de los peces vagaba solitario entre las lanchas. De vez en cuando, en lugar de una aleta negra o un lomo, se dejaba ver su ancha boca que se abría y cerraba para bombear el agua llena de sabrosos microorganismos.

En este sitio, se permite a los turistas nadar con los tiburones, siempre y cuando no se les toque. Mis amigos bajaron antes que yo y la sola expresión en sus caras me decía que me preparara para algo descomunal. Salían del agua con una alegría exultante. “Increíble”, decían. “No, no, no… es otra cosa”. Y se sentaban sonrientes en el borde de la lancha con la vista a ratos en los tiburones, a ratos en el horizonte. Parecían satisfechos consigo mismos, como si les hubieran contado un secreto de la naturaleza que nadie más en el mundo conocía.

Nuestra guía había usado un modelo de juguete del tiburón para explicarnos las cosas básicas. Nos dijo que los machos tienen un par de apéndices bajo las aletas pélvicas que usan para la reproducción. Algo así como dos penes. “Se van a dar cuenta enseguida”, nos dijo. Nos mostró que debíamos nadar lado a lado con el tiburón y que no nos dejáramos engañar por su lentitud aparente. Íbamos a cansarnos tratando de nadar a su velocidad. Nos dijo que teníamos suerte porque se habían juntado muchos y que no había amenaza de tormenta.

Yo sentía que ese modelo de juguete me observaba con un coqueteo íntimo. Era una invitación a un océano desconocido. A un océano distinto al que conocí de niño, en cuyas olas pasaba tardes enteras del verano. Distinto al que vi desde el avión en el viaje de ida a Cancún. Distinto al mar que a veces visito en mis sueños. El mar del tiburón ballena es un mar habitado, que se mueve no sólo por el efecto de las corrientes marinas sino también por la vida que fluye a través de él.

Cuando llegó mi turno de bajar al agua, me acerqué a un extremo de la lancha y me senté en el borde. “Esperen a que se acerque éste”, dijo el otro guía. “Échate del otro lado”, me recomendó. Me pasé al otro lado de la lancha como si alguien hubiera dejado caer dinero. En mi desesperación aparté a uno de mis amigos sin pedir permiso. Con un solo movimiento, me puse de espaldas al agua, me senté en el borde de la lancha y me dejé caer al mar.

El agua me ensordeció por unos instantes y todo lo que pude hacer fue fijar la vista en el gigantesco animal que nadaba a mi lado. No sólo me impresionó su tamaño, sino también su forma tan serena de moverse. Me hizo sentir como si yo flotara en el espacio vacío y él fuera un planeta que se moviera con voluntad propia. Nadé rápidamente hacia adelante para poder verle la cabeza. Su enorme boca parecía la sonrisa de un optimista irredento.

Tristemente, ese optimismo sólo pervive por que no sabe lo que le espera. El tiburón ballena es una de tantas especies en la lista roja de especies amenazadas de la IUCN. Su estatus es de “vulnerable con poblaciones en disminución”. La sobrepesca ha mermado sus números, y puesto que tienen tiempos de reproducción muy largos, sus poblaciones son lentas para recuperarse.

El tiburón me pasó por un lado y su silueta rápidamente se difuminó con el horizonte azul del océano. Se alejó con una indiferencia atroz, como si en ese mismo momento fuera a comenzar su migración y no hubiera querido volver la vista atrás para no tener que despedirse. Ese día, tuve la oportunidad de ver tres o cuatro individuos más. Uno de ellos llevaba una corte de peces más pequeños que parecían escoltarlo. A otro, le detecté una especie de banderola: lo habían marcado para seguirle el rastro en sus migraciones por los mares.

El mar del tiburón ballena es también es un mar misterioso. Este pez es uno de los animales más elusivos. Hasta hace una década, se sabía muy poco sobre sus costumbres migratorias. Sólo se les veía aparecer de repente en algún punto del globo. Las costas mexicanas son uno de sus sitios favoritos, como también Taiwán, Honduras, Panamá, las Filipinas, el este de África y Australia. Con la información de las marcas como la que tenía aquel tiburón, los científicos han descubierto que sus migraciones abarcan miles de kilómetros. La guía nos contó de un tiburón en particular que viajó a Río de Janeiro desde el golfo de México y luego regresó. Con todo, muchos aspectos de su vida siguen siendo un misterio. Nadie los ha visto aparearse ni cuidar a sus crías, si es que lo hacen. No se sabe qué hercúleos actos realizan cuando se hunden hacia el fondo del mar. Es uno de los animales más grandes del mundo y un misterio de las mismas proporciones.

Mientras flotaba al lado de uno de ellos, me vino a la mente nuestra abundante ignorancia sobre estos peces y no pude evitar pensar en el océano de Solaris. En aquel momento, el tiburón ballena era el océano mismo haciéndose carne, una manifestación sensible del agua bulliciosa. Con el hecho de mirarlo a los ojos no gané conocimiento, sino un sentimiento de desposesión, como si de golpe se hubieran llevado lo que creía saber saber de este mundo.

A partir de ese día, el día que conocí al pez más grande del mundo, he tenido sueños recurrentes con él. Tuve la encarnación del asombro frente a mí y se ha colado en mi cabeza. Siento que ese asombro me está llamando y que espera que nos volvamos a encontrar en el futuro, sea en la forma de tiburón ballena o en la de otra maravilla que aún no conozco.

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