Estaba ahi.
Pude estar 3 metros más a la derecha. Pude llegar un minuto después. Pude, si las estrellas se alineaban ese día, o una mariposa aleteaba en la China, estar viendo el kiosko con los adornos navideños que estaba a mi derecha.
Pero no. Estaba ahí. En ese punto exacto.
Un ruido, un murmullo de gente. Miro calle arriba y veo una imagen que bien podría venir de una película. Una persona que rueda por la calle al lado de un bus, los transeuntes mirando, incrédulos como yo.
Y si bien pudo ser un pequeñísimo instante, veo cómo el bus empieza a bajar la calle en lo que parece cámara lenta. Al principio pensé que había atropellado a la persona que rodaba por la calle y que ahora, incorporado, corria al lado del bus. Pero en un instante — era como si de pronto alguien hubiese subido el volumen — empecé a escuchar gritos y me di cuenta de lo que ocurría: el bus venía descontrolado y sin conductor.
De pronto todo recobró su velocidad normal y el bus — impávido ante los gritos de la gente que se alejaban de su paso — subió la acera, arrolló un pequeño kiosko y terminó su recorrido en una pared. Todo esto a 3 metros de mi.
A mi lado, la persona que vi rodando en la calle mira el bus con un rostro atemorizado y se da la vuelta, desesperado, y empieza a ver calle arriba como una vía de escape. A mi alrededor, la gente empieza a gritar: “¡es el chofer!”, “¡Agárrenlo, que no escape!”.
El chofer empieza a correr calle arriba y, antes que alguno de nosotros pueda reaccionar, se sube a un taxi que rápidamente se aleja del lugar.
Recién entonces es cuando me doy cuenta de lo que ha ocurrido, de lo cerca que he(mos) estado de una desgracia y me doy rápidamente la vuelta para ver si el bus tenía pasajeros y si estaban bien.
Afortunadamente, para dar un cierre surreal a este momento increíble, los pasajeros bajan del bus, asustados, pero sin heridas.