Ojos.

celerno
chamizo blog
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3 min readAug 26, 2014

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I

Durante mi adolescencia, una de las cosas que me mantuvo dudoso sobre dios, el diablo y cosas sobrenaturales, es algo que me ocurrió cuando estaba niño, más de 5 y menos de 9, tiempo en que me daba miedo andar a solas en lo obscuro.

Mi casa estaba ubicada en un cerro que se tragaba la escasa luz de la noche y el tenue foco del alumbrado público, como cuando una sombra se resiste a borrarse con la luz. Una actividad regular era tirar la basura del día ya llegada la noche. Eso era mi tarea, y aunque lo hacía casi a diario, aún así me provocaba cierto miedo cruzar el trayecto en penumbras que, además, me daba vergüenza confesar, pues era el único hombre en la casa cuando no estaba mi ‘apá.

Una de esas noches, cargando el bote que apenas podía, caminé por entre la pared de mi casa y un cerco que daba a la calle. Pasé la orilla de pared blanca de mi casa y caminé casi 20 metros en lo oscuro, cruzando el manto de un sauce llorón, hasta el fondo del lote al final de mi casa. Ahí estaba el tambo de aluminio de 200 litros para nuestra basura y vacié apurado la cubeta de 20 para regresar. Me apuré a llegar al tramo blanco de mi casa. Una vez ahí, iluminado por el reciente alumbrado público, tomé el aro de aluminio y comencé a patear la cubeta de plástico a cada paso. Jugando y entretenido, iba ya en el tramo final cuando de reojo, en la blanca pared de yeso de mi casa, miré mi sombra y en mi cabeza un par de cuernos retorcidos emergían.

Apreté los ojos, solté el bote y quedé paralizado.

Volteé al foco del poste, y abrí los ojos. Tal vez buscando luz para no sentirme a oscuras, no sé, estaba yo muy niño. Sólo sé que no quería voltear de nuevo a la pared, pero sabía lo que había visto y lo quería volver a ver. Cuando giro de nuevo hacia la sombra ya no tenía cuernos, ni nada había sobre mi cabeza.

Entré a la casa asustado, la novela seguía en la televisión, mi madre seguía trabajando, alguna de mis hermanas estaba en la cocina, otra haciendo tarea, otra en la cama. Sólo volteé cerca del lavatrastes, a donde debía estar la cubeta. Fue la primera noche que no dormí por voluntad, sino hasta que el sueño me venció, y no me bañé para no tener que buscar a tientas la jícara para enjuagarme la espuma. Todo por no cerrar los ojos.

II

Pasaron muchos años antes de contar aquello a alguien. De hecho, no fue contado sino hasta que ya estaba grande, hasta que ya no sentía escalofríos al decir “no creo en dios, ni creo en el diablo, ni en cualquier cosa sobrenatural”. Era libre del miedo que -según las monjas- no habría que tenerle ni al diablo (ni a los hombres) sino a Dios. Sólo a dios hay qué temer. Dios, el que pone y dispone.

Cuando ya estaba grande, pues, y buscaba regir mi vida por sensaciones y creer sólo en cosas que existen, había una [sensación] en especial que me visitaba de cuando en cuando y bajo ciertas condiciones que platicaré.

Como dije, vivía en un cerro. Muy de mañana, cuando iba a mi secundaria (6:00); o muy de tarde, cuando regresaba de correr (20:00), sentía de cuando en cuando una mirada. Era ahí que me recorría un escalofrío por la sensación de alerta ante lo desconocido. Ya estaba grande y que hubiera una mirada sobre mí, no me vencía. Yo tenía la certeza que había una mirada, que estaba ahí. No había duda de aquello, sabía que si volteaba, seguro (al menos) un par de ojos encontrarían los míos. Y volteaba, y así era: nunca me equivocaba.

No me daba miedo, pues, que estuvieran viéndome. Ya no creía en dios, ni el diablo, ni nada sobrenatural. Confieso, sentía miedo, sí -y mucho-, pero todo se debía a que no podía entender aquella certeza. Poder sentir miradas, sólo esas, sólo a oscuras, sólo a solas. Es acaso el miedo a entender que ciertos ojos son capaces de comunicarnos (en un lenguaje extraño) “te estamos viendo”.

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yo gritéeeéeeeéeeé: ¡ay! la culeeeeeebra…