Un domingo diferente

Federico Leto
Escribiendo en español
6 min readMay 3, 2015

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Entré a la cancha cerca de las dos de la tarde, tenía motivos para llegar con lo justo. La credencial de prensa me permitiría obtener mi lugar sin necesidad de anticiparme, y además, no iba a trabajar. No ahí, al menos. Durante los años que llevaba como periodista deportivo me había encargado de mantener oculta mi verdad, de guardar con recelo cualquier comentario que diera pistas, que abriera lugar a la sospecha, que me dejara en evidencia. Y no lo había hecho por una cuestión de profesionalismo, no. Lo había hecho, justamente, para resguardar esa pasión. Para cuidar como se merece a un sentimiento tan genuino.

Pero esa tarde no pude evitarlo, no hubiese soportado sufrir desde tan lejos, no podía estar en casa. Por cuestiones de tiempos o por el simple hecho de ser un personaje público y relacionado con el mundo del fútbol, se me tornaba imposible muchas veces estar presente en momentos importantes. De todas maneras, sabiendo que no se trata de lo ideal, las buenas se pueden bancar desde otro lugar. Las malas, sin embargo, no otorgan las mismas facilidades. Las malas, a la distancia, son mucho más malas. Uno se siente obligado, por historia, por orgullo, o hasta por egoísmo, a estar presente. A bancar. A poner el pecho, aunque fuera en silencio. Aunque todos mis colegas creyeran en ese momento que lo que me llevaba ahí no era más que una tarde de arduo trabajo. Aunque mi cara se encargara de procesar ese inmenso dolor por dentro sin dejar rastros. Yo estaba ahí porque sentía que era lo mínimo que debía hacer.

A los quince del primer tiempo, tras una serie de rebotes la pelota le queda en la medialuna al cinco rival, quien como si supiera nos rompe el arco. 0–1. Nosotros no sólo no lastimábamos, sino que ni siquiera generábamos situaciones de riesgo. Daba la sensación que los obligados a ganar eran los locales, que a fin de cuentas no se jugaban mucho más que el honroso placer de mandarnos al descenso. De repente me encontraba pensando en la primera persona del plural dentro de una cancha de fútbol. No me sucedía algo semejante desde mis épocas de estudiante, momento en el que guardé al hincha en el cajón de los recuerdos.

Me pasé todo el entretiempo contemplando la cara de la gente en el sector visitante. Nadie hablaba con nadie. Todos miraban un punto fijo intentando rascar la olla de las excusas, buscando alguna justificación a este momento de desazón tan grande. Pensé que en el fútbol, como en la vida, los momentos malos son mucho más duraderos que los repentinos instantes de gloria o los goteos inestables de felicidad. La victoria, dentro de su éxtasis, encierra un vacío. La derrota tiene ese romanticismo que la hace única, ese dolor en el pecho que extrae a flor de piel los sentimientos más inocentes, más puros.

Mientras tanto, a pocos metros de mi butaca, se ponía en marcha el segundo tiempo. Ni bien tomé consciencia, ya estábamos dos abajo. Sólo recuerdo que giré mi cabeza otra vez hacia los míos y divisé las primeras lágrimas. Las caras hinchadas, los gestos de desconcierto. Noté con sorpresa el hecho de que mucha gente cuenta la alegría desbordante de abrazarse con un desconocido en medio del festejo de un gol para describir lo que es el fútbol, pero pocos son capaces de comprender como este hermoso deporte brinda en su peor momento el consuelo de un completo extraño. La contención de alguien que sin saber tu nombre, tu edad, tu religión, nada tuyo, está pasando por el mismo callejón estrecho en que desemboca la angustia, y tiene la grandeza de ofrecerte un abrazo.

No sé bien cómo, pero logré sobrellevar la crisis con hidalguía. Si bien me tembló el pulso en varias oportunidades, me mantuve frío ante la consumación del hecho. Nos estaban mandando al descenso, y no estábamos haciendo nada para impedirlo. No necesitaban empujarnos hacia el abismo, simplemente nos estaban acompañando para que saltáramos solos, o peor aún, nos dejáramos caer.

Es raro, pero me costó mucho más mantener la sobriedad cuando descontamos faltando cinco minutos que cuando nos pasaron por arriba durante ochenta y cinco. En el momento en el que finalmente se dignó a entrar, sentí como se me venía abajo todo. Una historia entera se derrumbaba en un instante sobre mis hombros y yo no me sentía preparado para soportar semejante pesar.

Finalizado el partido, solo atiné a levantarme, ir al baño, conversar con algún colega haciendo los comentarios obligados casi protocolares y volví a sentarme. Con el fin de disimular abrí la computadora y tecleé algunas letras sin demasiado sentido, como intentando buscar una idea que jamás vendría ni necesitaba. Los hinchas abandonaban el estadio en completo silencio, tratando de evitar cruzarse con cualquier tipo de disturbio afuera, y yo seguía con la vista clavada en el verde césped. El dolor, cuando es sincero, no da ganas de romper todo. No quedan fuerzas, no hay necesidad alguna de canalizar por ese lado. Siendo prácticamente el único que quedaba, cerré la computadora. Miré el reloj y ya iba siendo tiempo de enfilar hacia otro estadio. Al de ellos, justo ellos. Tenía, ahora sí, que trabajar.

En el camino intenté, sin demasiado éxito, mantener la mente en blanco, en otro lugar. Repasaba jugadas, goles memorables, formaciones, ídolos, víctimas, dirigentes, técnicos. Comparaba injustamente, quitándole a todos los hechos el contexto. Recién cuando llegué a destino me di cuenta que no había ni siquiera encendido la radio. Eran las seis de la tarde. La transmisión para el partido que tenía cita en menos de dos horas, debía estar comenzando. Pedí disculpas por el retraso apenas entré a la cabina y salimos al aire pocos segundos después.

El hecho de apagar por un rato esos flashes interminables en mi cabeza me ayudó a salir adelante. No estaba en condiciones de ir a trabajar, pero me terminó sirviendo a modo terapéutico, para dejar de pensar. Si bien el tema de conversación no cambió demasiado, lo hacía ya con el traje de periodista puesto.

En el primer tiempo no hubo más que un par de llegadas por lado. Los arqueros agradecidos y los hinchas impacientes, eran la contracara de un encuentro que amenazaba con irse sin dejar huella. Todo transcurría con abrumadora tranquilidad, hasta que a los cuarenta del segundo tiempo el puntero izquierdo de los locales desborda, tira el centro atrás como pedía la jugada, y el nueve llega de frente con todo el arco a su merced. Ese instante, ese mísero segundo, duró años para mí, en tanto el hincha volvía a aparecer. Me estremecí por completo, mi cabeza iba a una velocidad distinta que mis palabras. Sin embargo, mientras sufría seguía relatando los hechos con total objetividad, como si el hincha y el periodista, cansados de vivir uno a la sombra del otro, hubieran optado al fin por una sana convivencia.

Así fue que el nueve abrió el pie y acomodó la pelota al palo más lejano. Mi voz, rígida, comenzó a estirar la “o” mientras el alma se me desarmaba. Por fuera el periodista gritaba con el mismo énfasis de siempre y por dentro el hincha pedía terminar con esa tortura. No había podido sufrir en paz los dos goles que nos habían catapultado al ostracismo. No había podido desahogarme festejando el descuento, y ahora me encontraba gritando un gol de ellos, justo de ellos, en su casa, con su gente, que ya no gritaba gol. Ahora todo el estadio al unísono amenazaba con que el que no saltaba se iría a la “b”. Y yo no saltaba. No podía hacerlo. No quería. Más gritaba, más me ardía el alma. La “o” se mantenía eterna mientras las primeras lágrimas recorrían mis mejillas. Mis compañeros me miraban incrédulos como no entendiendo la situación. Quizás yo, mientras el hincha dormía plácidamente, tampoco lo hubiera entendido. Pero en ese momento lo tuve claro. Fue una descarga. Esa “o” para mí no era lo que mi boca acusaba. No era un festejo. Era un pedido de disculpas al hincha por haberlo ocultado tanto tiempo. Era un duelo. Era una reconciliación. Era gritar todos los goles que no había podido gritar, era sufrir todo lo que no me había permitido sufrir. Era abrazar a un desconocido en esa popular que no podía apartar de mi mente, era una victoria del corazón por sobre la absurda y por momentos innecesaria razón. Era un agradecimiento, a mi tío que me había convencido de amar esos colores, a mi viejo que me había inculcado el amor a esta profesión. Era dejar de ser dos partes, era ser un todo. Era reencontrarme con mi historia, con mi niñez, con mi adolescencia, con mi barrio, con mi gente. Conmigo. Era, a fin de cuentas, jugar a ser, al menos por un rato, aquel que siempre había querido ser.

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Federico Leto
Escribiendo en español

Dejar de contar números, para empezar a contar historias…