La tolerancia: virtud indispensable en una sociedad diversa.
El objetivo de este ensayo es invitar a la reflexión del porqué tolerar en una sociedad plural es indispensable para la convivencia entre personas libres e iguales. Si es que deseamos vivir bajo una atmósfera social menos injusta, la tolerancia debe mediar nuestras vidas.
Desde cientos de años atrás la intolerancia ha marcado la historia de la humanidad. La intolerancia hacia creencias ideológicas –especialmente de carácter religioso–, diferencias étnicas y físicas han sido las 3 causas primordiales de disentimientos que han desembocado en actos de barbarie. Ejemplos históricos de intolerancia sobran, y aun conociéndolos, no hemos dejado atrás la necedad y arrogancia de querer imponer siempre nuestra voluntad. Imponer nuestra moralidad, ideología, y todo aquello que consideramos bueno, necesario y verdadero ha sido siempre uno de los mayores vicios de la humanidad.
La intolerancia religiosa, étnica, política, cultural y también hacia la diversidad sexual, ha conducido desde siempre a las peores y más detestables masacres a la humanidad. La historia muestra siempre lecciones por aprender, sin embargo nos rehusamos a hacerlo. Basta volver la mirada al pasado para ver cómo actos de fanatismo ideológico han inundado el mundo con los ríos más grandes de sangre.
La persecución de cristianos, la matanza de judíos, la tortura a homosexuales, la supresión de supuesta herejía por la inquisición, la violencia desenfrenada hacia personas de piel negra, entre muchos ejemplos más, nos dejan ver la monstruosidad en la que puede convertirse la sociedad que no tiene el mínimo interés por reconocer la diferencia y dignidad de su prójimo. A pesar de estas y otras manifestaciones violentas e inadmisibles de intolerancia, seguimos empeñados en imponer siempre lo que creemos que es correcto.
La sociedad actual –como mencioné antes– no ha logrado aprender de las innumerables lecciones que ofrece la historia acerca de la intolerancia. En pleno siglo XXI seguimos viviendo un ambiente hostil hacia la diferencia del prójimo. Los defectos de otros resultan ser siempre intolerables, sin detenernos antes a juzgar nuestros propios vicios y defectos. Siempre son detestables las diferencias de los demás, aún cuando carecemos de motivos razonables para rechazarlas. Los prejuicios están siempre latentes, muchos de ellos infundados e insostenibles, pero están.
Muchas de las tragedias que acaecen actualmente no hacen más que reflejar nuestros prejuicios y la falta de empatía y tolerancia. Quizá estas tragedias no se comparen en grado de violencia a las que hace años ocurrieron –por ejemplo el nazismo, protagonista de uno de los peores actos de intolerancia y banalización del mal en la historia de la humanidad–. Sin embargo, que por ahora no lleguen a tal extremo no garantiza que no pudieran llegar a ello. Pensar que las muestras extremadamente violentas de intolerancia han sido ya erradicadas y por tanto ya no pueden resurgir, es realmente un error alarmante. En palabras del filósofo Luis Oliveira:
«Creer que ya no podemos perder lo alcanzado, es no ver en las ruinas de las grandes pirámides mayas ni en la derrota de la república romana un recordatorio clarísimo: la intemperie pulveriza todo lo humano, sea de piedra o de palabras memorables». Recordemos que la barbarie siempre puede resurgir. O quizá nunca se ha ido.
La transformación social definitiva no ha llegado, y seguramente nunca llegará, porque el curso de la historia siempre puede dar giros imprevisibles. Donde haya vida humana habrá siempre una posibilidad de barbarie, violencia y crueldad, pero también habrá posibilidad de fraternidad. El humano es capaz del peor de los males, pero también del más maravilloso de los bienes.
Así pues, evitar el resurgimiento de la barbarie, implica hacer de la tolerancia una virtud inmanente a la sociedad. Si se quiere llegar a tener un mundo menos injusto y violento, es necesario defender día con día la importancia de la tolerancia y con ello hacer también una defensa de la libertad.
Defender la importancia de la tolerancia y la libertad parece ser tarea fácil. Muy probablemente todos tenemos al menos una vaga idea de estos términos. El problema comienza cuando notamos que la libertad no puede convertirse en libertinaje, ni la tolerancia en indiferencia. Así pues, hacer una defensa de la tolerancia y la libertad, no se trata claramente de hacer una apología de la indiferencia y la libertad sin barreras.
Tolerar y dar libertad de pensamiento, culto, expresión, etc. no es en lo absoluto dejar hacer al otro lo que quiera bajo la idea de que “todo es respetable” porque todos “somos completamente libres de decidir y actuar”.
La repercusión de nuestros actos en los demás, debe ser siempre considerada antes de hablar o actuar. Si bien deben defenderse las libertades mencionadas, cuando las diferencias que acarrean dichas libertades afectan otras formas de vida, éstas no pueden ser permitidas. Quienes defendemos la libertad de conciencia y la importancia de la tolerancia, no defendemos la relativización burda donde “todo es respetable y todo es válido, porque todo es relativo”. Aceptar esto implicaría legitimar el atropello a los derechos del otro.
Siendo así, la tolerancia y la libertad, como todo en la vida, no están exentas de límites, o al menos no deberían estarlo. En la Historia de la Filosofía, marcar los límites de la libertad y la tolerancia ha sido siempre uno de los problemas más difíciles a enfrentar. Sin embargo, podríamos decir que a pesar de diferir en mucho sobre el tema, los filósofos siempre han coincidido en algo para limitar ambos conceptos. El respeto a la vida del otro, la no transgresión a la dignidad y los derechos del prójimo, parecen ser siempre el límite de la libertad y lo tolerable.
De esta forma, la libertad termina cuando se transgrede la dignidad y las libertades del otro y no puede ser tolerado quien no respete ni reconozca esa dignidad. Defender la pluralidad no implica aceptar toda decisión que se intente justificar mediante la apelación de la libertad de conciencia o la defensa del multiculturalismo.
Ejemplo de ello es el machismo, la ablación del clítoris, la venta de mujeres o la lapidación de éstas en los países musulmanes, la pena de muerte o persecución y encarcelamiento por ser homosexual –por citar algunos ejemplos– no son en lo absoluto hechos tolerables. Son actos aberrantes cometidos en nombre de la libertad de culto y pensamiento, que violentan la dignidad y usualmente acaban con el derecho universal a la vida por vía de la tortura. Sin embargo, aun siendo actos repudiables, siguen a la practica en pleno sigo XXI en muchas culturas.
Hay que recordar, que el hecho de que algunas prácticas se lleven a cabo por tradición cultural, religiosa y social, no implica que sean incuestionables y tolerables por el simple hecho de estar inherentes al legado de la cultura que les vio nacer. Siempre es necesario reflexionar sobre nuestros actos, por tradicionales que sean. Si éstos causan violencia, muerte y tortura deben ser erradicados.
Por ejemplo, la lapidación en caso de adulterio era habitual en las tradiciones previas al Corán. En el 2010, una mujer de 29 años fue apedreada públicamente hasta la muerte en Afganistán, tras ser condenada por adulterio por un tribunal islamista. Este es un ejemplo de muchos, en el cual se deja ver que no todas las tradiciones por arraigadas que estén en el tiempo y la cultura, pueden seguirse permitiendo.
Saber hasta dónde tolerar y ser tolerados, es saber hasta dónde llega nuestra libertad y la libertad a la que el prójimo tiene derecho a gozar. Dañar a quien nos rodea es el límite de la tolerancia.
Señalar los límites de la libertad y con ello los límites de lo tolerable, no es o no debería ser de forma arbitraria. Censurar o rebatir ideas y actos, implica dar buenas razones para ello. Mientras la diferencia de otros no violente la vida de nadie, sus derechos o dignidad, no parece haber motivos razonables para no tolerar sus diferencias.
Dar motivos razonables del porqué ciertas diferencias no deben ser toleradas, es diferente a dar motivos sólo racionales. La razonabilidad debe participar de la sensibilidad moral hacia otros, es decir, lo que creemos razonable incluye tomar en cuenta que vivimos en sociedad y hay límites respecto a otros que no podemos violentar. De esta forma, las personas razonables deben estar dispuestas a argumentar sobre lo no tolerable dejando a un lado los intereses, las doctrinas y beneficios propios, y llegar así a un consenso de tolerancia con otros que difieren de su ideología.
Por otra parte, la racionalidad sigue de forma egoísta los intereses propios, es decir, quien ofrece sólo argumentos racionales no incluye en su juicio sobre lo tolerable, las libertades a las que tiene derecho el prójimo, y se centra únicamente en lo que para él es bueno y verdadero. Por ejemplo, si mi religión asegura que la homosexualidad es un pecado y debe castigarse, es completamente racional que rechace a un hombre homosexual, porque pensaré que no es correcto y que es un pecador. Pero no es razonable mi rechazo si considero que el hombre homosexual tiene derecho a elegir al igual que yo sobre su forma de vida. Tener claro que su elección sobre su sexualidad no violenta mi dignidad, y que él no está obligado a compartir las mismas creencias religiosas que yo, es participar de la razonabilidad para tolerarlo, aunque difiera de lo que dice mi religión.
Lo razonable pues, considera también las libertades a las que tiene derecho el otro y no sólo a las que uno tiene derecho. No se puede justificar el rechazo a las diferencias sólo en función de la propia moralidad, ideología y libertad. Tenemos derecho a defender nuestro pensamiento, pues la libertad de conciencia debe ser un derecho inviolable. A lo que no tenemos derecho es a imponerlo. La imposición ideológica lleva implícita la creencia de que estamos en posesión de la única, inmutable y absoluta verdad, y claramente ésta verdad nadie puede poseerla. Toda intento de regulación de la forma de vida de los demás que no esté apoyada con justificaciones razonables, no es más que mera opinión personal y apelación a una preferencia propia. Como afirma Stuart Mill:
Ningún hombre puede ser obligado a actuar o a abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más feliz, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea acertado o más justo. Éstas son buenas razones para discutir, para razonar o para persuadirle, o para suplicarle, pero no para obligarle o causarle daño alguno, si obra de modo diferente a nuestros deseos. El único espacio de la conducta de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es el que se refiere a los demás. Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es […] absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y si espíritu, el individuo es soberano.
De esta forma, fundamentar razonablemente nuestro rechazo a ciertas diferencias no es tarea fácil, e incluso en algunas ocasiones es imposible. Por ejemplo, la homosexualidad ¿En qué nos afecta ver dos hombres o dos mujeres besándose? ¿Nuestra vida se pone en riesgo por ello? Por supuesto que no. Por lo cual no hay motivos para rechazarla.
No existen en muchas ocasiones justificaciones razonables para muchas de las cosas que no toleramos. Usualmente no toleramos las diferencias por prejuicios, superstición, arrogancia y egoísmo, no por tener buenas razones para rechazarlas. Mientras se ejerza la libertad propia sin perjudicar a los demás no hay motivos para no ser tolerados.
Tolerar es entonces reconocer y promover las libertades del prójimo, respetar su dignidad y reconocerlo como igual. Tolerar es aceptar que el prójimo tiene derecho a elegir su forma de vida política, cultural, religiosa, sexual, etc. Tener claro que no tenemos derecho a intervenir en las acciones de otros, por más que éstas difieran de nuestras formas de vida, es necesario en una sociedad plural. La libertad de conciencia es un derecho que no debemos coaccionar.
En palabras de Michael Walzer, «la tolerancia hace posible la diferencia y la diferencia hace necesaria la tolerancia». No hablaríamos de tolerancia si el prójimo no tuviera la libertad de elegir entre una pluralidad de opciones la manera en que desea llevar su vida.
Vivir fraternalmente con las diferencias de otros, mientras éstas no violen las fronteras de lo tolerable es la característica esencial del tolerante. Practicar la tolerancia no hará un mundo totalmente justo, pero sí librará de actos bárbaros, crueles y humillantes. Claro que, tolerar no es una práctica fácil, pues implica lidiar y aceptar posturas que no compaginan con nuestras reglas morales y doctrinas comprehensivas. Sin embargo, a pesar de no ser sencillo tener que lidiar con las diferencias de otros, es menester intentarlo. Es necesario ser conscientes de que nuestra libertad no existe de forma aislada sino que coexiste con la libertad de los demás.
Como conclusión, en un mundo de imperfecciones, tolerar es lo único que nos resguarda de la violencia y la crueldad. En una sociedad plural, es imposible poner fin a las diferencias, lo más plausible entonces es hacer un mundo con lugar para ellas, sin atropellos ni imposiciones.
Quien no sea capaz de indignarse por atropellos en nombre de la intolerancia, es partícipe de la injusticia con su indiferencia. La justicia que trae consigo la tolerancia es una defensa cotidiana que de no cuidarla, caerá a pedazos. Tolerar entonces no es en lo absoluto un acto de bondad, es un acto de justicia hacia nosotros mismos y hacia los demás.
Tolerar y ser fraterno, es la base, la piedra angular. Instruirse en la virtud de la tolerancia es necesario para aceptar a los demás, «aunque eso parezca una tarea muy ardua, el viaje más penoso o la taza más amarga» que hemos de probar. Tolerar pues, «tiene que ver con mirarse al espejo críticamente antes de mirar a los demás».
Tania Hernández López
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