El adiós

Jesus Mauricio Lopez Benitez
Escalera De Caracol.
5 min readOct 26, 2016

«Maravillosa, mi frágil ídolo carente de significado.» Una vez más, me descubro jugando con las palabras en torno a ella, como queriendo acariciarla, y me siento culpable, aunque sé que no es más que un juego. La culpa me aplasta por creer que habrá algo más, también porque sé que quien habla a través de esas palabras no soy yo.
Creo que nunca fui un hombre de muchas palabras, más adaptado al pragmático y limitado léxico cotidiano que a la rebuscada y sobrecargada lírica de los poetas y literatos, pero así era ella, imposible de dejar en palabras simples, siempre mutable en significados y adjetivos, pero constante en cierta forma que mi idioma — y puedo apostar que cualquiera — fracasa en atraparla dentro de sus límites lingüísticos. Sólo una mirada respetuosa y temerosa daría a entender, mejor que todo un libro de figuras insignificantes, a quien estoy intentando describir, de la misma forma en que lo haría un escalofrío en la espalda y un silencio estrangulado por aquello indecible.
«Palabras que ofenderían a cualquiera», me dice al entrar en la habitación sin anunciarse, su sonrisa advirtiéndome que no lo dice en serio. Ésta vez se presenta ante mí con sólo una corona blanca como la nieve y una bata del mismo color que no alcanza a ocultar por completo su generoso cuerpo, ni el vestido de terciopelo negro de los primeros encuentros, ni aquel vestido festivo acompañado de un sombrero ancho decorado con flores pudieron captar mi atención en la forma en que lo hacía ese atuendo simple, tal vez también por su cabello alborotado y el aroma a hierba recién cortada que desprendía.
«¿Cómo estás?» sonrió al pronunciar esas palabras, pero la pregunta me atravesó el corazón como un cuchillo. ¿Cómo estaba yo? ¿qué era lo que debía contestar para que no se marchara? Entré en pánico.
«La verdad,» balbucee. «ya me siento mucho mejor, aunque el dolor no ha desaparecido ya puedo moverme otra vez y aunque sigo sin dejar de verla en todas partes ya sólo es un dolor discreto». Su sonrisa se ensanchó por un momento y luego volvió a ponerse seria.
«Así que hemos avanzado mucho desde la primera vez que nos vimos, los tres.» Con los ojos cerrados aparentaba calma absoluta, pero me pareció oír su voz quebrarse.

En un espejismo vi la forma en que me encontró, una figura patética y decaída, aún vestida con prendas luctuosas. Camisa y corbata negra bajo un saco cubierto de pelusa blanca, el pantalón tan arrugado como sucios los zapatos.
«Esto está mal,» exclamó la mujer detrás del velo, la que llevaba un ceñido vestido de terciopelo negro. «Todo esto está mal,» reafirmó.
En mi negrura, no pensé que estuviera hablando conmigo, tal vez ni si quiera la escuché, pero ella se acercó más.
«Tu sufrimiento es antinatural, te lo quitaré ahora mismo, te daré el don del olvido,» fue lo que me hizo reaccionar, sabiéndome frente a algo igual de antinatural, no pude reaccionar de otra forma que no fuera saltando hacía atrás.
«¡Todo menos el olvido!» Respondí con rabia, la primera de las emociones que me poseía desde que ella se había ido. En su mirada descubrí sorpresa genuina, luego me enteraría de que no debería de haberla visto.
«No tiene sentido ¿por qué conservar esto que te hace sufrir?» Preguntó. «No se irá si no la dejas ir, si no la obligas a irse».
«No es tan simple,» respondí apresurado, «tú no sabes lo que es ver convertido un hogar feliz en un sitio de dolor, dónde cada intento de continuar con la vida normal significaba encontrarse de frente a la ausencia al grado de que cuesta respirar, incluso cuando te rindes y miras al techo, para no ver todo lo que decoraba las paredes y gritaba silenciosamente su nombre, las costras de pintura también se las ingenian para traerla de vuelta».
Yo mismo me sorprendí ante mi respuesta, que sonaba más a lo que ella fue en vida que a lo que yo era antes de que muriéramos. Incluso si yo seguía respirando. La dama del vestido de terciopelo también me miró muy atenta, con la más leve sonrisa reflejada en la comisura de sus labios, dio media vuelta para ocultar su rostro y agregó antes de despedirse:
«Volveré por ella, poco a poco, como debería de ser»
Cumpliendo su promesa, me visito con frecuencia, su vestimenta sin cambios mientras exorcizaba las sábanas de su aroma y los cuadros de su reflejo. Muchas cosas salieron con esa limpieza incluyendo mis lágrimas, mismas que calmaba con el solo hecho de escucharme con atención y comprensión; tanto las lágrimas de tristeza, de ira, de remordimiento e incluso aquellas que no tenían sentido tenían lugar en mis conversaciones con ella y luego de eso siempre me sentía un poco mejor.
Luego comenzó a ausentarse algunos días y cuando estaba presente, ya exhibiendo su sombrero floreado, su semblante estaba oscurecido por pensamientos que escapaban a mi comprensión. No fue hasta luego de unas semanas más que me encontré con suficiente fuerza como para preguntarle qué era lo que ocurría (ofrecer lo mismo que me había ofrecido, incluso si un simple mortal fuera incapaz de cargar lo que ella cargaba), su respuesta me dejó helado.
«He tomado todo lo que he podido de ella, sólo me queda lo que está dentro de ti,» anunció con los ojos entrecerrados. «Realmente necesito que la olvides, en este mismo instante».
Y yo me aferré con fuerza a los pedazos de mi corazón en los que todavía la albergaba porque ella estaba intentando arrebatármelos. Discutimos como los necios que éramos hasta quedar agotados.
«¿Por qué no me dejas hacer mi trabajo?» Me recriminó furiosa «Sólo necesito llevármela para terminar, ¿qué necesidad tenías de tenerla escondida en todas tus posesiones, en los
lugares que visitaban y, lo peor de todo, dentro de tu misma persona, en tu manera de hablar y comportarte?»
Guardé silencio, me sentía agotado de discutir.
«Por qué te niegas a abandonarla, por qué me obligas a rondar una y otra vez por tu triste vida esperando que por fin decidas dejarla ir,» casi gritaba, hojas cafés y amarillas entraban por la ventana a pesar de estar en pleno verano. «¿Quieres que esté permanentemente por aquí? ¿Oscureciendo cada cosa que hagas hasta que llegue tu hora?»
«No tiene por qué ser algo fúnebre,» respondí por fin, encontrando mi certeza.
Me miró sorprendida y el resto de nuestros encuentros fueron más bien casuales, mucho más equilibrados que yo dándole lo que no quería tener para mí o ella tomando lo que necesitaba.
En su historia aprendí de hipocresía y de ingratitud, de una falsa reverencia y aceptación que no eran más que una falta de empatía y negación.

Un abrazo rompió mi tren de pensamiento, devolviéndome al presente.
«Entonces esto es el adiós, el resto corre por tu cuenta,» condena sin abrir los ojos.
«¡No! ¡No me dejes tú también! ¿Sin ti que sentido tendrá todo lo que ya no está conmigo?» Intento discutir, aunque sé que es inútil, que inevitablemente pasaría.
«Has sido enriquecedor, deberías escucharte tú también» finalmente abrió solo uno de sus ojos, en su boca una sonrisa radiante. «Sólo es un hasta luego, más te vale tener multitud de anécdotas que platicarme cuando nos volvamos a ver».
«Así será, hasta entonces»
Con esa promesa, inicié con mi nueva vida. Extendiendo palabras de gratitud ante la certeza de la muerte.
Y la próxima vez que nos encontremos, estaremos de fiesta.

Por Alejandro Villaverde Viayra

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