Me llevó la muerte

Melquíades Montiel
Escalera De Caracol.
7 min readMar 29, 2017

Comenzó con una mirada, como la mayoría de los encuentros. También llegó, podría decirse, accidentalmente. Ni siquiera había notado su presencia, quiero decir, que no le había puesto atención hasta que por alguna razón, decidí recorrer el salón de clases con los ojos, y terminé por encontrarme con los suyos.

En ese mismo instante, en ese contacto de miradas, entre los nervios y el querer responder a esa mirada inquisitiva, decidí sonreír poquito, para luego desviar mis ojos de vuelta al pizarrón. Mi corazòn galopaba, queriéndose escapar de mi pecho.

Desde entonces me sentí con derecho a saludarla, sencillo y simple; desde lejos , con la mano y sonriendo tímidamente. Ella solo respondía curiosa con la mirada y media sonrisa.

Todavía recuerdo la primera vez que la saludé, ahora sí, formalmente: con un beso en la mejilla. Inició como siempre, con miradas encontradas por mera casualidad en momentos donde la clase y el profesor no merecían mi atención y nuestras miradas se encontraban, casi era como tocar accidentalmente la mano de alguien en el metro; pero en vez de retirarla y pedir disculpas, nosotros manteníamos el contacto. Me animé a decirle “Hola”, respondió con una voz delgada y suave “Hola” (nuestras mejillas se juntaron). Inmediatamente y sin dudar, comencé a hablar de algún tema relacionado con la clase para evitar la incomodidad del silencio. Una persona muy singular y con un extraño sentido del humor, los demás huían de ella, les causaba algo de incertidumbre y mala espina. Pero yo no podía escapar de sus ojos, parecía que toda la fuerza gravitacional obligaba que mi mirada orbitara hacia ella.

Ese mismo día, comenzó a llover.

No tardé mucho en darme cuenta que había una extraña serie de casualidades entre acontecimientos poco comunes y mis encuentros con ella. La lluvia fue el primer indicio de lo que sería mi suerte. Los días eran grises pero mi ánimo no se nublaba y mi cuerpo, ensopado por completo, no sentía frío.

Su voz por ejemplo, me seguía a todas partes, como un eco que se repetía en los lugares y momentos menos esperados. La segunda vez que nos despedimos, el segundo beso, su voz me asaltó repentinamente de regreso a mi casa. Caminaba por la calle distraído por mis pensamientos, sin prestar atención a la lluvia, ni a nada; entonces mi pie se atoró con una grieta del concreto y mi cuerpo se proyectó contra el suelo. “Carajo” grité, y me dirigí, entre molesto y avergonzado a mi casa.

En otra ocasión, el día del tercer beso de despedida, caminaba junto con un amigo sobre la estrecha banqueta de insurgentes, donde se cruza con Río churubusco. Platicabamos, sobre cualquier cosa: una fiesta; sobre ¿cuál hamburguesa era la mejor?, pollo o res, cómo iba cada quien en el amor, decidir cuál era el mejor disco de los Strokes y demás. El recuerdo de sus ojos tocando los míos emergió del vacío, sin avisar, sin prevenirme de su llegada, así como un soplo del viento. Mientras esperaba a que mi amigo consiguiera a alguien que nos prestara su tarjeta para pagar el pasaje, yo seguía distraído, como la primera vez, pensando en cómo había sido esa despedida: fue la primera vez que al despedirnos, rodeamos con nuestros brazos al otro, un abrazo tímido, de los que solo se hacen con una mano y con algunas palmaditas en la espalda; nada serio.

En medio de todo esto, el fuerte sonido de un claxon, una mano que me tomaba por el cuello de la playera, un camión que pasaba a menos de un centímetro de mi nariz y un regaño: “No seas pendejo güey”; terminaron por sacarme — como si estuviera yo antes contenido — de mis recuerdos y arrojarme al presente, donde casi muero; por culpa de unos ojos y una voz que no estaban (para mi sí) ahí.

El cuarto acontecimiento inició como siempre, al despedirnos (porque por alguna razón siempre era la despedida la que iniciaba todo). Su mano se colocó en mi nuca, y sus labios besaron mi mejilla. Todavía recuerdo su andar, el ritmo alegre que llevaba al caminar por la explanada hacia el metro, como bailando en voz baja, si es que eso se puede decir así. Ese día, de regreso a mi casa, iba sentado en el microbús, junto a la ventana. El viaje fue incómodo, pues los baches de la calzada hacían que mi cuerpo rebotara de arriba a abajo, por lo que decidí cambiarme de lugar, del otro lado y una fila adelante. Entonces la vi a ella sentada en el mismo lugar donde yo estaba hace unos momentos; ella estaba recargada en el asiento de adelante con la mano apoyada en su barbilla, viendo a los carros pasar a alta velocidad, o al metro, o a lo que sea.

(Una ventana comenzó a vibrar violentamente).

Estaba perplejo y sorprendido, ella parecía muy cómoda a pesar de que el camión se sacudía con fuerza. Me le quedé mirando como estúpido unos segundos…

(La ventana se movía violentamente, ya estaba muy floja)

Ella volteó suavemente y nuestros ojos se encontraron; medio segundo parecía una hora.

El conductor, quien al parecer iba con prisa, no vió un hoyo a la mitad de la calle, y a esa velocidad, una ventana (de esas que se pueden correr de un lado a otro) se desprendió de golpe para impactar en lugar donde ella estaba sentada. El borracho del fondo se despertó sobresaltado, el chofer bajó su velocidad y habiendo comprobado que nadie se lastimó, colocó la ventana debajo de los asientos. Jamás agradecí estar tan incómodo durante un viaje, pero una duda se repetía varias veces en mi cabeza: ¿Qué chingados hacía ella ahí?.

Desde aquel acontecimiento, ya no eran pensamientos los que aparecían de repente — si es que alguna vez fueron solo míos o si estuvieron alguna vez dentro de mí — más bien eran como alucinaciones. Permítanme explicarlo: ella aparecía literalmente, vestida de colores raros, en todas partes. En la calle, en el metro, en la universidad; aparecía a la mitad de una conversación con alguien más, la veía a lo lejos sentada bajo un árbol, corriendo por el pasto, en la biblioteca, en la ducha (casi me rebano el cuello con el rastrillo por el tremendo susto); hasta podría jurar que la ví comiendo unos tacos de suadero.

Y así como aparecía, llegaban de la mano eventos que me causaban algún tipo de dolor, o me ponían en peligro. En el metro mi brazo quedó atrapado entre las puertas, en la universidad por poco me quitan un examen porque el maestro pensaba que estaba copiando. Cuando la ví sentada en el árbol y me sonrió, me caí de la bicicleta, quedando en completo ridículo frente a las personas; con sangre en rodillas, codos y manos. Lo curioso es que desaparecía, siempre de la misma manera: Lo último que veía de ella después de cada accidente era su andar alegre, desaparecía bailando en voz baja.

Algo me atrapaba siempre que estaba con ella, como si varias telas de seda me rodearan, envolviendome como una araña hace con su presa, impidiendo que pudiera escapar de su voz y de su mirada. Una vez que nos mirábamos, no había vuelta atrás, ni siquiera podía evitarla, aunque yo mismo me exigiera: ella iniciaba la conversación y yo estaba perdido, porque cuando era hora de despedirnos, sabía que estaba por acontecer cualquier cosa.

Y así fue como terminó: con un acontecimiento, uno ridículo. Esta semana llena de eventos peculiares terminó con mi vida, así es, cuando logré robarle a ella un beso de sus labios — curiosamente, bastante fríos al tacto — . No fue el beso, sino un descuido, una trivialidad lo que causó mi fin.

Caminamos bajando la avenida insurgentes.Al llegar a la estación del metrobús ella abordaría el camón y yo me desviaría a otra calle.Nos paramos frente a frente, diciendo algunas bromas pequeñas, inocentes. “Adiós, nos vemos”, me dijo sonriendo. Tragué saliva y apreté el estómago, estaba decidido a besar sus labios, en cuanto nos acercamos incliné un poco la cabeza y ataqué. Un beso rápido casi imperceptible, en cuanto nos separamos nos quedamos viendo, tocándonos con la mirada.
Durante un momento nos quedamos mirando, ella perpleja y algo sorprendida; yo cada vez más nervioso, incómodo y enrojecido por los nervios. Aunque en realidad solo fueron unos segundos, a mi me pareció estar parado ahí durante una hora. Mi corazón parecía estarse esforzando demasiado, un poco más rápido y me hubieran estallado hasta los ojos por tanta sangre bombeada, mis palmas estaban resbalosas por el sudor, mi respiración se detuvo, mis piernas temblaron… y ella seguía perpleja.

No pude más con la tensión y salí corriendo hacia el carril del metrobús. Lo que siguió daría de que hablar a los citadinos durante algunos días. En mi nerviosismo por escapar no me percaté de que el camión rojo del metrobús avanzaba rápidamente hacia la estación (El terreno estaba inclinado, no había posibilidad de frenar). Recibí un golpe contundente en la mitad izquierda de mi cuerpo y salí proyectado con fuerza.

Mi cuerpo se torció y pude ver el rostro de aquella chica, me pareció que sonreía, el sol estaba detrás de ella y no distinguí bien. El primer impacto me destrozó, mi cabeza se estrelló contra el pavimento , mi brazo y mis dedos estaban rotos, mi espalda parecía una columna barroca de estilo churrigueresco; rodé unos metros y mi cuerpo se detuvo.

Recuerdo ver a muchas personas acercarse, confundidas y exaltadas por el espectáculo, algunas gritaron, otras pedían ayuda. Mientras mi sangre abrazaba el suelo , y mi consciencia se desvanecía poco a poco, la ví acercarse; bailando en voz baja, nadie parecía prestarle atención. Ella se arrodilló junto a mí, nuestras miradas se volvieron a encontrar, se acercó a mi cuerpo, tomó mi cabeza con delicadeza, para luego darme un beso en los labios, un beso frío que terminó con mi vida, dejando mi cuerpo sin vida en el suelo.

Y ahora nos vamos ella y yo, caminando por el amplio pasto, hacia el sol; bailando los dos, ya no en voz baja, sino llenos de gracia y felices. Ahora ya no llueve y la tarde es más cálida junto a ella.

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Melquíades Montiel
Escalera De Caracol.

Psicólogo social aspirante a escritor. Interesado en hablar sobre esas “tonterías” de la vida Diaria