Tres historias inconclusas

Esta es la historia de cómo tres mujeres de distintas edades y mundos conviven con las huellas que les provocó la vida junto a militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez en plena lucha contra la dictadura.

Por Jonathan Mardones y Camilo Encina

La madre

A Mirna Salamanca Astorga llevaban semanas siguiéndola. La lucha contra la Dictadura en ese 1987 era intensa y Mirna ya se había involucrado mucho más de lo que imaginó. Era militante del Partido Comunista desde mediados de la década del 60 pero sus años más intensos los estaba viviendo ahora. Vivía clandestina, al igual que sus hijos, por lo que tenía claro que en cualquier momento podría pasar “algo” que afectara directamente a su familia.

Su hijo menor, Ricardo Palma Salamanca, por ese entonces tenía 18 años y cursaba cuarto medio en el mismo colegio en el que ella hacía clases de educación física, el Latinoamericano.

Ricardo Palma vivía con ella. Iba al colegio, pololeaba, sacaba fotografías, se juntaba con amigos. En una semana promedio Ricardo sólo llegaba a dormir un par de veces. El resto de los días se quedaba en casa de su polola o en otro lugar incierto. Mirna lo crió con libertad, respetando sus decisiones. De esa misma manera había criado a sus otras dos hijas, Marcela y Andrea, militantes del Partido Comunista y dirigentes estudiantiles en plena década del 80 en la Universidad Católica y de Chile respectivamente.

Un día, una colega del colegio en el que trabajaba le dijo que habían preguntado por ella. Sabía exactamente lo que significaba: querían saber algo que la involucraba. Rápidamente, y con la determinación que demuestra hasta el día de hoy fue a uno de los cuarteles a saber qué es lo que querían. La interrogaron por horas, preguntándole por movimientos y conversaciones que solo podían saber si la estaban siguiendo. Después de eso, la soltaron.

A los días, tras hablar con gente de la Vicaría de la Solidaridad, le comunicaron que debía irse de Chile. “Yo no quería, pero cuando mis hijas me hicieron ver que ponía en peligro a la familia quedándome en Chile, me convencí”, recuerda hoy Mirna Salamanca a sus 82 años de edad, sentada en el living de su casa en la comuna de La Florida.

Poco tiempo después en sus manos tenía dos pasajes de avión con destino a Suecia, uno para ella y otro para su hijo. Le pidió a Ricardo que se juntaran para comunicarle la noticia. Cuando le contó, Ricardo le respondió fuerte y claro.

“Me dijo que no se iría por ningún motivo. Que muchas gracias, que me cuidara mucho, pero él se quedaba”.

Ese fue el momento preciso que encontró Mirna Salamanca para lanzarle a su hijo una pregunta que había aguantado por varios meses: ¿Eres parte del Frente? Ricardo se detuvo a pensar, le dijo que sí, que estaba participando pero que no se dedicaba a las acciones más importantes. Mirna Salamanca confirmó su presentimiento. Pero ya no había vuelta atrás, a los días tomó el avión y se fue de Chile sin su hijo adolescente.

Cuatro años después, Ricardo Palma Salamanca mataría a Jaime Guzmán. Al año siguiente lo tomarían preso y en 1996 sería protagonista de uno de los escapes más espectaculares ocurridos en Chile desde la cárcel de Alta Seguridad, junto a otros tres integrantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

Tras el escape, Mirna Salamanca nunca más volvió a ver a su hijo.

Los padres de Mirna Carlos Salamanca y Juana Astorga se conocieron en la localidad de Barquitos, una caleta ubicada en el norte de Chile, cerca de Chañaral. Barquitos fue prácticamente creado por las empresas norteamericanas que venían a nuestro país a extraer cobre.

Mirna Salamanca Astorga creció en una pequeña casa destinada a los obreros de una empresa minera, levantadas cerca de la playa. Sólo tenía una pieza donde dormían todos los hermanos. En el living se acostaban los padres.

Los primeros años de vida a Mirna la marcó la precariedad. Su hogar no tenía baño. Para hacer sus necesidades, la gente del lugar debía caminar hasta una larga construcción de cemento destinada para el uso común. La construcción tenía divisiones. Los desechos corrían por una canaleta a la vista de todos. Mirna, de solo 4 años de edad, le suplicaba a su madre no ir a ese lugar porque odiaba hacer sus necesidades ahí. La solución que encontraron fue usar una bacinica en la casa y llevar los desechos a la construcción de cemento.

A los 10 años, Mirna Salamanca supo que la empresa donde trabajaba su padre y tío era la misma que había construido las casas sin baños, y era la misma contra la que peleaba su tío sindicalista Oscar Astorga. Apretó los dientes tratando de calmar la rabia.

En 1945, la empresa trasladó a uno de los jefes de Carlos Salamanca a otra ciudad. Por antigüedad y sobre todo por conocimiento, le correspondía a Carlos asumir el puesto. Sin embargo, los gerentes decidieron traer un estadounidense para asumir la jefatura. Carlos se indignó y renunció.

Viajaron a La Serena, buscando una nueva vida. Menos de un año después, viajaron a Coquimbo, donde se instalaron. Mirna ingresó a un nuevo colegio al que le costó adaptarse. Producto de lo vivido por su familia, Mirna Salamanca engendró un fuerte resentimiento contra la empresa norteamericana que desechó a su padre. Este sentimiento creció cuando se enteró tiempo después que habían despedido a su tío Oscar, y lo dejaron en la calle.

Al graduarse de cuarto medio, Mirna Salamanca se trasladó a Santiago para ingresar a la Universidad de Chile. Sus padres, sin haber ido nunca a la universidad, creían que su hija debía cambiar la historia familiar a toda costa. En 1955 se matriculó en pedagogía en educación física. Los padres hablaron con una amiga de la familia para que la alojara mientras estudiaba. Así vivió su primer año de carrera, en el que se dedicó a entrenar arduamente para estar en forma ante las evaluaciones prácticas de la carrera.

El lugar donde entrenaba era el estadio de Recoleta. Un día de ese primer año universitario, decidió ir sola. De polera y buzo, llegó al estadio para practicar saltos, velocidad, elongaciones. A lo lejos, vio a un hombre vestido de blanco alistándose para trotar. Se acercó y le preguntó si era de la Chile. “Sí, estudio ahí. Hola, mucho gusto, me llamo Ricardo Rioseco”, contestó.

Ricardo y Mirna se hicieron buenos amigos. A mitad de ese año, Ricardo le confesó algo personal, que no escondía, pero que tampoco contaba a cualquiera: hace mucho tiempo que era militante de las juventudes del Partido Comunista.

En segundo año de universidad, Ricardo se postuló para ser presidente del centro de alumnos de la carrera. Mirna Salamanca se empapó de la campaña de su amigo. Era la primera vez que conocía de cerca la política.

“En mi etapa de adolescente no era de leer mucho. Un par de cuentos solamente. La política no era tema en mi familia. Mis papás votaban por la izquierda, pero no se informaban mucho”, recuerda Mirna.

Con las elecciones de Ricardo, conoció cómo funcionaba el partido Comunista en su interna. Empezó a memorizar nombres de políticos que aparecían en los medios. Se hizo seguidora de El Clarín para informarse de lo que pasaba en Chile.

El día de la votación, Mirna y todos los compañeros de curso que apoyaban a Ricardo estaban expectantes. La disputa era difícil porque competían contra un estudiante de cuarto año. Tras finalizar el conteo de votos, Ricardo Rioseco perdió las elecciones. Fue doloroso.

De esta experiencia quedarían dos cosas importantes: la primera es que tras las elecciones comenzarían unas largas y profundas conversaciones sobre política entre Mirna y Ricardo, en la que este último asumió una función de maestro. La segunda, es que el militante del partido Comunista se convertiría en el primero de tres Ricardos que marcaría la vida de Mirna para siempre.

Tras el golpe militar de 1973, Mirna Salamanca agudizó su militancia en el partido comunista. Se había inscrito en 1965, ya casada con Ricardo Palma y con dos hijas, Marcela (nace en 1962) y Daniela (1963). Para la década del 80 estaba decidida a participar en las marchas y reuniones de partido que fueran necesarias para derrocar al dictador. Se convirtió en algo esencial de su vida.

Sus dos hijas siguieron sus pasos y comenzaron a militar en el Partido. Su hijo menor, Ricardo Palma Salamanca, a los seis años le dijo a Mirna que nunca militaría como lo hacían sus hermanas. Y lo cumplió. Sin embargo Ricardo creció en un ambiente marcado por ritos, libros y conversaciones ligadas al partido.Hasta el colegio donde estudiaba, el Latinoamericano, era un refugio de gente de izquierda.

“Yo hacía clases de educación física en el colegio Latinoamericano. El día que mataron a Manuel Guerrero y José Parada fui a trabajar como cualquier día”, relata Mirna Salamanca.

Ese 28 de marzo de 1985 “yo salí un poco antes y le dije a Ricardo que pasaría a comprar pan para tomar once y que él llegara después”, asegura. Cuando llevaba dos cuadras caminando Mirna escuchó disparos. Volvió al colegio y sólo alcanzó a ver la espalda de Guerrero y Parada subiéndose al furgón policial. Nunca más los volvió a ver.

Buscó a Ricardo en medio del caos. Profesores lloraban, estudiantes gritaban, un helicóptero rondaba el lugar. La histeria colectiva se desbordó. “Ricardo me abrazó fuerte cuando lo encontré. Estaba exaltado”.

A pesar de que Ricardo Palma sabía cómo funcionaba la represión en Chile, nunca vio tan de cerca la violencia. “Ese día en Ricardo cambió algo. Pensó que no se podía quedar con las manos cruzadas y debía actuar. Y así lo hizo”, explica Mirna.

El 1 de abril de 1991 Ricardo Palma Salamanca, con sólo 22 años, apuntó su pistola hacia Jaime Guzmán y disparó. Será recordado para siempre como el autor material del asesinato al ideólogo de la Constitución de1980. Como si lo anterior no bastara, el 9 de septiembre del mismo año participó en el secuestro de Cristián Edwards, el hijo del dueño de El Mercurio, Agustín Edwards.

“El último día que lo vi, previo a su detención, me prometió que pronto iríamos al cine. La mañana en la que me enteré que lo habían tomado preso, había salido a hacer un trámite y me pasé a la casa de mi hija Andrea. Cuando llegué ella estaba llorando. Me contó que en las noticias anunciaron que el Negro, uno de los integrantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, había sido capturado. El Negro era mi hijo”, recuerda Mirna.

El 25 de marzo de 1992 Ricardo Palma fue tomado preso por la policía de investigaciones mientras viajaba en una micro. Ese día Mirna, su madre que había vuelto del exilio sólo dos años atrás, lloró.

De ahí en adelante se dedicó a visitarlo cada viernes, día asignado para las visitas en la cárcel. “Hubo días que lo vi tranquilo. Otros lo vi mal, sin fuerzas. Fueron cuatro largos años de verlo un día a la semana, en los que pocas veces le hice preguntas”, asegura Mirna Salamanca.

La última vez que vio a su hijo fue el 27 de diciembre de 1996, tres días antes del escape. Ese día Gendarmería dio permiso para que los internos celebraran las fiestas navideñas con sus familias. Habilitaron un espacio en el patio para que todos entraran. Fue un día mágico. Los años anteriores la celebración se había hecho en la sala de visitas, un espacio mucho más chico. Compartieron, rieron, festejaron.

Tras despedirse, como lo había hecho de la misma forma por años, Mirna Salamanca sintió que esta vez debía voltearse a mirar a su hijo. Al mirar atrás, vio que Mauricio Hernández, más conocido como comandante Ramiro, con el ceño fruncido y moviendo la cabeza,le alentaba para que se despidiera más efusivamente de su madre. Ricardo obedeció: corrió hasta Mirna para fundirse en un abrazo, que sería el último que le daría en su vida.

Tres días después, Mirna Salamanca se enteró por la televisión que su hijo se había fugado de la cárcel junto a tres frentistas. No se alegró. Pensó que los encontrarían rápidamente y que volvería a caer preso. Esa tarde la invitaron a celebrar. Participó, pero no estaba alegre.

Un año después del escape el Frente organizó un acto en conmemoración. Días antes del acto, un frentista se acercó a Mirna Salamanca para entregarle una carta. No le dio detalles, sólo le pidió que la leyera.

“La carta estaba escrita por Ricardo. Era su letra. Me decía que estaba bien. Explicaba las razones de sus actos. Me declaraba su amor eterno y me prometía que se iba a cuidar”, recuerda hoy con una sonrisa la mujer de 84 años.

Al finalizar, le aseguraba que la vida en el futuro sería distinta, que quizá nunca lo volvería a ver, pero le pedía que entendiera que era por el bienestar de todos. En últimas palabras le explicaba que ese 30 de diciembre de 1996 se había convertido en una nueva persona y le pedía que se acostumbrara a él.

Así lo ha hecho Mirna Salamanca, aunque no lo logra del todo. Cada 1 de julio se junta toda la familia para recordar al antiguo Ricardo, ese que estaría de cumpleaños. Recuerdan sus bromas, su forma tan cariñosa, anécdotas, momentos felices y tristes. Recuerdan tomando vino en memoria del fugitivo que nunca más volvió.

“No lo recuerdo con pena- dice Mirna Salamanca, con un rostro totalmente tranquilo-. Hace tiempo que no lloro por él. Sinceramente a estas alturas, me siento orgullosa por el hijo que crie y por lo que pude sembrar en él”.

La hermana

María vive en una casa antigua de Ñuñoa. Tiene una familia extensa y por eso desde el 2008 se mudó al lugar donde vive actualmente, mucho más amplio que el anterior. Como toda familia grande, le es difícil verlos a todos siempre, pero hace poco se casó su hija de 30 años. Hija que marcó un quiebre en la decisión más grande de su vida: La de seguir o no a su hermano al Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

El “Pelao”, su hermano, nació en 1958. María en 1962. Fueron los dos hijos menores de una familia de seis integrantes. Él nació en un pueblito pequeño en la cuarta región, debido a que sus padres trabajaban en la minería de la zona. Ella nació en Santiago, después de que su familia decidiera buscar nuevas oportunidades laborales en la capital.

Sus padres y abuelos pertenecieron al partido comunista toda su vida. Su madre siempre les contó que su abuelo había sido uno de los fundadores del partido. En noviembre recién pasado, María confirmó que esa historia era cierta, tras encontró una carta que su abuelo firmó junto a otros fundadores. En ese contexto altamente político, los jóvenes se criaron.

A pesar de su corta edad, los hermanos vivieron activamente la época de Allende en el poder. “Íbamos a las concentraciones con nuestro papá. Era muy lindo vivir eso. Iba mucha gente, bastante más de las que hay ahora en las marchas”, recuerda María. Como familia compartían la ilusión de un gobierno que por fin los representaba. El “Pelao”, a esa altura, participaba en las Juventudes Comunistas. Así, poco a poco, la herencia familiar se ligaba al partido.

Luego del golpe de estado de 1973, la familia entera se vio afectada. Para el 11 de septiembre, el padre viajaba en tren desde el norte a Santiago. Sin aviso, un grupo de carabineros subió dispuestos a detener gente. “El trató de esconderse durante todo el viaje. En la medida que carabineros bajaba gente, se iban subiendo otros arrancando de la persecución”, recuerda la mujer.

Debido a su historial cercano al PC, los primeros años de dictadura fueron duros. Allanamientos, desapariciones e historias de abusos a gente conocida se convirtieron en algo cotidiano.

Fue en ese contexto que María comenzó a participar activamente en la “Jota”. Ya de adolescente se interesaba por asistir a actividades tanto en el liceo como en su barrio. Guiada por su hermano, al poco tiempo empezó a organizar juntas vecinales relacionadas con el partido. “¿Tu sabí todo lo que implica meterse en esto, cierto?”, le preguntaba el “Pelao” a su hermana. Ella asentía. Siempre tuvo claro que pertenecer al PC era cosa de tiempo. Tenía que pasar tarde o temprano. “Si no hubiese habido golpe, igual me hubiese metido al partido comunista”, reflexiona. Al inicio de la década de los 80, María empezó a notar a su hermano más reservado. Compartía menos con ella y desaparecía por largo tiempo. Comenzó a sospechar. Poco a poco se fue convenciendo de que su hermano era frentista, aunque nunca se lo confesó. “Era la única que cargaba con la angustia de saber si mi hermano estaba bien o no”, recuerda.

“Si no llego a las 12, preocúpate”. De esta forma el “Pelao” le advertía a su hermana que tenía que hacer actividades relacionadas con el Frente y que corría peligro. Ella no sabía que él pertenecía a la agrupación de izquierda, pero sabía que tenía que empezar a buscarlo en caso de que se venciera el plazo que le había dado.

Corría el año 1985. María había vivido toda su adolescencia en dictadura. La rabia por la represión vivida la había acumulado ya por doce años. Por otra parte, su hermano llevaba unos cuantos años en el Frente y ella miraba a la organización con ojos de admiración. “Cuando marchábamos contra el régimen, siempre esperábamos a que el Frente apareciera haciendo algún acto importante, ya sea cortar las torres de alta tensión, armar una barricada o lo que fuese necesario para resistir la represión”, recuerda la mujer.

María siempre sintió curiosidad por el grupo político, pero su hermano la protegía: “Mientras menos sepai, mejor”, le decía. Sin embargo, su cercanía con el Frente había crecido con el tiempo, ya que se rodeaba de mucha gente cercana a la organización, y que a su vez eran integrantes del mismo partido. Si bien no sabía mucho de cómo funcionaba el Frente en su interna, estaba muy interesada. Hasta que llegó el día en que decidió ingresar.

“Tenía los contactos hechos para entrar al Frente”, recuerda María. Tenía la idea de que la dictadura solo podía ser derrocada por la vía armada, y aunque estaba casada, nada la podía detener. Esa idea se mantuvo hasta el día que se enteró de la noticia que cambiaría su decisión: estaba embarazada.

“Si hubiese estado sola con mi pareja, igual hubiese entrado. Pero la situación cambió”, recuerda. Sabía que existían casos de embarazadas dentro del Frente, pero no quiso marcar para siempre la vida de su primera hija. No lo consideró justo para ella. Tenía claro que entrar al Frente era una decisión sin retorno. Sin embargo hasta el día de hoy se pregunta que hubiese pasado si se hubiese metido a la lucha armada. “Siempre será una parte inconclusa para mí”, reflexiona hoy.

Siguió participando activamente del PC por varios años. Asistió a las primeras fiestas de los abrazos, tradicional festividad organizada por el partido, y que en Dictadura era una reunión clandestina. En la del 87 pasó lo que todos temían que podía pasar. “Recuerdo que mi hermano nos dijo que nos fuéramos y nos protegiéramos. Yo estaba con mi esposo y mi hija”. Le hicieron caso. A las horas después les avisaron que el “Pelao” estaba preso.

Durante el resto del día lo buscaron por diferentes lugares. Hablaron con mucha gente. Hasta que lo encontraron detenido en un recinto policial. Según supo después, ahí lo torturaron. Estuvo preso por un año.

En ese transcurso, María lo fue a ver todos los días en que “Pelao” tenía visitas. Le llevaba cosas para que se sintiera más cómodo y se preocupaba de estar atenta del procedimiento judicial que estaba en contra de su familiar.

Cuando salió en libertad, su hermano tenía, como se dice en Chile, los papeles manchados. Su época de frentista quedó marcada en su hoja de vida. Empezó a buscar trabajo para poder vivir, pero nadie lo quería recibir. Su historial lo sentenciaba: era considerado terrorista.

El “Pelao” se fue a la Cuarta región a reflotar una pequeña mina en donde antes trabajaba su padre. A esa altura dejó de participar tan activamente en el Frente sobretodo porque tenía una familia que mantener. María lo había convencido de que era lo mejor que podía hacer. Encontrar trabajo en la capital era imposible con su hoja de vida.

Tiempo después María, ya con la dictatuda acabada, ella y su esposo decidieron irse a Arauco, debido a que él encontró trabajo allí. Ese proceso marcó dos hechos importantes en la vida de María. El primero fue que dejó de militar en el partido. “Arauco es un pueblo chico, todo se sabe, así que preferí ahorrarle problemas a mi esposo, y dejé de militar”, recuerda

El segundo, fue que en esa época se distanció bastante de su hermano porque no se veían. “Para una pareja de hermanos que siempre fueron tan unidos, fue difícil alejarnos”, confiesa la mujer. Se veían una vez al año, generalmente en Arauco. Ahí recordaban tiempos en donde ambos participaban en marchas y actividades relacionadas con derrocar al dictador. Los embargaba un sentimiento de nostalgia.

En 1996 el “Pelao” volvió a Santiago, a pesar de que en su historial todavía aparecía la condena. La familia de María le ofreció la posibilidad de pelear para solucionar el problema. Así fue que acudieron a la Vicaría de la Solidaridad para pedir ayuda para que “Pelao” regularizara su situación. No pasó tanto tiempo para que todo se solucionara.

María no estaba conforme con eso. Sentía que su hermano merecía mucho más. Por eso le ofreció pagarle una carrera en el Inacap y con esto poder trabajar en un lugar donde ganara un sueldo digno.

“A eso se refería él con la idea de que entrar al Frente era algo casi sin retorno. Y justo por eso mismo era necesario ayudarlo. Tuve la suerte de que a mi familia le fue más o menos bien económicamente, pero él fue el que al final fue al sacrificio. La gente no valora lo que hizo el Frente, y a todos aquellos que lucharon se les trata como delincuentes y no lo son. Los verdaderos delincuentes son los que están libres y mataron a diestra y siniestra en dictadura”, asegura María.

El hermano sacó la carrera: Construcción y estructuras metálicas. Trabajó durante un tiempo en un supermercado donde no ganaba lo suficiente, por lo que finalmente, y tras la sugerencia de María, decidió independizarse.

Hasta hoy, poca gente sabe que el “Pelao” perteneció al Frente. Los hermanos guardan sus historias juntos, de cómplices, como si fuesen un secreto inconfesable. “No me imagino la vida sin él”, reflexiona María con voz de convicción.

La amiga

En 1979, los padres de Macarena Marín Martín decidieron cambiarla de colegio cuando cursaba séptimo básico. Creían que estaba en la edad precisa para que se empapara del catolicismo que ellos profesaban fervientemente, por eso estimaron que el colegio Las Teresianas sería el indicado. La familia Marín-Martín vivía en Las Condes a cuatro cuadras de la casa de Augusto Pinochet, por ese entonces máxima autoridad de Chile.

El primer día de clases la sentaron junto a la otra nueva del curso: Rosario Rivero, una adolescente peruana que venía recién llegando a Chile. Su padre diplomático de su país, había sido trasladado.

Rápidamente se hicieron amigas. Conectaron muy bien. Un día, Rosario la invitó para que fuera a su casa después de clases. Ella aceptó contenta. Era la primera casa de todas sus compañeras que visitaría.

“Me gustó mucho el ambiente de ese lugar. Comíamos todos juntos en la mesa y los padres conversaban. Fue en esas conversaciones que escuché por primera vez que en Chile había Dictadura”, recuerda Macarena Marín, hoy de 49 años, sentada en su casa ubicada en la comunidad ecológica de Peñalolén.

Macarena vivía en una burbuja. Su familia, acérrimos partidarios de Pinochet, sólo hablaban de las bondades que trajo el Régimen Militar y lo terrible que eran los comunistas. Por eso le llamó mucho la atención lo que escuchaba en la casa de su nueva amiga. Comenzó a visitarla más seguido. Hacía preguntas de vez en cuando.

“Con el tiempo supe que había gente que desaparecía y otras torturadas. No lo podía creer. Se me abrió un mundo desconocido que me impactó mucho. Comencé a opinar en mis reuniones familiares. Varias veces me echaron, pero ya no me importaba. Lo que había escuchado no me dejó tranquila nunca”, dice Macarena Marín.

Al momento de decidir en qué universidad estudiar, para ella sólo existían dos opciones: Universidad Católica o Universidad de Chile. La primera era el sueño de su familia. La segunda significaba rebelarse contra ese sueño. “Si ingresé a la Chile fue para escaparme definitivamente de la burbuja. No quería seguir conociendo gente sólo de mi mundo. Quería compartir con personas diferentes”, analiza hoy Macarena Marín.

En 1985 ingresó a estudiar filosofía en la Universidad de Chile. El primer día le llamó la atención una cosa: sólo tendría doce compañeros de carrera.

Con los meses uno de ellos le llamó la atención y comenzaron a hablar. Su nombre era Patricio Ortiz y se caracterizaba por ser serio, bajo perfil, un tanto formal, pero muy inteligente. Provenía de un sector pobre de Santiago. Partieron juntándose a almorzar. Luego, en los tiempos muertos dentro de la universidad, se sentaban en el pasto a conversar. “Me gustaba hablar con él porque los temas eran profundos. Hablábamos de la vida, de las tristezas. Ambos éramos personas muy tristes en ese momento y quizá por eso nos llevábamos bien”, recuerda Macarena.

Se volvieron cercanos. Los trabajos grupales los hacían juntos. Eran una buena dupla. Así pasaron los dos primeros años de la carrera, entre lecturas, caminatas y confesiones de vida.

Un día acordaron, como era costumbre, hacer un trabajo juntos. Tenían que juntarse sí o sí a responder unas preguntas. Pero Patricio desapareció. Macarena lo buscó, pero no lo pudo contactar por dos semanas. luego volvió a clases. “Le pregunté qué le había pasado. Estaba preocupada. Pero él nunca me dio una explicación. Sólo excusas raras. Ahí empecé a sospechar. No era normal”, recuerda Macarena Marín.

Las desapariciones se repitieron varias veces. Una de ellas incluso duró un mes. Poco a poco Patricio Ortiz fue dejando de lado la universidad.

“Sinceramente pienso que a él no le importaba mucho estudiar. Su motivación era el Frente, pero yo nunca lo supe de su boca, jamás me lo dijo”.

Ahí comenzaron las preguntas. ¿En qué estás? ¿Por qué desapareces? ¿Confías en mí? ¿Somos amigos?

Un día Macarena no aguantó más la incertidumbre. Lo citó a la plaza Baquedano, junto al monumento a Manuel Rodríguez, para conversar. Ella llegó 15 minutos antes. Estaba nerviosa. No sabía cómo reaccionaría Patricio. Cuando él apareció preguntó de inmediato de qué se trataba la salida. “Ahí, mirando el monumento, le dije que admiraba a Manuel Rodríguez. Que era una figura muy respetable”, asegura Macarena.

Patricio siguió sin entender mucho, hasta que ella lanzó una pregunta directa: “¿Eres parte del Frente Patriótico?”.

Él la miró y se rio. Le dijo que se quedara tranquila, que no le pasaría nada malo. Pero no respondió su pregunta. Nunca lo hizo.

“Nunca me confesó nada. Él tampoco participaba activamente de la vida política universitaria. Votaba, pero no se metía. Era bajo perfil. Solo los cercanos podríamos haber sospechado de su militancia en el Frente”.

Con el tiempo, Macarena empezó a cuestionarse la amistad. Por qué le escondía tantas cosas, se preguntaba.

“Imaginé en un momento que Patricio llegaría a mi casa en Las Condes de improviso junto a otros frentistas. Pensé que su cercanía conmigo sólo era un plan para tener un punto estratégico desde donde realizar un ataque a Pinochet, que prácticamente era mi vecino”.

El ataque sorpresa nunca llegó. Y siguieron siendo amigos por varios años. Eso sí, tras el término de la Dictadura por fin llegó el momento en que las dudas se aclararon: en 1991 Patricio Ortiz cayó preso por delitos vinculados al Frente Patriótico Manuel Rodríguez. En octubre de 1992 fue parte de la fuga masiva de la Penitenciaria, pero fue recapturado y llevado a la Cárcel de Alta Seguridad. Se arrancó definitivamente el 30 de diciembre de 1996 para nunca más volver.

Macarena Marín recuerda muy bien la primera visita a la cárcel que le hizo a Patricio, porque fue un mes después nacería su primer hijo. Fue en diciembre de 1991, antes de que Patricio se arrancara por primera vez.

“Se veía tranquilo. Yo sentía que no dimensionaba que estaba preso. De hecho, en una de las últimas visitas me dijo que se iría de la cárcel, que se escaparía. Yo me reí. Me dio una sensación de compasión por alguien que no entiende lo que pasa. Pero claro, yo era la que no entendía”.

El 30 de diciembre de 1996 Macarena estaba en su casa junto a su pareja. Pasado el mediodía escucharon por la radio que cuatro frentistas se habían escapado de la Cárcel de Alta Seguridad. Tras un par de horas los medios de comunicación confirmaron que Patricio estaba fugitivo.

“Fue una alegría inexplicable. Cuando supe no lo podía creer. La noche de ese día nos juntamos con amigos a celebrar. ” En esa fiesta hubieron varios ex compañeros de universidad. Recordaron momentos juntos y se aferraron a la esperanza de que no los atraparían.

Y así sucedió. Los cuatro frentistas, según la poca información que se tiene, salieron del país. Patricio Ortiz, después de visitar distintas ciudades para que la policía no le siguiera la pista, se embarcó en un avión a Suiza. Hoy vive ahí junto a su familia tras conseguir asilo político.

Tras el escape, Macarena Marín no volvió a saber nada más de él. Hace pocos años se consiguió el mail de su pareja con la que vive en Suiza. Creyó que había pasado un tiempo prudente para retomar el contacto. Le escribió con la intención de saber algo, de refrescar la relación de amistad, de mantener ese vínculo de cariño que los mantuvo ligados por tantos años. Pero Patricio Ortiz, otra vez, nunca contestó.

*Parte de este trabajo, el de la entrevista a Mirna Salamanca, fue publicado publicado en The Clinic versión papel, el día 22 de diciembre de 2016.Además, forma parte del especial de El escape del Siglo publicado el día 30 de diciembre del mismo año, en la versión web.

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