renacimiento

Dani
Escucho, respiro y escribo
2 min readMar 19, 2020

Acabo de asomarme al balcón. Los telediarios, teleberris, noticieros, han empezado fuerte su lista de calamidades. La pandemia continua su camino y el confinamiento también. Quien no está observando el avance de la enfermedad por televisión, está echando la siesta, que es lo que debería estar haciendo yo. Pero me he ido un rato al balcón. Impresiona el silencio de la calle, la soledad de las ventanas, solo una vecina enfrente, discretamente, pintándose las uñas de los pies en el pequeño txoko que ha creado en su mirador particular. Los trinos de los pájaros ponen la banda sonora a esta quietud sanadora y las palomas casi han dejado de ser ratas con alas, haciéndose dueñas de aceras y carretera.

Y con el sol calentando de manera tímida el balcón, me doy cuenta que los tiestos que hace algún mes podé, empiezan a mostrar la vida, todavía muy pequeña, pero signo de que esa vida continua, de que el ciclo no se ha detenido. El laurel está plagado de pequeños retoños que surgen entre las ramas, el romero empieza a pintar sus puntas con sus pequeñas flores lilas y las plantas que siempre olvido su nombre y a las que dejé solo con las raíces han empezado a brotar pequeñas hojitas que apuntan hacia el cielo.

Y me he acordado del abuelito, de sus manos llenas de tierra plantando geranios, con un cuidado exquisito, como si fuese un jardinero japonés, cuando todavía no sabíamos que la jardinería en Japón es otro método de meditación. Primero traía los sacos de tierra que guardaba en el balcón, después limpiaba los tiestos de barro pintados de rojo y entonces compraba en la plaza los geranios, unos geranios fuertes y grandes, generalmente rojos, a veces blancos. Y los iba transplantando a las macetas, uno a uno, como si estuviese componiendo un poema, mientras la abuelita trajinaba en el otro lado de la cocina con los pucheros, dejando olor a puerro o alubia verde. Y después llenaba las ventanas de color en aquella casa de celebraciones, cafés y juegos, de siestas compartidas y una copa de patxaran tras la comida de domingo. El abuelito celebraba a su manera el comienzo de la vida, plantando con mimo aquellas plantas que luego en verano, cuando se iba a Zarautz, apilaba todas en la mesa y la bañera, para que quien fuese a regar lo tuviese más fácil.

Esa vida continúa, pese al encierro y al enclaustramiento debido, y dará sus frutos antes o después. El abuelito lo sabía y eso es lo que me ha recordado, a su manera, este mediodía de silencio, tibio calor y renacimiento.

--

--