CHAPULINA / Ignacio Molina

Esdrújula
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10 min readDec 27, 2022

Esa mañana le di un beso a Nati en la puerta de la escuela y le avisé que como todos los viernes pasaría a buscarla al mediodía para que comiéramos juntos. En el camino de vuelta pasé por el chino recién abierto y compré los fideos de colores que le gustan. Cuando llegué a casa me alivió darme cuenta de que Gimena ya se había ido a trabajar. Entonces lavé las cosas del desayuno y me desvestí. Me habría gustado tener fuerzas para ducharme y ponerme a hacer algo productivo, pero en esas semanas la cama se había convertido en un pantano que me chupaba la energía.

Me despertaron las patitas de Chapulina caminándome por la espalda. Me di vuelta para apoyarla sobre mi pecho y mirándola a los ojos le pregunté cómo andaba. Me respondió con un maullido sonriente y eso me alegró. También me alegró haber tomado la decisión de adoptarla cinco meses atrás. Aquella tarde de verano, unos días antes del cumpleaños de Nati, fuimos en el auto de mi suegro hasta la zona del cementerio de Lomas de Zamora donde vivía el hombre que la había ofrecido en adopción en una red social de mascotas. El tipo tenía las cejas muy tupidas y mucho olor a mate cocido y se despidió emocionado de la que dejaba de ser su gata. En el viaje de vuelta por el Camino Negro, Nati se pellizcaba un brazo diciendo que no lo podía creer, que tener una gatita le parecía un sueño hecho realidad. A Chapulina le costó varios días adaptarse a la casa; Gimena opinaba que seguramente el cejudo la había maltratado y que por eso le tenía miedo a los humanos. Pero a los quince días la mascota ya era parte del hogar. Y un mes más tarde, cuando me echaron del trabajo, se convirtió en mi compañía más fiel.

Ahora, como si su maullido me hubiera dado fuerzas, me levanté a cambiarle el agua y las piedritas. Después fui a ducharme y, mientras ella me miraba desde la puerta del baño con mucha concentración, me pregunté de dónde habría salido el dicho sobre las siete vidas de los gatos y me acordé de que una vez, en uno de esos sitios de noticias falsas, había leído que un estudio de la universidad de Boston había llegado a la conclusión de que los gatos eran alienígenas con poderes sobrenaturales que habitaban la Tierra con el propósito de estudiar a los humanos. Acá tenemos a un hombre desocupado que cumple con el ritual diario de mojarse con agua caliente y pasarse un jabón por el cuerpo, estaría transmitiéndole telepáticamente Chapulina en ese momento a sus compañeros instalados en una base extraterrestre en otro punto del planeta.

Mientras me secaba vi cómo Chapulina empezaba a correr por la casa y después me puse en movimiento: me vestí y sequé el baño, puse la mesa para el almuerzo con Nati, mandé los cinco mails vinculados al mundo laboral que me había propuesto mandar por día, hice la cama y puse ropa a lavar. Cuando terminé todavía me faltaba una hora para salir hacia la escuela y entonces, para no volver a la cama, me propuse reorganizar los muebles del living. Total, si después me daba cuenta de que a Gimena no iba a gustarle la nueva disposición tendría tiempo de volverlos a su lugar original. Correr el primer sillón me dio calor y me saqué la remera. Le saqué libros a una biblioteca para poder moverla dos metros, y después empujé el sofá hasta que uno de los apoyabrazos tocara la pared. Pero aunque hice eso último con mucha fuerza sentí cómo algo amortiguaba ese movimiento, algo de una consistencia blanda y semi dura al mismo tiempo, como una pelota de tenis que combina la suavidad de la pelusa exterior con la solidez elástica del material que la hace picar. Cuando tomé consciencia de qué cosa podía llegar a ser esa imaginaria pelotita de tenis, las axilas se me llenaron de transpiración en medio segundo.

Me quedé paralizado, girando la cabeza en busca del milagro de ver a Chapulina corriendo por ahí. Tardé más de un minuto en moverme a la espera de que ella saliera caminando desde detrás del sofá, maltrecha pero viva. Al final me acerqué y transpiré más todavía. No había sangre por ningún lado: el golpe letal habría sido en la cabeza. La toqué con la punta de un pie para comprobar que no se movía y tuve que apoyarme en la pared. Después, mareado, me dejé caer en el sofá. Ahora todo era distinto que cinco minutos atrás: Chapulina estaba muerta y yo era un asesino. Mirando sin ver los libros desordenados en el suelo, pensé en la carita de Nati y me quedé ahí tirado hasta que me di cuenta de que en un rato tendría que pasarla a buscar.

Metí el cuerpo de Chapulina en una bolsa de consorcio, sintiendo su pelaje, sus huesitos y su cara deformada por el golpe, y lo llevé junto a más bolsas de basura al contenedor de la otra cuadra, preguntándome si hasta que pasara el camión nadie lo descubriría. Volví apurado, hice en la computadora unos cartelitos con la última foto de Chapulina y el epígrafe: Se perdió en zona de Boedo, es amigable y de pelo tricolor. Si la encontrás llamá al 1558830322, y fui al locutorio a imprimir varias copias.

Dejé los carteles en mi mesa de luz, casi trotando llegué a buscar a Nati y le dije que mejor no fuéramos a casa, que la invitaba a comer unas patitas de pollo al bar que le gustaba. Ella se puso contenta y por suerte nunca me preguntó cómo andaba Chapulina. Yo pedí una hamburguesa, sabiendo que la dejaría casi intacta en el plato. Nati me habló sobre su nueva mejor amiga, me dijo que se llamaba Juliana, que era del otro grado y que hacía poco le habían regalado un perrito, que un día le gustaría invitarla a jugar. También me preguntó si el sábado podíamos ir al cine, y cuando terminó de comer la hice lavarse los dientes y la llevé de vuelta a la escuela.

En el camino a casa tragué saliva para llamar a Gimena y le dije que había pasado algo horrible: cuando salí a tirar la basura no me di cuenta de que había dejado la puerta abierta y Chapulina se escapó, la vi en la esquina y cuando fui corriendo a buscarla ya no pude verla más. Gimena se quedó unos segundos en silencio y me preguntó si le estaba hablando en serio. “Sí”, le dije. “Bueno, no le cuentes nada a Nati que se va a poner a llorar”, me dijo, “ahora estoy entrando a una reunión, después hablamos”. Yo le dije que no se preocupara, que ya estaba organizando la búsqueda, pero cuando empecé a contarle un plan ella me cortó.

Lo primero que hice fue salir a pegar los cartelitos en los postes de la cuadra, como para que Gimena los viera al volver del trabajo. Desde la calle llamé al tipo que nos había dado en adopción a Chapulina y le dije que había pasado algo terrible, que la gatita se había escapado, y como sabía que tenía una hermana igual a ella le pregunté si no me la podía dar, que seguramente mi hija no se iba a dar cuenta de que eran dos gatitas diferentes. El tipo hizo un silencio largo y todavía más pesado que el de Gimena, y me respondió con mal tono: “¿y cómo la dejaste escaparse?”. Después me dijo que la hermana ya tenía seis meses y se había acostumbrado a estar con él, que ya era su mascota, que no me la podía regalar. Como sospeché que me dejaba un espacio, le pregunté: “¿Y si te ofrezco plata?”. Él me respondió: “¿plata?”, con tono de ofendido, pero enseguida me dijo: “diez lucas, por diez lucas te la doy, ni un peso menos”. La cifra me golpeó pero al mismo tiempo me dio una luz de esperanza: si evitaba el llanto de Nati, el sacrificio valía la pena. Después de asegurarme de que él estaría toda la tarde en la casa yo quedé en que pasaría y llamé a Gimena para pedirle que por favor saliera antes del trabajo para buscar a Nati en la escuela, o que mandara a su mamá a buscarla, porque yo tenía que ir a un lugar donde habían encontrado a Chapulina y tenía miedo de no volver a tiempo. “Okey”, me dijo ella, y pude imaginar la cara que habría puesto al hacerlo.

Del cajón donde guardaba parte de la indemnización saqué ocho mil pesos, del cajero automático de la otra cuadra saqué cuatro mil más, y fui a parar un taxi. El chofer me puso mala cara cuando le dije que teníamos que hacer un viaje relámpago a Lomas de Zamora pero al final aceptó. “Eso sí”, me dijo, “tengo que cobrarte la vuelta, vengas conmigo o no, y allá no puedo esperarte más de diez minutos”. “Está bien”, le dije. Por suerte era de los silenciosos y casi no hablamos en todo el viaje. Bajamos del Camino Negro, hicimos unas veinte cuadras y me dejó frente al cementerio, le pagué el doble de lo que marcaba el reloj, le dije que enseguida volvía, que por favor me esperara, y fui de memoria a la casa a la que había ido con Nati y Gimena cinco meses atrás. El tipo me abrió la puerta, me saludó con un apretón de manos y me hizo pasar. Me pareció que tenía las cejas todavía más tupidas que en el verano. El comedor estaba a oscuras y seguía teniendo mucho olor a mate cocido. Él me pidió los diez mil pesos y se los di, se los guardó en un bolsillo y me dijo que la gatita no estaba ahí, que teníamos que salir a buscarla. Entonces apareció otro hombre al que me presentó como su hermano y salimos a la calle. Yo les pedí un minuto y fui a hablar con mi taxista; le pedí que por favor me esperara un rato más y me dijo que sí, que no había problema, pero cuando me di vuelta sentí que prendía el motor para escaparse. Vi cómo se alejaba y pensé en gritarle algo pero el cejudo me señaló un Falcon estacionado en la vereda y me hizo subir al asiento del acompañante. Él se sentó al volante y su hermano atrás. Cuando llegamos a la primera esquina me arrepentí de haberle dado la plata pero no encontré ninguna excusa para pedírsela.

Eran más de las cinco de la tarde; Nati y Gimena ya estarían en casa. Traté de imaginar qué historia habría inventado Gimena para justificar la ausencia de Chapulina y me arrepentí de haber pegado los afiches en la cuadra: ¿y si Nati los había visto? El tipo, sin dejar de mirar hacia adelante, me dijo que todavía tenía anotada la dirección de mi casa, que había planeado varias veces ir a visitar a la gatita pero que nunca lo había podido concretar, que era una lástima lo que había pasado, que la próxima vez tuviera más cuidado cuando saliera a sacar la basura. Pensé en preguntarle dónde estábamos yendo pero su tono era cada vez más duro. Dimos un par de vueltas al cementerio y en una esquina desierta sentí un estruendo en la cabeza y todo se me oscureció.

Cuando me desperté ya era de noche y estaba tirado a un costado del Camino Negro. Me toqué el globo que me deformaba el cuero cabelludo y pensé que tenía que ir a un hospital, me toqué los bolsillos y me di cuenta de que me habían robado el teléfono y la billetera: sólo me habían dejado quinientos pesos y el documento. Pensé que tendría que ir a hacer la denuncia pero descarté la idea al recordar que el cejudo tenía anotada la dirección de mi casa. Pensé que tendría que denunciar el extravío de la tarjeta de débito, aunque ya di por perdidos los últimos dos mil pesos que quedaban en la cuenta. Después de un rato me paré y caminé hacia un almacén que veía a unos doscientos metros de ahí. Una mujer me indicó dónde quedaba la remisería más cercana y a los veinte minutos estaba subiendo a un auto que me llevaría de vuelta a Boedo.

El remisero me había dicho que tendría que cobrarme seiscientos pesos pero al escuchar mi historia y tocar el chichón (en un peaje de la autopista le acerqué la cabeza para que la palpara) se sensibilizó y me dijo que con quinientos estaba bien. Durante todo el viaje yo traté de inventar alguna historia creíble para Nati pero bajé del auto con la mente en blanco. Arranqué de un poste uno de los cartelitos que había pegado más temprano y lo rompí. Imaginaba los retos de Gimena por no haber dado señales de vida en las últimas horas y, sobre todo, el llanto desconsolado de Nati por la desaparición de Chapulina, pero no tenía otra alternativa que meter la llave en la puerta y enfrentar la situación.

Todas las luces del living estaban apagadas, algo muy raro para esa hora del día, y los únicos ruidos que se oían eran los que llegaban desde un televisor lejano. Tras largos segundos de no entender qué pasaba vi que Nati entraba corriendo desde el pasillo con algo entre los brazos. Por la penumbra no pude distinguir la expresión de su cara y recién me di cuenta de que estaba sonriendo cuando le dijo a eso que empezaba a moverse contra su pecho: “A ver a ver la más preciosa de la casa cómo saluda a su abuelito…” Y al prender la luz, más acá de los muebles desordenados, vi cómo Chapulina, hermosa, tricolor, tan viva como a las diez de la mañana, me saludaba mirándome a los ojos con un maullido larguísimo y sonriente, alienígena, sobrenatural.

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EL AUTOR:

Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976. Vive en Buenos Aires, donde trabaja como editor y coordina talleres literarios. Publicó diez libros, entre novelas, cuentos y poemas: Los estantes vacíos, Los modos de ganarse la vida, Los puentes magnéticos, El cuarto deseo, Todos los minutos para vos y Hogar es un signo de pregunta, entre otros.

SOBRE EL CUENTO:

Hace unos años, con mi mujer de entonces y con su hijita, fuimos a buscar a una gatita que había sido ofrecida en adopción en una red social de mascotas por un hombre que vivía enfrente del cementerio de Lomas de Zamora y que, cuando llegamos, después del viaje por las autopistas y por el Camino Negro, noté que tenía mucho olor a mate cocido. La gatita se convirtió enseguida en la nueva mascota de la casa y en algún momento de los días siguientes, creo que a partir de algunos comentarios que nos hizo el tipo por Whatsapp, se me ocurrió la idea del cuento. De todos mis relatos, es el que más se aproxima al género fantástico. Está incluido en Todos los minutos para vos. Hace poco una lectora me escribió para decirme “el de Chapulina me pegó mal: me dio impresión y angustia”. “¡Genial!”, le respondí.

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