EL ASESINO DE PERROS / Gabriel Bonetto

Esdrújula
Esdrújula
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5 min readMay 24, 2022
Ilustración: Evelyn Spalding

Estoy triste por la muerte de Johnny y no tengo muchas ganas de salir, pero mi amigo Leandro me llama para ir a tomar algo. Me convence casi al borde del llanto porque necesita desahogarse. Cada vez que elige verme es porque se acaba de separar. Llegamos a un nuevo bar que abrieron cerca de mi casa y pedimos cerveza artesanal. Leandro, como siempre, como si se tratara de una cábala, antes de empezar a contarme sobre su tristeza sentimental, habla de Huracán, que es el mayor amor de su vida y del que nunca se separará a pesar de sus pobres campañas, y mientras se enoja porque no puede entender que Grimi sea titular en el equipo, yo percibo que en una mesa cercana está la persona que mató a mi perro. Ese señor, que es mi vecino, es una persona malvada que seguramente no aguantaba los ladridos de Johnny. Ese señor, que está en la mesa cercana, siempre se hacía el buen tipo mientras esperábamos que nos atendieran en la verdulería y acariciaba a mi perro. Esas caricias amistosas no lo hacen menos culpable, y yo estoy seguro de que a Johnny lo envenenaron, lo sé porque ese día, enfrente de su casa, alguien puso un tarrito con alimento balanceado, y porque a mi perro le encantan esos alimentos que tienen forma de pequeños huesos. Cuando le conté al veterinario él no estuvo tan convencido de que la muerte hubiera sido por envenenamiento. Habrá que esperar dos semanas por los resultados, me dijo. Para mí, acotó, es fifty-fyfty, y yo desconfié, en primer lugar porque no tenía ninguna duda de que Johnny había muerto apenas un rato después de comer esos trocitos y en segundo lugar porque no podía confiar en una persona que dice fifty fyfty, como si se tratara de una apuesta deportiva. Lo cierto es que ese tipo de barba rojiza que es mi vecino, y del cual veo su perfil izquierdo, es el asesino de mi perro, y mientras Leandro continúa con una mezcla de angustia y esperanza (desconsuelo por el amor que lo dejó y cierto optimismo con el técnico nuevo que, según él, está llevando dignamente al equipo), yo advierto un detalle en mi vecino. Mis ojos están puestos en una oreja, específicamente en su oreja izquierda, en donde se percibe un aro brillante. Me parece raro porque si bien mi vecino usa aro, lo utiliza en la otra oreja, aunque en verdad me agarra una duda que empieza a carcomerme. Me pregunto si no me habré confundido. Seguramente, me convenzo. Nunca estuve tan cerca de un asesino y el hecho de haberme equivocado me llena de alivio, entonces ya puedo escuchar mejor a Leandro, que gracias a Dios cambia de tema y ahora habla de trabajo, me cuenta de los pacientes y si bien él cree en el juramento de los psicólogos se burla de una señora que le cuenta que les tiene miedo a las cucarachas. Vuelvo con mi vecino, o mejor dicho con la persona que se parece a mi vecino. Ahora lo tengo en una mejor perspectiva y observo el lunar en su mejilla. Eso me genera unas sospechas que se desvanecen rápidamente cuando lo veo limpiarse con una servilleta de papel la mancha del kétchup que le puso a unas papas rústicas, aunque a decir verdad nunca pude saber con precisión en qué lado de su cara tenía el lunar. La única forma de demostrarlo es mirar mejor su otro perfil. No estaría mal, pienso, contarle a mi amigo para que me aconseje, pero Leandro, que pide otra cerveza y continúa con su discurso verborrágico y unipersonal, no parece ser mi interlocutor apropiado. Ya ni sé de qué habla, mis oídos intentan concentrarse en el señor de barba rojiza que puede llegar a ser mi vecino y por ende el asesino de mi perro. Lamentablemente, los ruidos del bar no me permiten distinguir su voz, su voz clara con la que, cada vez que lo encuentro en la cola de la verdulería, repite: un kilo de bananas y un kilo de naranjas. Pienso entonces en acercarme lo máximo posible a su mesa, intentando que no me vea; si lo hiciera quizás me salude levantando su mano, un saludo impersonal que solo se le puede hacer a un vecino como yo, con el que no tiene ningún trato. Quizás, pienso, no sería mala idea que me vea, de esta manera podría, seguramente, sacarme mis dudas, pero cuando me levanto para acercarme un poco al hombre de barba rojiza, Leandro se pone a llorar como un niño, por lo que me quedo a consolarlo unos minutos con palabras de aliento y unas suaves palmadas en la espalda. En ese tiempo que pierdo calmando a mi amigo, el asiento en donde estaba sentado mi vecino, o el que yo creí que era mi vecino, se queda vacío. Pienso en mi pobre perro, y en que es injusto que quede libre la persona que lo envenenó, que puede llegar a ser mi vecino, puede que sí y puede que no, mitad y mitad en proporciones idénticas.

EL AUTOR

Tengo cuarenta y ocho años. Mi vida nunca estuvo ligada a la literatura, hasta que a los treinta mi madre me contó que a los ocho había ganado un concurso de poesía en la escuela primaria. Esa noticia fue reveladora. El entusiasmo fue tan grande que me puse a escribir. No salieron poemas pero sí muchísimos cuentos, incluso algunos bastantes decentes.

SOBRE EL CUENTO

En una primera escritura creí que el cuento iba a centrarse en las obsesiones de un hombre enojado por la muerte de su perro, pero luego entendí que el tema principal era otro. Pensé inmediatamente en la seguridad, específicamente en la de aquellas personas que se regodean de estar seguras de todo, aquellas que no dudan ni un solo instante.

Cuando lo terminé, recordé una famosa frase de Sartre: “desearía formar parte del partido de los que nunca están seguros de tener razón”. A ese partido lo invitaría a afiliarse al personaje de “El asesino de perros”, creo que se sentiría cómodo. O tal vez no, cómo se puede estar tan seguro.

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