EL OSITO ROSADO / Sebastián Caulier

Esdrújula
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9 min readMar 5, 2022

No sé cómo fue que el osito rosado llegó a mi vida. Hasta el día de hoy, nunca lo supe. Mi familia tampoco. Tal vez alguien se lo olvidó en casa, arguyó una vez mi mamá, buscando en su memoria. Algún chico del barrio, un amiguito tuyo de esa época. Nosotros no te lo compramos, no, estoy segurísima. ¿Por qué te habríamos regalado esa cosa?

Tenía razón: mis padres siempre me compraron juguetes lindos, muñecos de He-man o de las tortugas ninjas, de plástico bien duro y con muchas articulaciones. Y — hay que decirlo — el osito rosado no era lindo.

Sea como fuere, el osito rosado estuvo conmigo desde que tengo memoria. Como la nona, la mesa larga del comedor, o el cielo.

Medía cerca de seis centímetros y me cabía en la palma de la mano. El cuerpo era de tela rosada — más bien fucsia, pero a mis cinco o seis años yo no conocía esa palabra — y estaba relleno de unas bolitas diminutas de un material que hoy aventuro sería silicona. La cabeza era de un plástico blando y hueco color piel, y unas desteñidas pinceladas negras le insinuaban apenas los ojos, las cejas y la boca. Tenía las orejas chiquitas pero muy salientes y un hocico trunco rematado por una bolita marrón que hacía de nariz. No, no era lindo. Era un engendro bastante espantoso, a decir verdad. Pero yo lo quería.

A la luz de la distancia debo admitir que mis juegos con el osito rosado a veces eran un poco cruentos. Me gustaba aplastarle la cabeza con los dedos hasta dejársela chata, y a veces también lo decapitaba. Una vez lo operé: le abrí el vientre de punta a punta con una tijera y vi salir del tajo las bolitas de silicona hasta que del osito rosado quedó puro colgajo. Nada grave, después lo volví a rellenar y la nona lo cosió con hilo también rosado que compró especialmente para la ocasión. Qué buena que era mi bisabuela con las manos: ni rastro quedó de la carnicería.

Para mí el osito rosado era único en su género y especie, pero una tarde una nena de la cuadra me dijo que había otros como él. Que había patos, gatos y perros, todos con cabeza de plástico y cuerpo de tela relleno de bolitas; que los había rojos, verdes y azules. Desde entonces soñé con conseguir amigos para el osito rosado. Amigos de su especie. Una tarde mi tía me llevó al centro a buscarlos. En mi ciudad natal no había muchas jugueterías así que la expedición duró poco. Yo les explicaba a los vendedores lo que buscaba pero ellos no me entendían. Entonces yo sacaba el osito rosado del bolsillo, se los mostraba y les decía: así, como este. Ellos lo agarraban, se lo acercaban a la cara y lo examinaban con desconcierto como si fuese un extraterrestre minúsculo o una planta carnívora o una piedra con ojos o cualquier otra cosa menos un osito rosado. Y después me lo devolvían y decían que nunca, jamás, bajo ninguna circunstancia habían visto cosa parecida. ¿De dónde lo sacaste?, me preguntaban, y yo no sabía responderles porque para mí el osito rosado siempre había estado conmigo. Mi tía tampoco sabía, porque mis padres no sabían, porque nadie sabía. Un vendedor le dijo a mi tía algo que se me quedó grabado a fuego: esto no parece de esta época.

Fue así como fracasó mi intento por conseguirle amigos de su especie al osito rosado.

Cada tanto el osito rosado adelgazaba, y eso ocurría porque — según me explicaron — de tanto manosearlo poco a poco iba perdiendo las bolitas que tenía adentro. Entonces yo le sacaba la cabeza y lo rellenaba a través del hueco con algodón o con pedacitos de gomaespuma, hasta que quedaba tan gordo y duro que después apenas podía doblarle los brazos o las patas. Con el tiempo perdió todo el relleno original y su constitución interna pasó a ser pura y exclusivamente obra mía. A partir de ese punto ya no fue solo mi juguete: se convirtió — al menos en parte — en mi creación.

Hoy, viéndolo en retrospectiva, puedo intuir que al resto de la familia el osito rosado no le caía tan bien como a mí. Tal vez fuera por mi tenaz resistencia a separarme un instante de él: iba conmigo a la escuela, al dentista, a la peluquería, a la plaza y a los cumpleaños, y en todas esas escenas se llevaba siempre el protagonismo absoluto de mi interés. El peculiar apego podía desembocar en verdaderos escándalos: si algún domingo salíamos a pasear en auto y yo me daba cuenta de que me había olvidado en casa al osito rosado, me ponía a gritar y a patalear hasta que a mi papá no le quedaba más opción que pegar la vuelta. También ocurría que a veces venían visitas a comer y mi mamá no quería que yo sentara junto a mi plato a “esa cosa mugrienta”, “esa asquerosidad” o simplemente “eso” — como yo hacía sin excepción todos los mediodías y las noches con el objetivo de alimentarlo — y entonces yo lloraba y pataleaba hasta que el invitado mismo terminaba rogando a mi madre que por favor permitiera en la mesa la dignísima presencia del osito rosado.

Imagino serias discusiones nocturnas, azuzadas por esa paranoia propia de todo padre primerizo que intenta rastrear en cada acto, cada gesto y cada palabra de su pequeño hijo el menor signo de anormalidad. Hipótesis cruzadas, pruebas a la vista, la problemática reducida a un solo interrogante: ¿acaso pasaba yo demasiado tiempo con el osito rosado?

Fue así como aparecieron nuevos juguetes, muy lindos, modernos y caros, todos ellos serviles espías de la voluntad paterna con la misión secreta de capturar mi atención y diluir así mi fijación por el osito rosado.

No los desprecié, debo decirlo, pero la jerarquía de mis afectos se mantuvo intacta.

Un día el osito rosado se perdió y estuvo desaparecido varios meses, la suficiente cantidad de tiempo como para que toda la familia pensara que ese era el fin del osito rosado y tal vez el fin de la familia misma, porque yo no paraba de llorar y patalear y los hice revolver la casa entera y poner todo patas para arriba con la vana ilusión de encontrarlo. No apareció. Tiempo después, cuando ya me estaba olvidando de él, una tarde de lluvia me calzo las botas y siento un bulto en la punta del pie y no le hago caso, y otra tarde de lluvia vuelvo a calzarme las botas y siento otra vez el mismo bulto en la punta del pie y tampoco le hago caso, y una tercera tarde de lluvia me calzo las mismas botas y siento de nuevo el bulto en la punta del pie y esta vez sí le hago caso y me saco la bota y meto la mano ¿y qué encuentro? Ahí, aplastado al fondo de todo, hecho una bolita, más escuálido que nunca, todavía húmedo por la lluvia anterior, o la anterior, o la anterior, ahí, tan astutamente escondido de mí, ahí estaba el osito rosado. Recuerdo que corrí loco de alegría a contárselo a mi mamá y se lo mostré y ella se puso contenta, pero había algo en su mirada que me hizo intuir que en realidad no estaba tan contenta, algo parecido a la desilusión o a la desesperación.

Fue así como otra vez la familia entera volvió a caer bajo el yugo del osito rosado.

El osito rosado sobrevivió a dos mudanzas, algunos viajes e innumerables dentelladas de mis perras. Sobrevivió también a un secuestro extorsivo, aquella vez que un chico de la cuadra me lo robó y me pidió un paquete de merengadas a cambio de devolvérmelo. Sobrevivió además a varias engullidas de un tiranosaurio rex de plástico hueco en cuyas fauces yo solía introducir uvas, carozos de durazno, bolitas de pan y — a veces, también — al osito rosado.

Sobrevivió a todo, hasta que un día se perdió definitivamente.

De nuevo revolvimos la casa entera — esta vez me encargué de buscar en el interior de cada calzado, sea bota zapatilla o zapato — pero no hubo caso: como si se lo hubiera tragado la tierra.

Si bien me puse triste, esta vez no hubo gritos ni pataleos. Yo ya era un poco más grande y mis intereses comenzaban a ramificarse poco a poco hacia los primeros libros ilustrados, los dibujos animados de la tele y — ahora sí — juguetes más sofisticados.

Ya abandonada la búsqueda, mi papá me sentó y me dijo: “el osito rosado cumplió su misión”. Por algún motivo, sospeché. Intuí un complot familiar, un rapto en medio de la noche, unas actuaciones soberbias por parte de todos los adultos. Todo por mi bien, o así lo creerían. Pero después relacioné esa frase de mi papá con las palabras que aquel vendedor le había dicho a mi tía — esto no parece de esta época — y en mi mente se gestó una hipótesis más amable que, además de explicar el misterio de la desaparición del osito rosado, aclaraba también el enigma de su primera aparición: el osito rosado había viajado en el tiempo desde un pasado remoto con la misión de acompañarme unos años y, una vez cumplida esa tarea, había regresado a su época. Caso cerrado. Por el momento.

Con el correr de los años empecé a considerar la posibilidad de que el osito rosado no tuviera en realidad ninguna procedencia sobrenatural y que su origen no fuera en nada distinto al del resto de los juguetes. Al final, ya evaporado dentro de mí el último vestigio de pensamiento mágico, terminé comprendiendo que mi tan sacralizado osito rosado había sido fabricado en serie, distribuido, vendido y comprado. Caída la hipótesis del viaje en el tiempo, los misterios de su aparición y desaparición volvieron a abrirse para nunca cerrarse.

Pasaron más de tres décadas de estos acontecimientos. Hoy tengo asumido que mi osito rosado no era único en el universo y que, por consiguiente, hubo otros ositos rosados exactamente iguales. Y doy por hecho que, si estos ejemplares existieron, algunos de ellos pueden seguir existiendo. Cuántas veces, curioseando en los locales de antigüedades de San Telmo, se habrá gestado en mi espíritu la esperanza vaga y secreta de divisar de repente un punto fucsia entre los bártulos de alguna estantería del fondo.

Antes de sentarme a escribir esto busqué en Google “osito rosado juguete” y me aparecieron cientos de fotos de ositos rosados de diferentes formas y tamaños, algunos de peluche, otros de plástico, pero ninguno de ellos se parecía ni de lejos a mi osito rosado. Probé con “juguetes vintage osito rosado”, “osito fucsia cabeza de plástico cuerpo de tela”, “animales juguete cabeza de plástico cuerpo de tela osito años ochenta”, “muñequito oso fucsia cabeza de plástico cuerpo de tela años setenta” y decenas de combinaciones más, pero en ninguna de todas esas cataratas de imágenes apareció tampoco mi osito rosado.

¿Puede ser posible que no haya sobrevivido ningún ejemplar de la serie de juguetes de la que formó parte el osito rosado? ¿Puede ser posible que nadie los haya fotografiado nunca y que en la actualidad no queden registros de su existencia?

Volví a llamar a mi mamá. Le pedí que busque en las fotos familiares de esa época, que rastree hasta el último álbum. No encontró nada. ¿Ni siquiera un punto fucsia desenfocado al fondo? Nada.

Intenté recordar el nombre de esa nena de la cuadra que me dijo que existían otros animales como el osito rosado. Tal vez ella tuviera alguna pista. ¿Tamara? ¿Celeste? ¿Silvana? Imposible saberlo a esta altura, imposible encontrarla.

Mi última esperanza: que este relato llegue a la persona indicada. Que una tarde suene el timbre. Abrir la puerta, no ver a nadie. Que algo en el piso me llame la atención. Agacharme, mirar de cerca, distinguir una cajita diminuta, envuelta en papel de regalo verde con rayas rojas. Tomarla entre mis manos, corroborar su peso etéreo, sus dimensiones ínfimas. Demorar deliciosamente el momento de abrirla.

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EL AUTOR:

Sebastián Caulier nació en Formosa en 1984. Es director y guionista de cine. Escribió y dirigió las películas La inocencia de la araña (2012), El corral (2017) y El monte (2022). Enseña guion de cine y TV en la ENERC y en el ISER. Desde 2020 participa del taller literario de Ignacio Molina.

SOBRE EL CUENTO

Escribí este cuento como homenaje a mi juguete favorito de la infancia. Porque los juguetes, principalmente aquellos que nos cambiaron la vida, también se merecen homenajes. Si bien partí de una base verídica, algunos de los acontecimientos fueron suprimidos, agregados o modificados de acuerdo con las necesidades narrativas del relato. Más allá de estas pequeñas licencias, la búsqueda es real y continúa. Si usted vio o conoce algún juguete que se parezca al descripto en el cuento, por favor escríbame a mi IG. Le estaré eternamente agradecido.

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