LIMPIEZA / Carolina Vagliente

Esdrújula
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4 min readJan 3, 2023

Era la primera vez de María. Nunca antes había trabajado limpiando casas.

Su último empleo había sido de recepcionista en un spa de manos. Era tímida pero conocía a la encargada, que era íntima amiga de su prima Mariela, así que no había sido tan difícil.

Solía sentirse rara y no saber qué decir. Las palabras, que fluían de modo natural en su mente, se volvían artificiales y ridículas cuando las pronunciaba para un otro. Sus brazos se volvían torpes, colgaban de su cuerpo como una prolongación inútil. Mariela le había confesado que muchos la encontraban distinta, como misteriosa.

Esta era la primera vez que iba a trabajar en un lugar en el que no conocía a nadie. Había conseguido el empleo a través de una amiga de una antigua compañera.

El edificio quedaba en Almagro, sobre la calle Guardia Vieja; el colectivo 92 la dejaba casi en la puerta. El departamento había estado abandonado y le habían dicho que si bien varios ambientes ya habían sido acondicionados, todavía quedaban algunos por vaciar, ventilar y limpiar.

Una semana antes una señora le había hecho un breve recorrido y le había explicado cuál iba a ser su tarea, dónde estaban los elementos de limpieza, y le había entregado una llave. A María le pareció que la mujer olía tan mal como el departamento. También le pareció que era más callada que ella, aunque no por timidez. Lo impostado del momento, la intimidad que se había generado entre ellas, a pesar de su falta de diálogo, le habían dejado una mala impresión.

María sintió en su espíritu la señal de un mal presagio. Pero eso era algo a lo que estaba habituada. Lo que para la mayoría era intuición y autopreservación, en ella resultaba evasión, un impulso que no le permitía abrirse, salir de su asfixiante realidad.

Había aceptado el trabajo porque lo necesitaba y porque el pago no era malo. Pero en su casa, por las noches, dudaba. “¿Y si entra alguien mientras limpio?” “¿Y si es una trampa?”. Había escuchado varios casos así, en las noticias y en el barrio.

Al llegar sintió el mismo olor desagradable de la vez anterior y frío. Ese frío que suele habitar en las casas abandonadas, mezcla de humedad, polvo y dejadez.

“Tengo que hacerlo rápido e irme”, pensó.

El corazón le latía fuerte. Era adrenalina y también un sentimiento más profundo con el que evitaba conectarse, un terror ancestral a lo desconocido. Desconocido, sí. María era adulta y se supone que los adultos ya no tienen esa clase de terrores, pero ella nunca había dejado de sentirlos. Con el paso del tiempo solo se habían hecho menos frecuentes. Los había sentido alguna noche mientras cuidaba a sus sobrinos y ellos, aterrados, le pidieron que mirase debajo de la cama, y a veces al estar sola en su cuarto. “Es mentira que los grandes ya no sentimos miedo, solo aprendemos a esconderlo, como muchas cosas más”, se decía.

Entró al baño. Era grande como su habitación y las paredes estaban cubiertas de azulejos celestes. El moho resaltaba las juntas. La bañadera y la bacha eran lo que se veía más sucio. Se puso los guantes.

Abrió fuerte la canilla de la bañadera y dejó que el agua hiciese su trabajo mientras ella repasaba la mesada.

Cuando volvió a acercarse vio que el agua se había estancado. Algo obstruía la rejilla. Algo oscuro y espeso. Sin pensarlo estiró un brazo para sacarlo. El grosor de los guantes no le permitía sentir la textura de lo que estaba tocando. Acercó su cara a la superficie del agua y pudo ver que se trataba de un mechón de pelo. Negro, grueso y largo, que continuaba por el desagüe.

El descubrimiento la llenó de asco. Pero no podía dejarlo así. Tenía que terminar su trabajo e irse de ahí cuanto antes. Siguió tirando y el mechón parecía ir cediendo, largo y sedoso, por el agujero del desagüe, hasta que en el último tirón escuchó algo: un grito, como un aullido, que retumbó breve y fuerte en el baño y en su cuerpo. Volvió a tironear del negro cabello, por impulso, por terror, casi por reflejo. Todavía con más fuerza que la vez anterior. Y volvió a sentir el grito, más fuerte, más desgarrador. Vio el mechón en sus manos, entero, con sus raíces de sangre. Y quiso escapar, pero al correr sintió que lo hacía en cámara lenta, que el cuerpo no le respondía, que se quedaría ahí para siempre.

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LA AUTORA:

Carolina Vagliente nació en Buenos Aires en 1980. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA y redacción publicitaria en la AAAP. Hasta el 2009 trabajó como creativa publicitaria. Hoy tiene una marca de empapelados, escribe y pinta. Desde el 2022 participa del taller de escritura de Ignacio Molina.

SOBRE EL CUENTO:

Este cuento surgió a partir de una idea que me había quedado inconclusa cuando participé del taller de Alberto Laiseca hace ya varios años. Me quedó rondando en la cabeza y recién este año, en el taller de Ignacio, pude desarrollarla y plasmarla. El terror, lo siniestro y lo que subyace a nuestra cotidianidad, se filtran a través de un agujero negro, donde lo real y lo fantástico se mezclan.

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