LOS BORCEGOS / Melina Camacho

Esdrújula
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4 min readFeb 10, 2023

Gisela miraba las historias de Instagram de sus amigos, aburrida, cuando un par de borcegos de Emma, su compañera de la facultad, la obnubilaron. A partir de entonces no pudo dejar de imaginárselos en sus propios pies, combinados con su pantalón negro y con su camisa a cuadros de tonos rojizos. Más tarde llamó a su amiga y le preguntó dónde los había comprado, después entró a la página de ese negocio y la recorrió buscando el mismo modelo, pero lo que vio no la convencía: los de Emma eran más lindos.

Casi sin querer los chats entre ellas se dieron con más frecuencia y en cada charla que tenían Gisela no podía dejar de pensar en que Emma era la dueña de las botas que ella deseaba y que todavía no podía encontrar en ningún otro lado. Las charlas comenzaron a ser más extensas y diversas: recomendaciones de cine y de música, también de looks y algún consejo personal. Pero los borcegos eran todo lo que Gisela quería; se angustiaba cada vez que veía una foto de Emma con ellos.

Las charlas virtuales se intensificaron durante la primera mitad del año. Siempre conversaban, pese a su mudanza a Ensenada nunca habían cortado la relación, pero recién en una de esas charlas Emma le propuso que la visitara el fin de semana largo venidero en Capital, que ahí las cosas serían más sencillas, habría más planes para hacer.

Pensaron actividades para realizar en ese fin de semana: ir a un museo, cenar en un bar y hacer una recorrida por las librerías de la calle Corrientes. Gisela pensaba que iba a poder ver bien de cerca el calzado de su amiga, comprobar si eran de buena calidad y testear si eran tan brillosos como parecían. Estaba impaciente, un poco porque le ponía nerviosa viajar con tanta gente en un micro, o porque pensarse en un museo o en un lugar cerrado la asustaba, pero sobre todo porque estaría muy cerca de los borcegos.

Llegó a la casa de su amiga el sábado al mediodía, se abrazaron, la entrada al departamento la admiró. Después vio una mesa con costuras de mangas, unas tijeras puntiagudas y los moldes de un futuro buzo. Emma tenía una nueva pasión: la costura. Gisela no recordaba que hubiera mencionado ese detalle. Tomaron mates y recordaron viejas épocas; nada había cambiado entre ellas. Más tarde se dedicaron a cocinar mientras conversaban sobre los sucesos de los últimos meses: ninguna creía en que el mundo hubiera mejorado.

Mientras cocinaba y charlaba, Gisela no dejaba de pensar en los borcegos: los imaginaba en el placard del vestidor, en el estante de los zapatos. Emma era muy organizada con su ropa, y Gisela estaba segura de que los tendría en ese lugar. Finalmente los mencionó en la conversación y entonces Emma se los mostró. Gisela los tocó, los acarició, los levantó para calcular su peso. Los vio ideales para el look que planeaba. Se alegró de poder tocarlos, tenerlos. Sintió un impulso irrefrenable de usarlos, de verlos en sus pies.

Más tarde visitaron la muestra permanente de un museo de arte. Emma había estudiado una carrera relacionada con pinturas por un tiempo y explicaba los contextos, la historia de los artistas y las obras, pero Gisela estaba pensando en lo que le importaba: los borregos, y en sus fantasías planificaba el modo y el momento de sacarlos de su lugar y llevarlos a Ensenada para combinarlos con su ropa.

A la noche pasearon por Palermo, buscaron un lugar para cenar pero finalmente eligieron volver a lo de Emma y pedir algo mientras miraban una película que tenían pendiente. Gisela estaba feliz de compartir esos momentos con su amiga más antigua pero también sentía taquicardias y calores al pensar en los borcegos. Después de la película se fue a dormir a la cama que Emma le había preparado pero descansar le resultó imposible: se despertó tres veces durante la noche, empapada en sudor.

El domingo por la mañana se levantó y vio que Emma dormía profundamente. Entonces, tratando de no hacer ruido, fue a la habitación que hacía las veces de vestidor y tomó los borcegos. Se los puso, los miró en sus pies, sintió que nunca más podría devolverlos a su lugar porque le pertenecían: era feliz. Ahora la taquicardia era tan fuerte que pensó en que despertaría a su amiga.

Temblando, tomó la cartera y las llaves de salida que estaban en la mesada de la cocina, trató de ser silenciosa pero el gato chilló rompiendo la paz de la mañana de domingo. Bajó los dos pisos por escaleras, no quería que el ruido del ascensor la delatara.

Llegó a la vereda y la luz del sol otoñal la hizo sonreír, estaba contenta de haberse animado a conseguir los borcegos para ese look con que tanto había fantaseado. Caminó hacia la esquina pero un golpe y un pinchazo en la espalda la dejaron tirada boca abajo sobre las baldosas de hormigón. Le costaba respirar y no podía levantarse. Sintió que le desnudaban los pies y que un tirón la liberaba de la presión y en la espalda. De reojo pudo ver alejarse a unas pantuflas negras y a una mano con una tijera puntiaguda de costura goteando sangre.

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LA AUTORA:

Melina Camacho nació en Trenque Lauquen en 1982. Estudió Profesorado en Letras en la UNLP, participó en la coordinación de talleres de lectura en librerías de la ciudad de La Plata. Actualmente se desempeña como docente en escuelas secundarias y formación docente en la ciudad de Trenque Lauquen. Desde 2021 forma parte del taller de escritura de Ignacio Molina.

SOBRE EL CUENTO:

La idea de este relato surge de las conversaciones con una amiga y mi promesa de escribir una historia que la tuviera como protagonista. Quiizás estas líneas se vean influenciadas por la lectura de algunos relatos de Roald Dahl, lo que parece impregnarse por momentos en el cuento.

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