LOS OJOS PERDIDOS DE TOBA / Bernabé De Vinsenci

Esdrújula
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6 min readJun 16, 2023
Ilustración: Roland Topor

Toba me mira con los ojos perdidos. Sostiene un mate frío y lavado que, entiendo, le aligerará la digestión. Poco le importa el agua fría, los palitos de yerba flotando y el sabor amargo del mate. Chupa hasta la mitad y vuelve a servirse, monologa y a no sé a quiénes les dice:

— Ustedes. Sí, ustedes, manga de inútiles — y clava la mirada en un punto muerto.

Una teta al descubierto, con el pezón morado, me obliga a decirle “márchese, Toba, márchese”. La trato de usted, como a una niña desconocida. Porque ella se parece a una niña. No puedo verla semidesnuda. “Verá, Anselmo…”, me dice una de las vecinas cada vez que me cruza. Me molesta con la obligación y el deber, “…usted debe hacerse cargo. Vive en el mismo terreno”.

Apenas sé de Toba, el nombre y de verla que merodea mi casa y el patio que compartimos. No recibe visitas. Tampoco sé si tendrá familiares. No encuentro la razón para hacerme cargo. A la mañana antes de levantarme, me desperezo. Doy dos o tres vueltas en la cama, dolorido por la delgadez del colchón, y en posición horizontal, con oídos atentos, la escucho:

— Ustedes, mangas de inútiles — dice, y me doy cuenta de que le encaja un zarpazo a la mesa. La mesa retumba y temblequea, como si cobrara vida.

Al rato aparece la vecina.

— No le dije, Anselmo, ¿usted no entiende? — me reprocha otra vez: yo me veo como en prisión — . Parece que una le habla a la nada.

Obligado a responderle, le recrimino:

— Ustedes podrían colaborar, ¿no?

Cabizbaja, la vecina da un suspiro y desaparece. Me da entender que como yo tampoco quiere hacerse cargo. Pienso que Toba aparece en mi habitación porque se aburre. Nada tiene sentido para ella. Toba tendrá sesenta años, yo tengo treinta y cinco. Noto en mí la intolerancia, parecida a un vaso rebalsa y rebalsa. Vivo en el mismo terreno que ella, gracias a que en tierras fiscales nos edificaron nuestras casas (a mí una piecita de dieciséis metros cuadrados), aunque Toba vivía desde mucho antes. Más de veinte años.

— De acá se van a ir, hijos de puta — dice al rato. Es imposible pensar. Ocuparme de mis tareas. Para Toba hay un enemigo y sería una bendición para mí poder precisarlo. Me da curiosidad y a la vez me genera malestar.

— Anselmo — me dice — . ¿Quiere que le lave la ropa? Yo se la lavo, no tengo problema — A veces muestra lados inesperados, bondad, amistad, cuidado. Pareciera que los enemigos desaparecen cuando me habla y yo con mi compañía la distraigo. O bien los enemigos existen. Son reales.

Una vez, mientras me refrescaba bajo el sauce frente a mi casa, la vi cagando detrás del matorral al fondo del patio. Simulé no verla. Se limpiaba el culo con pasto seco y decía palabras que yo no comprendí y que supuse delirios. Me vi obligado a molestar a la vecina con un golpe de manos y un “disculpe que la moleste”:

— Parecían palabras indias, ¿escuchó? — le dije.

— No — respondió, seca — . Ella es así, usted déjela.

Dijo “ella es así” y “déjela” como si yo pudiera conformarme. Primero hacerme cargo, eso querían, y después que me despreocupara. De a poco descubrí que los vecinos no eran personas normales. Nadie le grita a un niño de dos años. O deja días sin comer a la mascota. Ellos sí. Gritaban sin necesidad. Sospeché entonces que tal vez los enemigos eran los vecinos. Otro día, sin embargo, vi a Toba conversando con ellos, con calma y alegre, y para mi sorpresa, no gritaban. Conversaban con palabras que, supuse, eran guaraníes o quechuas.

— Keiká — decía Toba.

Y la otra:

— Napuré — Yo oía con un yuyo en la boca. Noté también que intercambiaban azúcar, yerba y otros víveres.

Mis días en mi cuarto transcurrían en soledad. A veces me aburría. No me daban ganas de salir. De un momento a otro, Toba pasó al silencio absoluto. El enemigo aparentemente había desaparecido. Llegué a pensar que la habían secuestrado. Fui preocupado a la casa de la vecina. No me animé a golpear la puerta. Quizás volverían los gritos, pensé, y yo enloquecería para siempre. La paz, en ese momento de silencio y orden, desaparecería.

Golpeé las manos.

— ¿Qué quiere? — dijo malhumorada. Hice preguntas — . No es asunto de usted — soltó enojada.

No era asunto mío, claro. Raspé el suelo con las zapatillas.

— Mire — le aclaré — , de ahora en más, me desligo, ¿entendió? — Estaba impaciente y, creía, a punto de enloquecer.

— Ñamabé — dijo. Agitó un dedo de acusación y se metió adentro. Hablame en la lengua que quieras, hija una gran puta, pensé, pero a mí no me molestan más. Se acabó.

Pasaron los días con tranquilidad. Hasta que Toba apareció otra vez. La voz, la inclemencia, los enemigos.

— Mangas de inútiles — gritó — . Infelices. — Quise prestar oído pero algunas de las palabras eran guaraníes o quechuas, como las veces anteriores — . Kilé, aimirá, ñauajá, peirá, oplonaj — decía.

De pronto tuve hiperacusia. Sensibilidad ante cualquier ruido. Fue gradual. Como si mis oídos llegaran a una audición extrema. No recurrí a la vecina. Traté de mantener la calma. ¿Quiénes eran los “inútiles”, los “infelices”?, pensaba. Esa noche la pasé en vela. Maldije el lugar en que me tocaba vivir, mi situación y, sobre todo, mi desgano para cambiar la situación económica. Esperé. Impaciente pero esperé. Tenaz. La luz del día llegó, el sol despabiló mis ojos y me sacó de la modorra. Mientras cabeceaba y recibía los rayos de sol, escuché:

— Mangas de inútiles, no sirven para mierda.

Creí que los inútiles éramos los vecinos y yo. Que yo la molestaba viviendo detrás de su casa. No se refiere a mí, pensé al rato, ¿por qué carajo me hago cargo? De idiota, nomás. Al salir de mi cuarto tropecé con un pocito cavado por algún perro. Me levanté. Toba insistía:

— Mangas de inútiles — a dos voces. Con rabia y cada vez más fuerte, saturando la voz.

Gateé por debajo de la ventana que daba a la cocina, con curiosidad. Observé sin que me viera, tiritando de cansancio y con los escalofríos del desvelo, apenas con fuerzas. Traté de pasar desapercibido, ajenos a los ojos de Toba aunque nunca fijaba la mirada. Vi dos indiecitos de no más de treinta centímetros que preparaban el desayuno, con taparrabos parecidos a cuero de vaca. Toba los escarmentaba con una rejilla y los pinchaba con un tenedor, sin herirlos. Los indiecitos, exasperados, increíblemente habilidosos, iban por el azúcar, los saquitos de mate cocido o leche. Trepaban el modular, encendían hornallas, servían leche tazas. Uno de ellos me vio.

— Ñacaruby — dijo, y me clavó los ojos.

Toba volteó la mirada.

— Mangas de inútiles, ¿qué dicen, eh? — dijo y le encajó un rejillazo al indiecito que me descubrió.

— Narí ñarí — se quejó el pobre, y se retorció como una lombriz.

Toba se dirigió a mí. Fijó los ojos en los míos, y dijo:

— Manga de inútil. ¿Creés que estoy loca, eh? — y repartió rejillazos a diestra y siniestra, más impetuosos que antes.

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EL AUTOR:

Bernabé De Vinsenci nació en Saladillo, en 1993. Editó el libro de relatos Hígado (Orden de Dagón, 2018), la novela Ciégate para siempre (Coedición Capuchas Ediciones/Orden de Dagón, 2019) y el libro de poesía La trama de los padecientes (Engaña Pichanga, 2020). Prefiere leer antes que escribir. Prefiere el ocio antes que trabajar. En la pandemia descubrió que escribe porque le resulta difícil comunicarse oralmente. No sabe si el principio va al final o el final al principio. De él dice: “Se me traba la cabeza. No sé si escribo mal o bien. ¿Hay que escribir mal o bien para escribir? No me importa. Sueño con una sociedad muda donde nos comuniquemos con misivas y donde se ejercite la caligrafía”. Actualmente tiene un libro inédito de poesía que no sabe si saldrá a luz. “¿Quién va a gastar tres lucas en un libro?”, dice. Es lector de bibliotecas y voyerista de librerías.

SOBRE EL CUENTO:

Escribí el relato pensando en mi vieja. Ella vivía adelante y yo atrás. Mi vieja es una mujer ermitaña, por no decir loca. En realidad no quiero ponerme en el bando de las personas que hablan de “locura”, prefiero llamarla “ermitaña”. Aunque sí es cierto que se dificultaba la convivencia. Gritaba sola, por ejemplo, o a los gatos. Entonces pensé en un cuento fantástico gracias a la literatura de Wilcock. ¿Qué sentido tenía que yo retratara el mundo de mi vieja con literalidad? Ninguno. Así fue como nació Los ojos perdidos de Toba. Un cuento que habla de la “locura” pero en clave fantástica con el propósito de no acrecentar la literatura “mórbica” ni engrosar el discurso de los que estigmatizan a los “no cuerdos”.

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