TODO LO QUE CONFIRMA SU EXISTENCIA / Florencia Monti

Esdrújula
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4 min readFeb 22, 2022

Abro la puerta. Ya pasaron tres empresas de limpieza a ocuparse del lugar pero el olor a encierro y humedad aún persiste. Prevenida, esta vez traje el desodorante de ambientes en la cartera. Era obvio que a este departamento me lo iban a asignar a mí, la empleada nueva de la inmobiliaria. El único sobrino del fallecido vive en el exterior hace varios años, sólo le interesa que se le diga cuándo tiene que viajar a firmar los papeles y que se haga la transferencia con el dinero de la operación a su cuenta bancaria. “Gastá lo que haya que gastar para dejarlo vendible”, me dijo en su último mensaje de Whatsapp.

En eso estoy. Ya limpiaron y pintaron. Pasó el plomero a revisar la pérdida del botón del baño y el gasista (matriculado) a chequear las estufas, el calefón y el horno. “Todo impecable. Lo dejé cero km”, me dijo cuando lo despedí.

Miro alrededor. Mejoró bastante, pero sigue siendo deprimente: los sillones de terciopelo bordó percudido por el paso del tiempo, los muñequitos de porcelana de flautistas, aldeanitos y aguateros. Calendarios y estampitas pegados a la heladera, debajo del imán de La Muzza de Palermo o Recuerdo de Cancún.

Tomo nota, pensando en el aviso que voy a publicar en unos días: Amplio semipiso de cuatro ambientes. Ubicación inmejorable sobre avenida, próximo a medios de transporte público y zona comercial. Excelente luminosidad. Baño y cocina en perfectas condiciones, con deco vintage. “Deco vintage” es una manera agradable de mencionar las baldosas grises con motas y el mobiliario anaranjado y ocre de la cocina y los tonos pastel de los azulejos de los baños. ¿Quién puede tener tanto mal gusto? Como respuesta, sobre el pasillo, Hilda y Roberto, la pareja que alguna vez vivió en el departamento, saludan desde una foto con el lobo marino en Mar del Plata. En ese momento debían tener unos sesenta años. Se los ve bronceados y activos, no podría asegurar que contentos. Algo en el gesto los delata; una crisis marital, quizá.

Sigo el recorrido de retratos como una línea de tiempo que me permita saber quiénes eran. Ahí están: Hilda y Roberto jóvenes, en un asado con amigos. Parece que Roberto tocaba la guitarra. Hilda con un perro ovejero alemán en un lugar que podría ser Córdoba. Hilda y Roberto con un chico (¿será el sobrino que heredó el departamento?), que fue escolta de la bandera en la primaria. Fotos de esta misma persona, pero más chico: jugando a la pelota, yendo al jardín. Cuánto apego por el sobrino, se nota que eran una pareja sin hijos.

Al fondo del pasillo, casi como respuesta a lo que estoy pensando, veo una última foto: Hilda embarazada. Hermosa. Como luminosa. Es una Hilda igual pero distinta a la de las otras fotos, donde se la ve una mujer bonita pero con un gesto siempre triste, como distante de las situaciones en donde está. Lo mismo pasa con Roberto.

Vuelvo a las fotos del chico. Del hijo. Se me humedecen los ojos. Sin pensar le escribo al sobrino: “¿Tenías un primo?”. La respuesta no demora. “Sí, Miguel. Murió a los doce o trece años, en un accidente en Tigre, en el río. Yo era bastante más chico y no me acuerdo mucho y mi familia nunca me contó en detalle. Una desgracia la verdad”. Sin que medie una pausa, comenta lo siguiente: “Si ya está todo listo, contratá una empresa que lo vacíe antes de mostrarlo. Las cosas que las lleven al Ejército de Salvación, al Mercado de Pulgas, a los cartoneros, me da lo mismo… Dudo que pueda haber algo de valor”.

Vuelvo a las fotos del chico, del hijo. Ahora tiene nombre. Ahora tiene padres. Ahora sé que está muerto y que una vez que el departamento esté vacío va a desaparecer del todo, como si se evaporara. Todo lo que confirma su existencia, diluido. ¿Dónde va a parar un muerto del que probablemente nadie más se acuerde? Antes de responderme esa pregunta busco el contacto de Fletes Pablo. Llamo y hablo mientras camino por el pasillo hacia el dormitorio. “Soy Carolina, de la inmobiliaria. Tengo unos muebles y cajas para retirar de una propiedad. Anotá la dirección…”

En la mesa de luz de Roberto hay una foto de los tres; cuando corto la comunicación me la quedo mirando. Quizás ahora estén juntos. Esa idea me hace sonreír. Sin pensar bien para qué guardo la foto en mi cartera. Miguel, Roberto e Hilda, escribo detrás.

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PH: Alberto Godenstein

LA AUTORA:

Florencia Monti nació en Buenos Aires en 1981. Es psicóloga y trabaja con chicos y adolescentes. Desde 2020 participa del taller literario de Ignacio Molina pero su vínculo con la lectura y la escritura viene desde que era muy chiquita (aunque animarse a socializar lo que escribía y participar de un taller le llevó bastante tiempo).

SOBRE EL CUENTO:

“Este relato surge de algo que me pasó hace unos tres años, cuando un policía me pidió que fuera testigo del ingreso a la casa de un vecino, un hombre grande que había muerto solo en su departamento. Esa sensación de la muerte rodeando todo y al mismo tiempo mi intento de reconstruir o de fantasear quién había sido esa persona a partir de las fotos, los muebles y lo que se veía en la casa, se quedaron conmigo varios días y tomé nota pensando en volverlos cuento alguna vez. Por otro lado, la idea del olvido como una segunda muerte de alguien, o como la muerte definitiva, es algo que siempre me dio vueltas, seguramente porque pasé por varias pérdidas desde muy chica a nivel familiar. Si bien cuando me senté a escribir el cuento el plan era otro, fue tomando su propia dirección. Esa es una de las cosas que más disfruto: descubrir mientras escribo algo que me ronda internamente (una idea, una emoción) y que vaya tomando una forma que ni yo misma sabía que tenía.”

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