UN CUERPO / Celia Ríos

Esdrújula
Esdrújula
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5 min readJul 24, 2022
Collage de Celia Ríos

El aire fresco de los últimos minutos de la noche le alivia el cuerpo y la cara. Sale a la calle con la sonrisa todavía pegada, se divirtió tanto esta noche. Se había mirado tantas veces antes de salir de su casa, había acomodado su pelo para un lado y para el otro y, ahora, cuando de repente el aire es limpio otra vez y esa frescura la rodea, se siente linda, hasta un poco feliz.

Se acomoda la ropa, se tira del short para que no se suba. Empieza a caminar, un poco borracha, o quizás sea la alegría de la noche con amigos, la música, la risa, las luces, hasta el roce con ese que no sabía quién era pero que le había gustado tanto.

Camina de vuelta a casa, como cada vez, con los oídos ahogados aún, el viento entre las hojas de los árboles, mientras mira los dedos que se escapan de la sandalia pintados de azul. Qué difícil pintarse las uñas de los pies pero qué lindas quedan, piensa mientras camina.

Los pueblos chicos que insisten con llamarse ciudades se parecen, cuatro, cinco, diez cuadras de pura luz y después, como si fuera apagándose todo, una penumbra cada vez más oscura, los árboles cada vez más altos y el silencio cada vez más presente.

Está tan acostumbrada a caminar esas calles. Un poco se parece a la libertad esa quietud de antes del amanecer. Tiene un poco de sueño y está cansada por todo lo que bailó durante la noche pero igual, igual, camina despacio, tratando de no hacer ruido con los tacos para no quebrar ese silencio.

Y entonces un chistido y pasos. Las chicas, piensa. Pero no se da vuelta y juega a hacerse la que no escucha. Y el chistido se convierte en una voz, una voz que no reconoce y una mano que la toma de la muñeca y que la lleva. Y por un momento, por la sorpresa, por el sobresalto, ella no puede resistirse. Cuando puede, lucha. Se quiere soltar de esa mano que la apresa, que la arrastra ahora con más fuerza, que la aprieta y que la toca. Y la voz que le dice algo que ella no entiende porque son demasiados estímulos para su cerebro que todavía intenta identificar la situación, mientras la voz, la mano, la fuerza se convierten en otra mano que le tira del pelo como si quisiera arrancárselo y la arrastra, ahora sí, ella está caída mientras la arrastra y la mete en el auto de un empujón y le pega en la cara, dos, tres, cuatro veces.

Tiene los ojos cerrados. No quiere ni verle la cara. Quiere desconocerlo por completo, no saber quién es. Quiere saber por qué, por qué ahora, por qué ella, qué fue lo que hizo que eso que le está pasando sucediera. Le pide que la deje, solloza, no grita. Habla entre lágrimas y pide, suplica. La respuesta que recibe le anticipa que nada puede salir bien. Nada.

Y entonces el pueblo se hace espeso, se hace negro, se hace inmenso. Lo puede sentir en el cuerpo, en el corazón, en la boca. Y ya no hay ruido ni a silencio, a pesar de los insultos, de los golpes que sigue recibiendo, uno a uno, en la cara, en los brazos, en las piernas. Son trompadas o piedrazos, es lo mismo porque no importa. Y entonces cierra con más fuerza los ojos, la boca y las piernas, y siente el terror en todo el cuerpo: en el estómago, en los pulmones, en los ovarios, en cada una de las tripas que hasta hace un rato flotaban en la oscuridad ficticia del baile y los amigos.

Eso que la arrastró, ahora maneja. Igual que como la subió, la baja del auto. A tirones, empujones y patadas. A puteadas calladas, dichas entre dientes, adelantando, asegurando, todo lo que va a pasarle. Y con los mismos tirones le arranca el short, la bombacha, le separa las piernas, ella se cae, pierde un zapato, te doy todo, le dice, todo, pero dejame ir. Y escucha que sí, que más bien que sí, que le va a dar todo, que ya lo sabía, ella era de esas que daban todo. Y le rompe la remera, le estalla el corpiño, la tira en el pasto que la pincha, que la lastima, que la rasguña, y la inmoviliza con su cuerpo. A ella, aterrada, con un solo zapato puesto, el tiempo se le apaga.

Ni siquiera es asco lo que siente. Es algo más primario, algo más aterrador. Y llora chiquito y piensa en papá. Papá. Mami. Papá. Abue. Si me concentro y me muero, esto se termina. Si me muero ahora, porque después de esto me voy a querer morir también pero no va a terminar nunca. Mamá. Papi. Mamá. Hijita. Hijito. Bebé.

Se siente inundada por un vómito peor que el de una borrachera que le corre por las piernas, por el cuello, por las tetas. Se siente tan sucia, tan inmundamente mugrienta que cree que nunca más podrá sacarse ese vómito de encima, de adentro. Si me muero, esto termina ahora, piensa, desea.

Pero no se muere ahora y cuando el otro cuerpo, un cuerpo como de zombie, como de muerto, como de espectro, termina, cuando por fin ella cree que por más fuerza que haga no va a morirse, recibe el golpe en la cabeza. Quizá sea una patada. Es tan fuerte, duele tanto, todo le duele tanto, tiene la boca con sangre, la cabeza le retumba y otro golpe, otra fuerza que impacta sobre su desnudez provocada por todo el mal del mundo, sobre su pie calzado hasta que de repente.

De repente se ve de afuera. Está parada al lado de su cuerpo. Enfrente del zombie, del espectro, que no tiene cara, no tiene alma, no tiene ojos. Todo lo que tiene es fuerza y nervios. Lo ve prenderse el pantalón, acomodarse la ropa, caminar rápido hacia el auto. Y ella ahí, observando ese cuerpo que era de ella, ese cuerpo que ya nunca más será suyo.

Se acerca con tristeza a su cuerpo. Se mira la cara, el abdomen, las manos. Qué poca cosa un cuerpo sin alma, qué cosa más triste una chica sin vida, dice. Y se sienta a su lado. Ella al lado de ella misma. Ahí se queda sentada, esperando que la encuentren.

LA AUTORA

Celia Ríos nació en Capital Federal en 1973. Tiene publicados libros: una novela corta, La segunda vida y un libro de cuentos, Diarios daneses. Dirige Danesia Hogar Editor y próximamente publicará su nueva novela, Playa Distal.

SOBRE EL CUENTO

La idea empezó a tomar forma en el 2017 después del femicidio de Micaela García y del de Melina Romero en 2014. También pensé en Lucía Pérez, por quien comenzaron las marchas de Ni una menos. Lo que despertó mi interés está emparentado con lo repentino de la violencia y con cómo una noche cualquiera de diversión podemos terminar convirtiéndonos en víctimas, sin importar si somos buenas o malas, pobres o ricas, con hijos o sin ellos. En definitiva, lo que me llevó a escribir el cuento fue darme cuenta de que no podemos descansar del estado de alerta y del miedo.

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