UNA CASA JUNTO AL MAR / Francisco Scilletta

Esdrújula
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9 min readOct 21, 2022

Caminaba descalzo, sin rumbo, por la orilla del mar. Parecía un fantasma extraviado. Ya era casi mediodía y el sol caía directo sobre la arena, haciéndola reverberar. Se te va a derretir el cerebro, me había advertido Laura, pero no la escuché. No tenía ganas de volver a discutir con ella. Ya había tenido suficiente con sus reclamos sobre si íbamos a tener un hijo o no. Necesitaba pensar, alejado de la casa y de los pocos turistas que habían desplegado sus mantas para dorarse al sol.

Después de un rato enfilé hacia el viejo muelle de pescadores. Estaba convencido de que la caminata y el aire de mar me despejarían la cabeza. En el fondo, tenía la esperanza de que al volver a casa las cosas fueran diferentes, al menos para mí. Pero algo en nuestra relación se había roto. Esa misma mañana llegué a decirle que veía muy difícil la idea de ser padre. Si solo con el planteo estábamos discutiendo así, ¿cómo sería nuestra vida con un bebé en el medio? Se alteró, empezó a los gritos. Toda la seducción que había demostrado para encarar el tema desapareció; podía ver la tensión latente en su mirada enrojecida, parecía un demonio. Ella quería ser madre. Con vos, me soltó. La cuestión era si yo me animaba a ser padre. No entendía qué nos estaba pasando para que habláramos de un hijo a esa altura. Desde que nos conocimos, ella nunca había hablado de la maternidad. No era un tema conversado. Al menos a mí nunca me había dado por preguntarle y a ella tampoco parecía interesarle. Yo quería una vida con Laura, tranquilos, sin hijos. Creí que ella también quería lo mismo, que no hacía falta aclararlo. Pero esa mañana parecía que sí, que si no lo decidía, y pronto, armaba sus valijas y me dejaba. La discusión terminó con una frase que aún resonaba en mi cabeza: si no es con vos, será con otro. ¿Quién sería el otro?, me pregunté después del portazo que dio al volver enfurecida a la habitación. ¿Tan fácil sería conseguir a alguien más que la embarazara? No la entendía.

Habíamos llegado a la casa de la playa esa misma mañana, casi al amanecer. El cielo tenía aún esa paleta de colores que iba del turquesa al rojo que tanto le gustaba a mi viejo. Se lo comenté a Laura y ella simplemente dijo: mirá vos. Nada más. Tendría que haber sospechado que algo le pasaba, pero no dije nada. Me quedé con el recuerdo de la voz de papá diciendo: la liberté, la liberté, modulando en ese acento francés impostado que usaba cuando entrábamos al pueblo para empezar las vacaciones. Como si la libertad fuera un lugar, un espacio que uno pudiera adquirir. Hacía mucho que no me pasaba acordarme de la voz de mi viejo, quizás por eso apenas llegamos a la casa preparé el mate y me senté en el banco del jardín a mirar el mar. Le dije a Laura que desayunáramos ahí, frente a aquel horizonte que a mi viejo tanto le gustaba. El podía pasar horas mirando el mar con una emoción que yo no terminaba de entender. Mirá qué privilegio, solía decir con su eterno cigarrillo colgando entre los labios. Esto no se ve todos los días, agregaba, y me daba palmaditas en la espalda. Aquella casa había sido su refugio, el lugar que elegía para evadirse de la ciudad. Pero Laura trastornó aquella paz con su planteo y yo terminé huyendo como un exiliado hacia la playa, a mirar el mar de cerca, a sentir la arena bajo los pies.

Con los primeros pasos, volvió un recuerdo de mi viejo: caminábamos, codo a codo, hablando de “Home by the sea”, una canción de Génesis que acababa de escuchar en la radio y que me había llamado la atención. La letra hablaba de un ladrón que ingresaba a una casa junto al mar y era capturado por un grupo de fantasmas que lo obligaban a escuchar sus historias de terror por el resto de su vida. Tendríamos que dejar algunos cuidando la casa cuando nos vayamos, dijo mi viejo y soltó una carcajada. Me gustaba aquella risa. Los dos disfrutábamos de nuestras caminatas. Hablábamos de la música que me gustaba a mí, pero también de las orquestas de tango que iba a ver él cuando era joven. A veces silbaba alguna melodía, las que más le gustaban. Escuchá, escuchá, repetía palmeándome la espalda. Aquel recuerdo parecía una salpicadura en ese mar que brillaba en jirones dorados a lo lejos. Mi viejo había perdido su entusiasmo desde la muerte de mamá y en sus últimos días no hacía más que hablar de ella y de la casa de la playa, de los veranos que habíamos pasado juntos, en familia.

Papá, mamá, mi hermana y yo, una patota, como nos llamaba mi viejo. ¿Eso era una familia? Juntarse, tener un hijo, tal vez dos o tres. Era evidente que para Laura no era suficiente con nosotros dos, le hacía falta un hijo para completar la patota. Mi viejo tenía razón: los hijos son una consecuencia. Una vez lo escuché decirlo. ¿Consecuencia de qué?, le pregunté pero nunca me contestó. En algún momento pensé que se refería a la consecuencia de aceptar imposiciones. Mis amigos habían aceptado esas imposiciones y varios ya tenían dos o tres hijos. Yo no los veía muy felices, más bien parecían desanimados y, por qué no decirlo, un poco arrepentidos. Y ahora Laura quería que también aceptara esa imposición. Me sentía bien así como estaba. No necesitaba mucho: una caminata por la playa, un buen libro o una copa de vino tinto, reunirme con mis amigos y, claro, estar con Laura. ¿Para qué incluir a alguien más?

Miré el mar. Seguía con su ir y venir, inmutable. Quizá la respuesta estaba ahí en ese devenir sonso. ¿Y si las cosas cambiaban? ¿Por qué no? El muelle de pescadores estaba cada vez más cerca. Las gaviotas jugueteaban entre las olas buscando alguna presa distraída. La arena crujía bajo mis pies amortiguando cada paso. No había más sonido que aquel rumor, definitivamente, yo era un fantasma extraviado en el pasado. Tenía que aceptar que en el fondo quería seguir siendo aquel adolescente que caminaba junto a su viejo tratando de convencerlo de lo copada que era la música de Génesis o de Led Zeppelin, aun sabiendo que quizá Laura tenía razón: tal vez estábamos en el mejor momento para ser padres. No se trataba de tener un hijo; se trataba de mí.

Dejé atrás los balnearios y aparecieron los médanos. Eran similares a los de mi infancia, desde donde solía tirarme de bolita con mi viejo. Me imaginé llevando a un nene a tirarnos desde la cima de uno de esos médanos. Caer rodando, llenos de arena, riendo a carcajada limpia. Apretar ese cuerpo diminuto entre los brazos, escuchar ese otro corazón. No estaba seguro de que fuera capaz. Sin embargo, las palabras de Laura me seguían persiguiendo. Si no era conmigo, tendría ese hijo con otro. Nunca había tenido miedo de perderla, al contrario, desde que la conocí había pensado que nunca nos separaríamos y ahora cabía la posibilidad. Lo que habíamos vivido juntos ya no importaba, todo se limitaba a decidir si quería o no ser padre con ella. ¿Y el amor que sentíamos, dónde había quedado?

Me senté a mirar ese océano medio amarronado, medio azul, que es el Atlántico. Los restos del viejo muelle de pescadores estaban a unos pasos. El sol iluminaba cada costra marrón. No se distinguían ni las aristas ni los contornos de lo que quedaba de la estructura metálica, solo la luz derramada sobre la superficie oxidada. Era el lugar donde mis padres se habían cuchicheado al oído cada verano. Solía verlos de lejos y preguntarme qué se decían. Me daba curiosidad, sobre todo por sus sonrisas pícaras, confidentes. Me había prometido que si encontraba una mujer que me dejara compartir cosas similares con ella me quedaría a su lado. Laura se había convertido en esa mujer, mi confidente, mi compañera durante años; que de la nada me planteara la posibilidad de separarnos porque yo me negara a tener un hijo con ella me había sonado a traición. Pero ¿de verdad era así? ¿De verdad nunca lo había planteado, o yo, simplemente, no la había escuchado como debía? No estaba seguro. Tampoco estaba seguro de que tocar aquel muelle trajera suerte, como había dicho mi viejo alguna vez. Papá estaba lleno de historias locas, historias que podían ser ciertas si uno le ponía ganas. De niño, una vez le pregunté si del otro lado del mar estaba África y él me dijo que sí. África y un montón de caníbales, agregó soltando una de sus largas carcajadas. Me paré y encaré hacia el muelle. Se me ocurrió que debía tocar uno de los hierros que sobresalían de la arena. ¿Cambiaría esa simple acción mi suerte? Tal vez no, pero ya que estaba ahí valía la pena probar.

El sol me mordía la nuca. Antes de tocar parte de la estructura del viejo muelle, miré los reflejos que se desprendían del agua y vi a un hombre salir del mar. Me sorprendió la luz que emanaba su figura. Llevaba un traje, que en alguna época debió haber sido azul, seco a pesar de que acaba de salir del agua. A medida que se acercaba pude ver su cara barbuda, enredada de musgo, y el cigarrillo que le colgaba de los labios. Había en el aire un aroma a tabaco mezclado con olor a moho y salitre. ¿Quién era aquél hombre? ¿Qué estaba haciendo ahí? O mejor dicho, ¿cómo había llegado ahí? Hice visera con la mano y enfoqué la vista. El hombre estaba frente a mí. Al verlo mejor, el corazón me dio un salto, parecía que se me saldría por los oídos. Me quedé sin aire por un instante. ¿Papá?, dije, como un idiota. Él sonrió todavía con el cigarrillo apretado entre los labios. ¿Papá?, repetí. Tiró lo que quedaba del cigarrillo y me abrazó con fuerza. ¿Qué hacés, hijo? Era raro escuchar esa palabra pronunciada con aquella voz ronca, cargada de nicotina, que tenía mi viejo; ser hijo de nuevo. Pero ahí estaba él, pisando la arena, alternando una pierna con la otra para descansar el cuerpo. Imaginé que estaba fatigado. Empezó a silbar bajito uno de esos tangos que tanto le gustaban y que yo apenas recordaba. Me palmeó la espalda. Su mano grande, ese gesto tosco, los matices de su voz, todo parecía muy real. ¡Cómo extraño la música!, dijo. Se me hizo un nudo en la garganta. No podía creer que de verdad él estuviera de nuevo a mi lado. Alguna vez, yo casi había incendiado la casa de la playa, intentando avivar el fuego para un asado que le había prometido a mis amigos, y mi viejo había sido tan paciente que no dijo nada. Pobre viejo, se bancó todos mis caprichos de adolescente. ¿Cuántas veces habrá sentido bronca y se quedó callado? ¿Le habré dado vergüenza? ¿Se habrá imaginado alguna vez tener otra clase de hijo? Quizás hasta se imaginó no tenernos ni a mi hermana ni a mí, disfrutar de otra clase de vida. Pero se hizo cargo de su decisión. Bajé la cabeza y él volvió a abrazarme. Uno nunca está preparado para nada en esta vida, dijo. Sus palabras me sonaron a una de esas sentencias que vienen en las galletitas chinas; uno las lee pero no las entiende del todo hasta que finalmente le cae la ficha. No pude decir nada. Él dio media vuelta y volvió al mar. Me di cuenta de que no dejaba huellas en la arena y, aun así, no me cuestioné su aparición. Agradecí que nos hubiera dejado a mi hermana y a mí la casa de la playa, esa que tanto quiso. Agradecí sus palabras llenas de tabaco y musgo. Ser padre debía ser eso: una mano que te palmea la espalda. Chau viejo, alcancé a decir. Me hubiera gustado que se quedara un poco más, sin decir nada, solo estar; uno junto al otro mirando el reflejo del agua, dos fantasmas extraviados. Pero el sol estaba demasiado fuerte, era hora de emprender la vuelta a casa.

EL AUTOR

Francisco Scilleta estudió Comunicación. Participó en diversos talleres literarioS. Actualmente realiza una clínica literaria con Ignacio Molina. Le hubiera gustado ser campeón mundial de boxeo; eligió la literatura para tratar de meter algún cross.

SOBRE EL CUENTO

"Nadar de noche", de Juan Forn, es uno de mis cuentos favoritos; me lo sé de memoria de leerlo una y otra vez. Para mí es como una de esas películas que no podés dejar de mirar cada vez que la pasan por el cable. Un día quise rendirle mi pequeño homenaje y me encontré escribiendo sobre un padre que en vez de tocarle la puerta de la casa al hijo sale del mar.

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